En demasiadas ocasiones, sobre todo en los últimos diez o doce años, lo que se solía discutir no era si alguien no se merecía el Premio Canarias, sino al contrario, si alguien se lo merecía como el tolete que se merece un cogotazo o un malandrín pisar un charco de pis de gato. Por supuesto que existen peores disciplinas. Por ejemplo, el Premio Canarias de Comunicación, que se inventó para distinguir toda una carrera profesional, un galardón para seniors más o menos respetable, pero que se ha utilizado para todo: un barrido, un fregado, un enjabelgado. Por lo demás, ¿quién respeta esa distinción? Nadie. En el oficio siempre se recuerda el caso –sin duda ignorado en el estrafalario mundo exterior – de un admirado y admirable profesional al que se concedió el Premio Canarias de Comunicación para ser despedido por su empresa el año siguiente. Luego está, por supuesto, que sea el Gobierno quien concede el premio. Los gobiernos entregan premios y medallas para premiarse y enmedallarse a sí mismos. Igual que en el cuento de Cortázar un hombre descubría con horror que le había regalado a un reloj en su cumpleaños y no al contrario, el Gobierno de Canarias, como cualquier gobierno, utiliza sus cachivaches congratulatorios para resaltar su lucidez, su justicia, su profunda y humilde generosidad. Por otra parte, cada modalidad tiene su propio jurado, pero temo con algún fundamento que tales tribunales no son exactamente impermeables a las opiniones gubernamentales. Hay notables que han pertenecido a los jurados de los premios Canarias durante lustros. Tal vez podrían modificarse las bases de manera que fueran las universidades o las academias quienes se pronunciaran sobre las propuestas, pero eso multiplicaría aún más las presiones. Finalmente cualquier premio es un error para el que los da y el que lo recibe, una traición y en el mejor de los casos una recompensa desmedidamente insuficiente.
Este año el jurado del Premio Canarias de Literatura tuvo la lucidez suficiente para pensar en Elsa López; deberían darse prisa y no despistarse para reconocer la obra de Andrés Sánchez Robayna y Eugenio Padorno, poetas y críticos excepcionales. Elsa López es una de las grandes voces de la poesía canaria contemporánea. Y aunque su producción lírica no se agote en ello es la suya, sobre todo, la mejor poesía amorosa de nuestra más reciente tradición. Poesía amorosa cargada de erotismo inmediato y carnal, una poesía de los cuerpos como el único lugar donde el amor es posible, donde el amor triunfa y es derrotado, donde arden todas las verdades para que queden las cenizas de todas las mentiras, espléndida caída, momentos fulgurantes, reconociendo al amado, reconociéndose a sí misma en la muerte más dulce. “El que se arroja al agua con su cuerpo magnífico/y luego deja gotear el mar por sus caderas y las mías/ como una prueba incontestable de perfección y afecto./ Aquel que me sonríe/ desde la hilera mágica de su terrible boca,/ inocente guerrero,/ putrefacto montón de espléndida hermosura,/el único que sabe cómo he perdido la batalla/ y por eso me observa, todavía,/ con una cierta sombra de dulzura./ El que arrastra mi cuerpo por el campo de batalla/ despedazado el tronco y la plateada cabellera,/ y aún tiene conmigo la deliciosa costumbre/ de besarme los pies,/ ese es el que amo.
Hace ya muchos años, según recuerdo, conocí a Elsa López, y era una tarde de lluvia anónima y funcionarial, anémica y consentida como suele ser la lluvia en esta terrible Santa Cruz de Tenerife, y caminamos largamente orillando los charcos y hablando de poemas y poetas entre chisme y chiste, inteligente y dulce, sarcástica y amable, maligna y generosa, curiosa e indiferente, indiscreta y reservada, calculadora y espontánea, con una voz musical capaz de recitar todos los versos del mundo con una cierta sombra de dulzura mientras reía con una risa cascabelera y unos ojos melancólicos bajo la posma que parecía convocada por sus pequeñas manos.