En las frías tinieblas de la muerte Fidel Castro sentirá su última frustración: no poder leer nada de las toneladas de ensayos y artículos y semblanzas que se han escrito desde el pasado viernes y los que se escribirán en los años venideros. Siempre se supo un personaje histórico, la Historia me absolverá, dijo con apenas treinta años, y creo que hubiera dado cualquier cosa para sobrevivirse solo para leer la oceánica bibliografía sobre su gloria esplendorosa y su mierda asfixiante durante un futuro infinitamente postergado: un narciso hambriento de sí mismo, escrúpulos ni corazón.
Fundamentalmente fue una excepcional inteligencia política – estratégica y maniobrera a la vez– con una intuición del poder que lindaba con la magia y que se apoyaba en una voluntad brutal, inconmovible, devastadora si llegaba el caso. Y al tiempo que construyó un régimen dictatorial fuertemente militarizado en su estructura y sus valores construyó un mito, él mismo, y una narrativa legitimadora, su propia retórica. Fidel fue el principal producto de exportación de Cuba durante medio siglo. A cambio recibió el apoyo económico y militar de la Unión Soviética durante la guerra fría y, después, el maravillosamente inesperado chute de petróleo de la Venezuela chavista: millones de barriles a precios preferenciales que en su mayoría no se ha pagado y que las autoridades cubanas han vendido muy mayoritariamente en el mercado internacional para obtener dólares.
Es inútil intentar dialogar sobre los castristas sobre la naturaleza del régimen. Lo leía hace un par de días: cuando un tipo toque a tu puerta presentándose como Napoleón, no discutas con él sobre Waterloo. Los pequeños y pequeñas castros y castras que lloran al caimán barbudo son inaccesibles. No van a renunciar jamás a su pueriles sueños revolucionarios, a sostener que su fantasía está a penas a unas horas de vuelo comercial, a admitir que si Fidel llegó al poder y se consolidó en su despacho de su plaza de su revolución – como dijo Jorge Reichmann en un tibio poema – fue mintiendo, engañando, traicionando y si era necesario encarcelando o fusilando a sus amigos o adversarios, imponiendo una censura incontrovertible, anatematizando la disidencia, caricaturizando las elecciones, enviando a decenas de miles de cubanos a los campos de las UMAP, transformando a amigos y vecinos en espías que se vigilaban y delataban mutuamente en y por los comités de defensa de la revolución, colando a ladrones, violadores y deficientes mentales entre los marielitos, mandando a punta de bayoneta a la flor de la juventud cubana a sufrir y morir en Angola absolutamente para nada. Fidel Castro se entregó apasionadamente a la confrontación con sus propios revolucionarios. Los aplastó o los redujo a silenciosas comparsas. Tres generaciones después de Moncada no hay un solo líder cubano de menos de sesenta años y ninguno con el prestigio, la autoridad o la audiencia de los viejos comandantes, Lo hizo así porque sabía que de los revolucionarios decepcionados por la revolución podría salir los críticos más peligrosos. Ahora no hay peligro. Ahora la oposición es una señora insignificante que se llama Yoani Sánchez. No me extrañaría que en ese futuro que Castro ya no leerá se descubra que Sánchez está a sueldo de la inteligencia cubana. Quizás Norberto Fuentes también. No es imposible.
Fidel jodió bien al país. Como fuente de toda inspiración económica solo dictó estrategias estúpidas, como aquella huevonada de la zafra de los diez millones. Era capaz de enfrentarse y vencer a un huracán, pero no a dejarse asesorar racionalmente en materia económica. Es conocido que cedió a la inversión turística de muy mala gana. Un rechazo visceral pero no errado: la apertura al capital turístico era una evidencia del fracaso de su modelo económico, pero la desaparición del campo soviético lo hacía inevitable. Sí, es cierto que diseñó sistemas públicos de sanidad y educación universales, pero obviando la paulatina degradación de los mismos -y muy especialmente del primero – eso no basta para justificar la mística de una revolución ni los sacrificios interminables ni los compromisos grandilocuentes.
Solo basta la libertad, la participación real en los asuntos públicos, el pluralismo, el derecho a la crítica y a la disidencia y a la libre asociación y expresión. Solo basta lo que el propio Fidel prometió cuando los comunistas desconfiaban profundamente de él, como de todas las facciones del Movimiento 26 de Julio, y rechazaban la actividad de los barbudos en Sierra Maestra: la libertad de los cubanos en un proyecto nacional donde un proceso abierto de reformas democráticas (políticas y sociales) fuera asunto de todos y para todos y la violencia criminal quedara sepultada como método político. Toda la osificadora evolución de su régimen consistió en articular normas, servicios y una cultura del poder que obstaculizaba para siempre ese objetivo primigenio. Recuerdo una mañana en La Habana Vieja, un hombre que vendía puros pésimos desde una ventana, y apoyado en el alfeízar un tocadisco desperdigaba por el cielo azul la canción de Víctor Jara sobre el Che. Solo tenía esa canción, ajustaba una y otra vez el disco para empezar de nuevo. Le dirigí una mirada hastiada y quitó el disco un momento y me dijo con una sonrisa astuta: “No soy yo. Es todo el país el que está rayado”.
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