Algunos lo consideran una exageración, como a otros el incienso torrencial les sabe a poco. Claro que escuchando o leyendo a periodistas, ¿cómo va uno a enterarse de nada? El único recurso para considerarse periodista que le quedaba al periodista iletrado era el monopolio informativo y se ha hundido como el suelo en el terremoto de la blogosfera. Pronto solo les quedará la información deportiva, pero hasta berrear un partido de fútbol es imprescindible cierto talento histriónico. Comparar a Steve Jobs con Newton es como trazar un paralelismo entre Rutherford y Edison. Jobs no era un científico, sino un tecnólogo. Con una diferencia, claro: nuestra época, que no han visto una revolución científica desde hace mucho más de medio siglo, ha devenido, en cambio, la era de las maravillas tecnológicas. Portentos que nadie profetizó, porque el futuro, para merecer ese nombre, debe ser lo suficientemente inimaginable desde el presente. En toda la ciencia ficción del primer tercio de siglo ni un solo escritor adelantó algo remotamente parecido al plástico.
El inmenso talento de Jobs encontró un espacio social, económico y científico lleno de estímulos y posibilidades tecnológicas: las que se abrieron a partir de los años setenta con la eclosión de la computación, los ordenadores personales y, más tarde, las telecomunicaciones e internet. Si hoy llueven esquelas conmovidas en todo el planeta es porque Jobs concentró en su personalidad y en su obra los atractivos del tecnólogo innovador, del empresario y del emprendedor: su personalidad ferozmente atractiva, su trascendencia inagotable, son imposibles de entender si se amputan alguno de estos aspectos. El entusiasmo por Apple y su sumo sacerdote, frikismos tecniqueros al margen, tiene una lectura ideológica: la del triunfo definitivo e inapelable de la tecnología – y la empresa capitalista que arriesga, se lo curra, se lo juega sobre una creatividad cargada de exigencias – como todo horizonte de bienestar, progreso e inteligencia motriz. Otros rasgos del personaje (su autodidactismo, su indiferencia ante la autoridad, su reclamo a favor de la autonomía personal y la persecución de los sueños) enlazan con el imaginario de un capitalismo anarquista, de raíz implacable pero con una promesa de hedonismo al alcance del teclado. El famoso discurso de Stanford puede ser aplaudido por derechas e izquierdas, pero es sobre todo una llamada al individuo sana o enfermizamente ambicioso y no a ningún compromiso social.
Es extraordinario, ciertamente, que una empresa afirme que su fundador ha cambiado y enriquecido la vida de millones de seres humanos, pero más extraordinario resulta, todavía, que sea verdad.