El amanecer tiene sus exiliados. Gente que camina por las calles a la dudosa luz del alba pero que parecen estar en otro lugar. Fantasmas que no asustan, sino entristecen. Esa es su condena humilde y casera para toda la eternidad: dar mucha pena, como los escritores canarios de novela negra que no son calvos. Me levanto poco antes de la llegada de la luz y decido caminar por este pueblo disfrazado de ciudad, por esta ciudad disfrazada de coincidencias. Es su peor hora del día, y lo es durante todo el año, no solo en carnavales. Aquí el amanecer tiene una extraña, pegajosa suciedad, y nunca invoca una novedad, sino en el mejor de los casos un recuerdo, el mismo recuerdo siempre, un recuerdo lavado demasiadas veces y con minúsculos pero indisimulables agujeros, como unos calzoncillos viejos. A veces pienso que es ya cuestión de edad. Cuando uno llega a cierta edad, en efecto, la ciudad en la que vives es un mapa de recuerdos, un mosaico de experiencias insípidas, un malpaís traicionero donde te rompes el tobillo siempre en el mismo sitio, un dulce y putrefacto manglar. Nadie te va a sorprender en una esquina, ninguna esquina se verá sorprendida por tus pasos amuermados y tu frente marchita.
Es muy difícil encontrar un lugar que no haya corrompido tu memoria. Al fin y al cabo, como todas las pequeñas ciudades que se quedaron sin destino y que caminan por la historia como sus habitantes caminan por sus calles, por resignación o por casualidad, la tuya es eso, un catafalco de recuerdos. Es una ciudad extraña, que siempre ha sentido nostalgia de sí misma, que se hubiera escrito a sí misma si se supiera escribir. Pero tampoco es el caso. No escribe ni tiene quien la escriba, y curiosamente los que lo han intentado – consiguiendo algunas páginas válidas – han terminado en el olvido. Este amanecer descubrió a uno. Se había dejado a barba y se apoyaba en un bastón. Iba llorando.
Enfilé el paseo entre los árboles y las grandes tinajas para llegar al mar. El mar es –lo saben todos los isleños – la salvación final. O te mata o te devuelve la vida. La ciudad, todas las ciudades en realidad, se han vuelto pudorosas. Ya no huelen a nada, al contrario que en el pasado. A mediados del siglo anterior podías adivinar en qué lugar te hallabas aunque tuvieras los ojos cerrados, simplemente, aspirando los olores: a mar, a flores, a gasolina y alquitrán, a fritanga o tabaco, a perfume barato o a madera cara. Ahora no llega nada a la pituitaria, salvo si te atraviesas con una alcantarilla rota o la vomitona de un borracho. Los borrachos, por cierto. Los borrachos de la ciudad le guardan respeto. Pese al buen tiempo consuetudinario y aclamado los borrachos, en la pequeña ciudad, son bastante agorafóbicos. Se empedusan silenciosamente en los bares y se sientan como madres embarazadas en los bancos, entrecierran los ojos y gruñen plácidamente al sol. En la ciudad pequeña no hay sitio para las extravagancias: se consideran una falta de higiene. Pero la indiferencia de nuestros convecinos permitía una familia de ocho miembros que vivía en la calle y recibía visitas en una esquina, sirviéndoles café desde su propio termo; o una exprostituta que se bañaba en la plaza pública y ondeaba sus propias bragas como un trofeo, o un legionario que vomitaba insultos que desgarraban la madrugada, o una loca desdichada que ululaba desde su diminuto balcón, pidiéndole a él que regresara, que lo amaba, que no podía vivir sin sus labios, gritando lentamente su nombre, como si su solo nombre fuera un tango entero, gritando durante años ante la impavidez sordomuda de todos los vecinos, o la gordita de nariz de fresa que entraba en todos los edificios para probar los ascensores, porque era lo único que le gustaba en la vida era subir en ascensores suaves y veloces, pero tenía un problema: nunca reunía el valor para subir sola. “¿Puede usted subir conmigo?”, preguntó durante lustros hasta que a diabetes acabó con ella.
Por fin llegue a mar. Fue un saludo rápido. Ya llegará el momento.