Adquieres pacientemente (o no) 500.000 metros cuadrados de terreno justo sobre el puertito de Adeje y su playa. Proyectas una exclusivista promoción turística de lujo (villas, jardines, zonas recreativas, un hotelón de cinco estrellas y un cometa) que necesita una inversión de muchas decenas de millones de euros. Y consigues la pasta. Contratas a un amplio y solvente equipo de especialistas. Finalmente convocas a los políticos que mandan para la maravillosa ceremonia cómplice de poner la primera piedra de tu inminente paraíso y celebrar una discreta fistuqui con platitos franceses y música chill out. En fin, lo haces todo maravillosamente bien. Pero vas y te olvidas de incluir en el proyecto un estudio de impacto ambiental.
Es realmente impresionante. Tantas perras, tanta meticulosidad, tanta profesionalidad, tantos sabios y amables consejeros – desde el ayuntamiento nos ocupamos de las relaciones públicas y ustedes a lo suyo, mon amis – y caes en semejante distracción. Por eso tal vez pasa lo que pasa. Que te tropiezas con un yacimiento arqueológico y lo descalabras o que ya con las palas en marcha – y porque se lo escuchas a un ecologista que se opone a la promoción no solo por razones ecológicas– descubres que el terreno presenta numerosas poblaciones de una planta que tiene el máximo nivel de protección según la legislación canaria. Nuestra legislación. La que rige en nuestro país. Y entonces, a raíz de una denuncia muy pertinente y argumentada, la Consejería de Transición Ecológica manda a paralizar cautelarmente las obras. Porque debe y puede hacerlo. Porque un consejero, José Antonio Valbuena, toma la decisión correcta en coherencia con el ordenamiento jurídico vigente en la protección de la biodiversidad canaria. Porque nuestras autoridades pueden, en efecto, paralizar (cautelarmente) todo el proyecto. No sé si se entiende; mi francés, como pueden ver, es harto deficiente. La Consejería de Transición Ecológica puede y debe hacerlo, y presentar su decisión como una suerte de intervención arbitraria y aniquilante sobre un proyecto perfecto y bienaventurado –como se le ha podido escuchar a algún concejal de Adeje, aunque el Mago de Oz permanezca en silencio – es democrática y jurídicamente inconsistente.
Por muy loco que parezca hacerse con medio millón de metros cuadrados para desarrollar una promoción de lujo hiperbólico y pasar por alto los valores patrimoniales y biológicos de semejante recinto – a un servidor, tan pedantesco como siempre, le viene a la cabeza al rey Leopoldo II y esa plantación suya que se llamaba el Congo – por supuesto que existen derechos y expectativas y para defenderlos están los tribunales. Desde un punto de vista político –ampliamente político digamos – en la orden de la Consejería de Transición Ecológica anida una apuesta arriesgada porque quienes pueden reunir 300 millones de euros podrán contratar a los mejores abogados del planeta para reclamar lo que consideran suyo y ya solo suyo. Es la primera vez que, en el ámbito turístico, la administración autonómica prioriza la defensa de nuestro territorio y nuestra diversidad frente a un (legítimo, por supuesto) conglomerado de intereses inversores con un origen muy mayoritariamente extranjero. Personalmente el augurio portentoso de la contratación de acaso un millar de camareros, recepcionistas, pinches de cocina, baristas y animadores socioculturales no se me antoja una perspectiva irresistible. Tal vez los promotores y representantes de los inversores podrían hacer un esfuerzo, vencer su timidez y presentarse a la sociedad canaria y defender abiertamente su proyecto. Y responder a preguntas. A todas las preguntas. Porque, sinceramente, mon amis, hay tantas como viborinas entre sus palas mecánicas, sus tabiques y sus guardias de seguridad.