Me repugnan profundamente los gritos de alegría y las expresiones de mofa y satisfacción que pueden encontrarse en múltiples foros y publicaciones electrónicas por el agravamiento de la salud del presidente de Venezuela, Hugo Chávez. Es vomitivo. Chávez ha sido al mismo tiempo el creador y el emblema de un régimen político cada vez más autoritario, venal y obsesionado por el control social. Chávez es, sin duda, el máximo responsable de una política económica demencial que le saldrá carísima a los venezolanos de las próximas generaciones. Pero ha ganado democráticamente cuatro elecciones presidenciales y ha demostrado que no le excita el olor de la sangre ni le entusiasma la tortura policial. Los que se alegran por la muerte de Hugo Chávez, además de exhibir una catadura moral francamente desagradable, parece no reparar en que supondrá un terrible factor de desestabilización que puede llegar a incendiar una guerra civil en toda la República.
Después de resistirse a la realidad de su desmoronamiento físico (y de mentir bellacamente a los electores sobre su muy maltrecho estado de salud) Chávez tomó la decisión de designar vicepresidente y ministro de Asuntos Exteriores a Nicolás Maduro, y el pasado sábado urgió a sus partidarios a que lo aceptaran no como su sucesor, sino como su sustituto. Ni Diosdado Cabello – ex militar y antiguo compañero de asonada sobre el que pesan sombras de corrupción particularmente pestilentes – ni Elías Jaua – una suerte de Robespierre con faldas de Marta Harnecker al que se le coloca en el sector más izquierdista del PSUV. Maduro, que se curtió en el sindicalismo y es un civil chavista de primera hora, mantiene relaciones correctas con todos los sectores y familias del régimen, y no es imposible que haya ganado esta primogenitura gracias a apoyos y presiones de las mismas frente a Cabello y su particular cuadrilla. Pero aunque puedan recibirse los cargos y magistraturas, no puede heredarse ni la autoridad política ni el carisma popular. Los partidarios del chavismo quizás estén convencidos de que el difuso, confuso y asilvestrado proyecto de socialismo del siglo XXI puede mantener la unidad gracias a la ideología, pero una compleja coalición de facto como es el régimen venezolano solo se ha mantenido unida por el hiperliderazgo de un presidente que ahora, de un momento a otro, puede morir.