La gente está cabreada porque la tormenta tropical no ha sido un desastre. Queremos sangre, destrucción, patetismo. La irresistible seducción de la catástrofe. Fue asombroso contemplar a miles de personas asaltando los supermercados el viernes por la tarde y el sábado por la mañana. No respetaron ni la última bandeja de pechugas de pollo. Curiosamente las botellas de agua mineral permanecían ahí apiladas, tan tranquilas, cuando toda la literatura de catástrofes recomienda un buen stock de las mismas. Pero, por supuesto, los apocalípticos actúan según sus propios gustos –faltaría más — y el chocolate se agota antes que las latas de sardinas. En realidad la concentración humana en el supermercado parecía un casting para una película catastrofista. La gente andaba con el móvil pegado a la oreja e intercambiaban pronósticos espeluznantes con matices tranquilizadores que a nadie le agradaban de verdad. Joder, ¿no ocurrirá lo mismo de siempre, no? Después de todo esto, debe pasar algo realmente importante.
Es curioso este decalaje entre la realidad y la imaginación del deseo. Creo que la novelería que hemos visto estos días pertenece a la sed de la ficcionalización que caracteriza este milenio tremendamente necesitado de problemas fabulados para distraernos de los problemas reales. Necesitamos problemas tiktok de treinta segundos de duración, muy escandalosos y finalmente irrelevantes y sustituibles por otra chorrada de medio minuto y así hasta el infinito. Mientras nos asomamos a la pequeña ventana de nuestras fantasías animadas, de nuestros chismes planetarios, de las motomami y los ositospanda, de las operaciones a corazón abierto a la penúltima cancelación ideológica, afuera siguen pasando cosas. En África, por ejemplo, se prolonga la sequía y se aproximan las mayores oleadas de inmigrantes que ninguna valla – y ninguna policía mafiosa aplaudida por los ministros socialistas — podrá parar. La inflación continúa su ascenso empobrecedor y las grandes cadenas logísticas de distribución vuelven a sufrir tensiones, y se encarecen día a día las materias primas alimenticias, y el país entra en un conflicto fiscal que abre el paso a la fase más delirante y autodestructiva de la polarización política e ideológica: una irresponsabilidad pasmosa que pone en riesgo la coherencia más básicas del Estado.
Necesitamos por lo tanto, urgentemente, que se disparen todas las urgencias y la tormenta tropical ofrezca un gratificante y distraído espectáculo de destrucción. Por supuesto, seguido desde casa gracias a los televisores y toda nuestra cacharrería digital. Una destrucción real, pero indolora para la mayoría. Y eso que se ha hecho un esfuerzo meritorio. Los ayuntamientos han suspendido todos los actos públicos, se ha dado día libre para los estudiantes hoy lunes, los medios de comunicación han preparado cariñosamente el desastre y calentado los ánimos ya no para una tormenta, sino incluso para un huracán. Y al frente del simulacro el presidente Ángel Víctor Torres que, después de casi tres años y medio conjurando catástrofes y desgracias, ya se mueve como por su casa en coyunturas como esta. Hace unas horas que ofreció una rueda de prensa y para que la mayoría encontrase algún consuelo por la tormenta imperfecta señaló los múltiples daños menores que la lluvia y el viendo ocasionaron en zonas urbanas y reales. Torres intentaba sacar todo el material posible, pero, en fin, la cosa no daba para más destrucción, y en el rostro presidencia luchaban el alivio con la contrariedad. En esta ocasión tampoco se nos ha llevado un huracán al infierno. Habrá que resignarse y buscar una película en Netflix.