Encarna, la vecina, apareció por casa con la excusa de traerme un libro. En las últimas semanas la había descubierto en las tiendas del barrio, especialmente, la de los chinos, que frecuenta casi con pasión. Los chinos son auténticamente chinos y su tienda ofrece de todo: desde un variadísimo muestrario de chucherías hasta cervezas australianas, pasando por paragüas baratos que, cada vez que caen dos gotas, colocan en oferta en la misma puerta del establecimiento. Los paraguas se venden a tres euros y desaparecen a las pocas horas, justo antes de que escampe. Entonces el chino, siempre sonriente, acude al trastero que tiene como improvisado almacén y saca otros veinte paraguas. La capacidad del almacén de los chinos es infinita: un agujero negro que conecta con cualquier punto del mercado del capitalismo mundial. Encarna habla mucho con los chinos. Cree que la entienden mejor si utiliza verbos infinitivos. Los chinos están abiertos desde las nueve de la mañana hasta medianoche. El señor desaparece varias horas al día, pero se queda de guardia la señora, que atiende la tienda mientras alimenta, distrae o reprende dulcemente a un niño de año y medio y una media tonelada de peso. Ambos se asombran mucho de la cantidad de vacaciones y días libres que tienen los canarios:
–Vacaciones. Muchas vacaciones. ¿Otra vez vacaciones? Siempre vacaciones.
El chino es un penetrante aunque discreto observador. Solo una vez se tomó con su familia un día libre y recorrieron la isla en el coche de un amigo chino. No se le escapó nada.
–Dicen que aquí cosas muy mal. Poco trabajo. Pero todo el mundo vacaciones.
— Hombre, hombre, las cosas sí están mal…
–Pero fruta en el suelo. Mucha fruta en el campo. En el suelo, tirada en la tierra. Manzanas. Higos. Muchas por ahí y nadie recoge. Entonces mucho mal no está la gente. ¿Quiere un paraguas?
Encarna me ha acercado – aunque no lo ha comprado en los chinos – el opúsculo de Sthépane Hessel, Indignaos, porque estaba segura que no lo iba a comprar. Le tuve que dar la razón.
–¿Y por qué, si puede saberse?
–Es uno de esos libros que uno tiene la gentileza de dejar que te lo regalen los amigos. Entre otras razones, porque es muy barato.
–¿Lo ve usted? Ya estamos con sus apriorismos. Hay un fondo de desprecio en esa observación.
–Para nada. Si incluso veo el libro con simpatía. Claro que existen razones para indignarse…
–¿Pero? En usted siempre hay un pero…
–¿Por qué?
–Los socialdemócratas y socioliberales sienten debilidad por las preposiciones adversativas…
–Lo único que digo es que indignarse es condición necesaria, pero no condición suficiente para entender lo que pasa y reaccionar. Uno se indigna pero a condición de lograr un camino para dejar de estar indignado… Si no te da un infarto o te conviertes en epiléptico.
–¿Y qué? Eso es obvio. Periodísticamente obvio.
–Pues eso, simplemente. La indignación colectiva, por sí misma, no es revolucionaria. Ni siquiera reformista. Ya ve usted cómo muchos franceses indignados votan por el Frente Nacional… ¿Y ese grupo de finlandeses indignados que ha votado también por la extrema derecha?
–Se trata de proponer una indignación ilustrada…
–Ya…
–Una indignación contra la dictadura de los mercados financieros. Nunca antes la brecha entre pobres y ricos ha sido tan profunda y ahora mismo…
—Malditos sean los mercados y la confiscación de los sistemas democráticos y la propia deslegitimación de los sistemas democráticos y de los poderes públicos. Está bien. Pero mire, Encarna, cabe discutir lo de las diferencias entre pobres y ricos…
–¿Cómo? ¿Qué dice?
— Me refiero a esa brecha cada vez mayor. No es universal, ¿sabe usted? En 1989, un 41% de la población mundial vivía en condiciones de pobreza extrema (ingresos por debajo de 1,25 dólares al día). El año pasado, este porcentaje rondaba el 15% de la población mundial. Si en vez de mirar porcentajes observamos cifras absolutas, los resultados son aún más llamativos: en los últimos cinco años 500 millones de seres humanos han abandonado la pobreza más absoluta. Vamos, usted conoce algunos casos, seguro. En China el porcentaje de habitantes que viven por debajo del umbral de la pobreza ha caído del 85% en 1981 al 15% en 2005. En India del 60 al 40%. En Brasil del 17 al 8%. ¿Conoce el crecimiento de Perú en los últimos años? Su PIB creciendo a un ritmo superior al 7% anual y se está creando una nueva clase media, cada vez más pujante, en las grandes ciudades.
— ¿Y de dónde saca usted esos datos supuestamente maravillosos?
— De la revista Foreign Policy.
–Una publicación fuera de sospechas, por supuesto. Alzad los corazones. Pero, en serio…Está usted peor aun de lo que pensaba…Al parecer suscribe ahora el viejo cuento: el capitalismo nos hará ricos a todos…
— Por su propia naturaleza, querida vecina, el capitalismo no nos hará ricos a todos. Y esos crecimientos están preñados de desajustes, desequilibrios, zonas de marginalidad social, abusos, agresiones medioambientales y paisajísticas, agotamiento de recursos no renovables. Por supuesto que sí. La cuestión, sin embargo, es que en esos países, en esas comunidades cuyos sistemas políticos están agusanados por la corrupción, por cierto, no encontrará usted a mucha gente indignada por la dictadura de los mercados financieros del capitalismo global. Encontrará usted a gente obsesionada por salir de la pobreza, por aumentar sus ingresos, por comprar una buena casa, por mandar a sus hijos a la Universidad, por adquirir un automóvil cada cuatro o cinco años, por disfrutar de quince días de vacaciones, por ascender en la escala jerárquica de la empresa, por adornarse con todos los símbolos del éxito social. ¿Entiende usted? Como le oí el otro día en la cafetería de la plaza, no van de su rollo. Ni del mío. Pero lo cierto es que una propuesta política que se basa en el rechazo, y que se funda más o menos abstractamente en un principio ético universalista, tiene francas dificultades para materializarse en cualquier cosa cuando quienes deben suscribirla no comparten dicho principio en su praxis cotidiana, por no hablar de aquellos instalados en un sistema de valores distintos, que tiene su centro en el triunfo profesional, laboral o empresarial. El capitalismo globalizado, en efecto, es un sistema cada vez más universal. Pero no tiene enfrente algo ni remotamente parecido a una oposición organizada política e intelectualmente y que relacione en ambos planos problemas y adversidades locales y universales. La promesa de la riqueza y bienestar a través del trabajo, que era toda la promesa del capitalismo antes del Estado asistencial, se ha trasladado a otros países y regiones, y ahí goza de una espléndida salud, y lo hará durante bastantes años. La indignación está muy bien. Pero siempre corres el peligro de que se reduzca a un desahogo. Después se pone la gente, incluso la gente que ha leído a ese anciano magnífico, Hessel, a ver la boda de los principitos windsord en Londres. No me diga que usted no la ha visto…
— Yo..No, pero…Bueno, estuve viéndola diez minutos, en la tienda de los chinos…
–¿En la tienda de los chinos?
–La trasmitía en chino un canal chino, por internet…
— ¿Y les gustó a los chinos?
— No quitaban ojo. Les encantó.
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