A finales de los años setenta un grupo de estudiantes universitarios se manifestaban en las puertas de un salón en el que estaba programada una conferencia de la filósofa Agnes Heller. Llevaban una pancarta que agitaban entre pitidos: “Mejor un final horroroso que un horror sin fin”. Cuando la profesora Heller llegó no pudo evitar leer la pancarta y se dirigió a los pibes. Con cierta timidez le contaron que les habían recortado las becas y varios de ellos se habían visto obligados a trabajar para pagarse la manduca o el alquiler de sus modestas habitaciones. Agnes Heller, que había sobrevivido de milagro al exterminio judío de los nazis y que no conoció una ducha y un desayuno calientes hasta bien cumplidos los veinte años, les explicó: “Trabajar y estudiar al mismo tiempo es duro, pero exageran ustedes un poco: no es un horror sin fin”. Y entró sonriente en el aula. Los estudiantes se quedaron un poco decepcionados, sinceramente.
Algunos afirman que la lucha de clases ha resucitado en España. Supuestamente la lucha de clases había sufrido un proceso de hibernación – congelada por el modesto Estado de Bienestar y el crédito bancario — pero ahora se reactiva furibundamente. Tengo mis dudas. La lucha de clases –así le ocurre a cualquier concepto teórico – no es como una merluza que se pueda congelar o descongelar a placer. Una definición conceptual y operativa de clase resulta bastante más complicada que hace medio siglo. Los desempleados, por ejemplo, no son una clase y, como es obvio, no tienen conciencia de tal. La resurrección de la lucha de clases como espantajo simbólico más que como producto de un análisis político y sociológico forma parte de la ofuscación –entre colérica y esperanzada – de una parte sustancial de la izquierda del país. Aquellos que hablan de tomar el Congreso de los Diputados. Muy bien: entras en la Cámara Baja, transitas a oscuras por sus pasillos y llegas al hemiciclo, donde una pequeña multitud de manifestantes rompe a aplaudir entre lágrimas y sonrisas. ¿Y después? ¿Votación entre monarquía y república? ¿Estatalización de la banca y los medios de producción? ¿Abolición de la deuda pública? ¿Pedir unas pizzas? ¿Aplaudir al motorista cuando llegue con la peperoni por haber burlado a 500 policías y a una división acorazada? Sí, se trata de una paparruchada de tuiteros insomnes, pero esta fantasía es, literalmente, el sueño pueril de un golpe de Estado. Cuando oigo a Cayo Lara proclamar que las manifestaciones y concentraciones de protesta deben transformarse – gracias a un mágico voluntarismo pseudorevolucionario – en instancias directas de poder político me quedo estupefacto. Pensar, o simular pensar, que la política de un país puede dirigirse y coordinarse desde las manifestaciones callejeras es solo un síntoma de la confusión, el oportunismo y la imbecilidad que hoy se enseñorean en amplios sectores de la izquierda española.