Las murgas no le hacen gracia a nadie. Ni siquiera a los murgueros. La razón principal de este fenómeno está, por supuesto, en que las murgas no pretenden ser graciosas hace mucho tiempo y, por lo tanto, han olvidado la gracia, la chispa, el relámpago del humor. Si uno no se divierte en el escenario jamás divertirá al público en el patio de butacas. Creo recordar que la última vez que descubrí a un murguero riéndose durante la actuación fue el año en que se jubiló Juan Viñas. Ahora ser murguero es una cosa muy seria. El murguero no se ríe jamás: su misión es demasiado importante. En la actualidad la murga sube disciplinadamente al escenario y comienza a actuar como el consejo de administración de General Motors o el comité ejecutivo de Izquierda Unida-Unidad Popular. Las murgas se han terminado creyendo eso de que son la voz del pueblo, algo así como medio centenar de cantautores a los que, casualmente, les salió la misma letra alrededor de una gran perola de garbanzas y tres garrafones del vino azufrado de la finquita del suegro. El murguero contemporáneo no se ríe contagiosamente de nada, pero lo denuncia meticulosamente todo. El murguero contemporáneo no desmonta lo que ocurre con la herramienta del humor, sino que se apresura en darle de patadas entre chillidos terribles, exasperados, casi agónicos, que algunos se empeñan en llamar coros. El murguero contemporáneo – en esto hay que reconocerles cierta actitud vanguardista – no pretende reírse, sino que busca indignarse. Sí, el murguero es, hoy por hoy, un indignado, es decir, carece de sentido del humor y anhela una justicia instantánea y sumarísima. Yo los he visto desplegarse por la calle de La Noria, hacia las terribles justas del concurso, lo que más les emociona, y les juro que en youtube pueden encontrar ustedes desfiles de escuadrones de las SS más relajados y sonrientes.
A menudo los murgueros ni siquiera resultan muy reconocibles. Ya no son gente del barrio con unas ganas irreprimibles de bacilar y reírse de todo y de todos, sino los celosos depositarios de una moral mesocrática, hipócrita, advenediza y despistada: ceñudos payasos que te observan con ira, con indiferencia, tal vez con desconfianza. Payasos enfadados que gesticulan mucho pero a los que termina siendo extremadamente difícil entender nada. Por supuesto, se me antoja una lástima que en vez de ser murgueros pretenda ser superhéroes dispuestos a acabar con el Mal una noche al año y, además, llevarse el primer premio. Como Batman maquillado al estilo de Jocker. ¿O sería al contrario? No lo sé, pero hace muchos, muchos años, recuerdo que las murgas eran una invitación a la risa y no, como hoy, a un horno crematorio, a un juzgado de primera instancia o a la ONU.