Entre los reproches litúrgicos al Gobierno autónomo y las lágrimas de conmiseración por su propia universidad, el rector Eduardo Doménech ha tenido una idea. En realidad la ha leído, lo cual es casi tan milagroso como lo anterior. La ocurrencia consiste en que, visto que la Universidad de La Laguna – como ocurre con el resto de las universidades españolas – se encuentra prácticamente en bancarrota, y apenas puede abrir sus aulas para que se cuele el olor a café con leche y a sobacos de desempleados que procede del exterior, resulta una magnífica iniciativa implantar la figura del padrino académico. Un padrino académico, en fin, sería un señor de alma munificente que adoptaría a un alumno y le sufragaría las tasas y matrículas de su carrera universitaria, porque ante la buena voluntad de un rico nada pueden las restricciones presupuestarias impuestas a este país manirroto para su salvación material y espiritual.
En países como Estados Unidos o el Reino Unido las universidades actúan como intermediarias entre alumnos y bancos para obtener créditos a largo plazo (Obama terminó de pagar su crédito para poder cursar Derecho después de llegar a la Casa Blanca) y las grandes corporaciones privadas suelen disponer de programas de becas para alumnos aventajados. Se trata de una cultura del patronazgo desconocida en España y que a los banqueros y grandes empresarios carpetovetónicos les sonará a un chino hilarante. En una administración pública exangüe y en un patrocinio privado inverosímil la Universidad — como ocurre con los servicios sociales o la industria cultural –no encuentra ni encontrará recursos para la docencia y la investigación. Los grandes empresarios canarios, vinculados por lo general a la construcción y a la obra civil, han limitado tradicionalmente su contribución al bienestar público a jardineras, parterres, rotondas apocalípticas y bancos en los que suele ser imposible que un ser humano normalmente constituido tome asiento. Imaginarlos ahora abonando matrículas de Filología Francesa o Química Inorgánica es un ejercicio fantasioso destinado a una inmediata y bastante estúpida melancolía y una suerte de rendición incondicional y pordiosera de la exigencia de unos derechos individuales a la educación superior impropios de una democracia digna de ese nombre. La élite empresarial isleña ya apadrina demasiado. Lo más sorprendente – por decir algo – es el inmenso silencio que está interpretando, en esta hora encanallada y ruinosa, toda la comunidad universitaria. Ni una manifa, ni un manifiesto, ni una queja, ni un diagnóstico por parte de alumnos y profesores mientras la Universidad se cae a pedazos y al rector no se le ocurre otra cosa que tocar con dedos temblorosos el corazón hipotecado de los que más y peor tienen.
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