El Día de la Pardela

De verdad que lo he intentado. Pero al escuchar al presidente del Gobierno autonómico afirmar que de los diez objetivos que se había trazado en el Ejecutivo en el anterior debate sobre el estado de Canarias “todos se habían cumplido o se estaba trabajando en ello” sentí el primer estremecimiento. El último rescoldo del dadaísmo no ha podido elegir otro lugar que la Presidencia del Gobierno. Los objetivos o se cumplen o no se cumplen. Si se han cumplido los has cumplido y si no no los has cumplido. Ya ven cómo el cantinflismo conceptual de Paulino Rivero termina infectando incluso la crítica s su discurso. Es devorador. En los últimos años el presidente se ha transformado en un agujero negro semántico que se lo traga todo. Sin embargo, cuando escuché que el plan de “inmersión lingüística” de la Consejería de Educación sigue avanzando triunfalmente ya no lo resistí más. Ya es más que suficiente.
¿En qué creerá este hombre que consiste pedagógicamente el concepto de inmersión lingüística?  ¿Supone acaso que se trata de dar dos horas más de clases de inglés en primaria o secundaria? La inmersión lingüística exige que la mayor parte de las clases que se dictan en el aula –como mínimo el 50% — se impartan en el otro idioma. Cuando se trata de sostener la vitalidad de una lengua –como en Cataluña – en el idioma vernáculo. Cuando el objetivo es que los alumnos aprendan inglés, que las matemáticas, la historia o la química se enseñen en inglés. Y eso es totalmente imposible en el estado actual de la enseñanza primaria y secundaria en el Archipiélago porque la gran mayoría de los profesores no saben hablar ni escribir fluidamente en inglés. Ya está bien en imbecilidades autocomplacientes. Los poderes públicos han conseguido ese portentoso milagro durante el último cuarto de siglo: en unas islas que tienen en el turismo uno de sus principales motores económicos (y actualmente el único que funciona aceptablemente) la mayoría de la población solo conoce (y de aquella manera) su propio idioma. Y así sigue ocurriendo estúpida, suicidamente entre los jóvenes y adolescentes canarios que deberían incorporarse al mercado de trabajo en los próximos años. Pero si entre los consejeros del Gobierno regional solo hay uno – el responsable de Economía y Hacienda – que chapurrea el inglés de manera más o menos inteligible…
No, no escuché una palabra más del discurso del presidente del Gobierno, la enésima admonición sobre que hoy estamos mejor que ayer pero peor que mañana. Bajo esta presidencia el Día de la Marmota ha devenido El Día de la Pardela. La pardela siempre ahí, discurseando incansablemente lo mismo, barajando promesas para la enésima partida de envido televisado, zurciendo titulares como calcetines rotos, rodeada de fantasías, de fanfarrias, de fantasmas, de un frangollo de naderías regurgitado durante años.

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Unámonos todos en la dieta final

Hace apenas tres meses los secretarios generales de los dos sindicatos mayores de Canarias,  Juan Jesús Arteaga (Comisiones Obreras) y Gustavo Santana (UGT) declararon solemnemente que entendían como roto el diálogo social en el Archipiélago. Ambos se mostraban defraudados con el Gobierno autónomo, que pretendía limitar a dos reuniones el debate sobre la malhadada reforma del REF,  aprovechando taimadamente que no existían mesas ni calendario ni programa para los acuerdos de Concertación Social. Ciertamente desde hace cerca de tres años el Ejecutivo regional no había convocado a los interlocutores y comisiones que articulan la Concertación Social, pero los sindicatos mayoritarios se habían limitado, al respecto, a periódicas protestas rituales. No tomaron jamás ni una medida concreta, ni realizaron un análisis político de la pachorra de la Consejería de Empleo, ni se mostraron, en fin, particularmente interesados o airados. Así que, encerrados en su ya avanzado proceso de zombificación, la UGT y Comisiones Obreras se limitaron a lo suyo, a la defensa burocrática de los insiders del mercado laboral y a la convocatoria de huelgas generales cada vez más débiles y menos exitosas. Ayer todo cambio de repente.
Los zombies se empezaron a mover espasmódicamente. Dirigentes sindicales y representantes empresariales corrieron presurosos a reunirse con el presidente del Gobierno, Paulino Rivero, y con la consejera de Empleo, Industria y Comercio, Francisca Luengo, para sentar las bases de la VI Concertación Social, que se desarollará en diez mesas y se impone como fecha límite para llegar a un acuerdo el penúltimo día de diciembre del presente año. La continuidad de dichos acuerdos, cuando apenas seis meses más tarde se celebrarán elecciones autonómicas de las que saldrá un nuevo Gobierno con su propio programa, es tan probable como conseguir en el mismo plazo el pleno empleo en las islas. La causa de esta misteriosa resurrección de voluntades, lealtades y querencias es muy sencilla. El pasado viernes CC y PSOE registraron en la Cámara el proyecto de la Ley de Participación Institucional de las organizaciones sindicales y empresariales más representativas de Canarias.  La proposición, en su título III,  establece y regula las compensaciones económicas que sindicatos y patronales recibirán por su participación en los órganos colegiados y organismos autónomos de la Administración autonómica. Pastuqui. Agrupémonos todos en la dieta final, Arteaga y Santana, Santana y Artega y los liberados que saben que triste es cobrar, pero más triste todavía es trabajar por sus representados sin un piquito que complemente el sueldo.

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¿Y ahora (y después) qué?

Las Marchas por la Dignidad, que se celebraron el pasado fin de semana y en buena parte terminaron confluyendo en Madrid, representan un éxito cuestionable. No está nada mal –en realidad supone un éxito organizativo muy notable – desplazar hasta la capital a decenas de miles de personas y conseguir reunir en el centro de Madrid a más de cien mil ciudadanos en protesta contra la política económica y social del Gobierno y el desmontaje – a toda velocidad—del modesto Estado de Bienestar español. La policía ha endurecido su brutalidad profesional siguiendo las órdenes del santo varón que rige el Ministerio del Interior y entre los manifestantes han menudeado más que en las anteriores ocasiones los provocadores, los infiltrados y los compañeros de viaje amantes de la épica dialéctica de los puños y las cadenas y la luminosa iconografía de los contenedores ardiendo. Pero la auténtica pregunta, la pregunta de los últimos tres años, desde aquel 15-M, sigue siendo la misma: ¿Y después de las manifas, qué?
Pueden convocarse mensualmente manifestaciones de cien mil ciudadanos en el centro de Madrid: ni Rajoy ni sus ministros, ni las elites políticas, financieras y empresariales de este país pestañearán siquiera. Cabe pensar en unas manifestaciones cada vez más nutridas y energuménicas que terminen causando un grave desorden público y desbordando (es la expresión que suelen usar los terribles estrategas revolucionarios) los cauces legalmente establecidos mientras comienza una huelga general indefinida y…Bien, no vale la pena continuar. No existe un solo dato empírico que avale este primoroso despliegue. Ni uno. Las manifestaciones (las marchas, las mareas, los campamentos) tienen efectos entre los participantes pero no resultados concretos que se proyecten en el exterior del ámbito de las protestas y las legitimen como instrumentos válidos que incentiven la participación de la escéptica, sadomasoquista o complaciente mayoría. ¿Cómo organizar la protesta y vincular en un solo impulso y programa a sectores sociales y profesionales muy diversos? ¿Cuál es el siguiente paso organizativo desde un punto de vista estratégico? ¿Cuál es y cuáles debieran ser las relaciones con los viejos partidos de izquierda y centroizquierda y las nuevas opciones? ¿Es posible imaginar la figura de un militante sin partido? Además del voto, ¿cómo se puede influir realmente en la agenda política de los gobernantes y de la oposición parlamentaria?
Muchas manifestaciones. Bastantes preguntas. Pero ninguna respuesta.

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Adolfo Suárez y la Santa Transición

La agonía final y muerte de Alfonso Suárez llega, precisamente, cuando el relato canónico de la Transición se ha cuarteado y comienza a desprender un aroma a naftalina más nauseabundo que nostálgico. La Santa Transición (como la llamó Umbral) ha jugado un importante papel ideológico en la legitimación simbólica de la monarquía parlamentaria española, e incluso, de legitimación de sus deficiencias democráticas. Ahora muchos la maldicen o ridiculizan y en sus entrañas sitúan todas las patologías políticas, institucionales, económicas y sociales que hoy nos agobian. Esta última posición, que defienden actualmente muchas fuerzas y personalidades de izquierda (y algunas liberales) no deja, sin embargo, de estar asentada en una curiosa moviola histórica. No se investigan los actores y dinámicas de la Transición; simplemente se la juzga como si en la segunda mitad de los setenta se hubiera diseñado un sistema político desde la voluntad de producir determinadas situaciones y rentabilidades. En definitiva se suplanta lo que pudo ser por lo que debió haber sido. Así se suele caer en contradicciones y dislates curiosos. Es muy gracioso, por ejemplo, el reverdecer republicano de IU, cuando su núcleo básico (el PCE) pidió el voto favorable a la Constitución de 1978.
El gobierno de Adolfo Suárez (julio de 1976) representa inicialmente la etapa de recuperación de la iniciativa por parte de los sectores reformistas del franquismo, a costa de la separación de los seguidores de Fraga Iribarne y la constitución de Alianza Popular. En un libro de lectura  obligatoria, El mito de la Transición, de Ferrán Gallego, se explica muy bien: “La iniciativa política (del Gobierno de Suárez) se logró haciendo propias las demandas de la oposición que no ponían en peligro el control del proceso de cambio por la derecha, pero que constituían una demanda social que desbordaba los márgenes de los partidos de izquierda”. La Transición constituyó un pacto – con frenazos, trampas, zancadillas, renuncias, oportunidades perdidas y oportunismos indecentes — entre los reformistas de un franquismo inviable y una izquierda (para variar) dividida. Es grotesco afirmar que nada cambió con la Constitución de 1978, entre otras razones obvias para los que conocieron la dictadura franquista, porque dicha Constitución fue aprobada muy mayoritariamente por las fuerzas políticas parlamentarias, a izquierda y derecha, y refrendada por los propios españoles. Simplemente, en las postrimerías del franquismo, la relación de fuerzas entre un régimen moribundo, pero ferozmente armado, y una izquierda débil y fragmentada, resultaba muy desigual. La ruptura era imposible y en la reforma las fuerzas democráticas –mayoritamiente las izquierdas — cedieron quizás en algunos puntos (el sistema electoral, por ejemplo) que hubieran debido defenderse. Que se le va a hacer. La historia – la historia política – no se construye con materiales nobles ni con albañiles angelicales.
Aunque parezca muy chusco, a Adolfo Suárez, en realidad, no le gustaba la política. Le gustaba el poder y sus años previos a la llegada a la Presidencia del Gobierno (admirablemente narrados y documentados por una biografía cruel y exacta escrita por Gregorio Morán y publicada en 1980) representan la larga escalada de un joven de provincias en el que encanto personal y ambición efervescente eran las dos caras de una misma moneda. Cuando Suárez, apoyado por el Rey y tutelado por Torcuato Fernández Miranda, termina el complicadísimo y arriesgado proceso de democratización del Estado español – en definitiva, cuando se aprueba la Constitución de 1978 – se queda literalmente sin proyecto político. Suárez tenía un poderoso carisma, pero, formado en una organización piramidal y paraestatal como era el Movimiento franquista, no sabía dirigir un partido democrático. Suárez era el presidente de la Unión de Centro Democrático, pero la UCD no era un partido, sino una colección de facciones, camarillas y fulanismos cuya única argamasa consistía en la conservación del poder y en el reparto de cargos y prebendas. Cuando, después de su salida del Ejecutivo, Suárez monta el CDS, cae en los mismos errores pero, sobre todo, repara, después del éxito inicial, en que nunca volverá al poder, que era su placenta, su imán irresistible, su pulsión vital. A lo que hubiera podido aspirar un pequeño partido como el CDS era en apoyar a gobiernos del PP o del PSOE, en influir en la orientación política o incluso en el programa de gobierno de conservadores o socialdemócratas, pero jamás en convertirlo, de nuevo, en presidente del Gobierno.
Adolfo Suárez no fue un condotiero del franquismo ni la simpática marioneta de un catedrático de Derecho. Producto inequívoco de un régimen dictatorial y su burocracia, es un caso axiomático de comenzar a perder cuando, finalmente, se alcanzan los máximos objetivos personales. Al cabo de dos años y medio frente al Gobierno, ya estaba solo, y suyas no eran las conexiones privilegiadas con las élites financieras y empresariales del país. Cuando el 23 de febrero de 1981 se enfrenta a los golpistas, a pecho descubierto, en el Congreso de los Diputados, alcanza en un mismo instante la máxima condensación de soledad y la más dramática representación de la voluntad popular al borde mismo de una nueva guerra civil. Por eso, aunque no solo por eso, Suárez, un político que jamás se soñó en semejante brete, un político que mintió, manipuló, conspiró y puteó como todos, un político que alcanzó la grandeza a contrapelo de sus traiciones, sus incoherencias y su voluntad de poder, merece la admiración – y el agradecimiento—de todo un país.

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El conferenciante Teodoro Obiang

Hace tres o cuatro años conocí a Juan Tomás Ávila Laurel, seguramente el escritor ecuatoguineano más conocido en África y Europa, autor de una narrativa sarcástica, atropellada, desigual, hilarante, arrolladora. Lean ustedes Nadie tiene buena fama en este país o Cuentos crudos y lo comprobarán. Por entonces el dictador de Guinea – al que Ávila Laurel llamaba sistemáticamente el idiota – había proclamado el portugués como tercera lengua oficial del país, junto al español y al francés. “Pero, ¿se habla portugués en Guinea?”, le pregunté al escritor. “Claro que no. Pero eso carece de importancia. Casi nadie habla tampoco el francés, y ya ve usted, Guinea forma parte de la francofonía, y así el idiota  puede ponerse otro pin en la corbata”. “¿Y entonces?”  “Pfff. Como si Obiang declara la anexión de Guinea a China o a Texas. Otra idiotez de esa bestia”. Después de encogerse de hombros Ávila Laurel explicó con cierto cansancio: “Es su manera de hacer relaciones exteriores. Detrás está la búsqueda de alianzas políticas, está el petróleo, están comisionistas, está el dinero. Los ecuatoguineanos, no. Los ecuatoguineanos están debajo, pisoteados a diario, gracias a la colaboración entusiasta de gobiernos como el español o el estadounidense”.
El Instituto Cervantes y la Universidad Española de Educación a Distancia han invitado a Teodoro Obiang a impartir dos conferencias en Bruselas, en el marco de la IV Cumbre entre la UE y África. Concretamente la participación de la UNED, que está a punto de cerrar sus puertas en Guinea Ecuatorial, es digna de un relato de Ávila Laurel. No solamente se recibe y agasaja a un dictador sanguinario y crapuloso que está al frente de unos de los regímenes más corruptos y miserables del continente. Es que se trata como a una autoridad intelectual a una sanguijuela cleptómana que ha destruido el sistema educativo público de su país, encarcela, tortura y mata a los disidentes, entre ellos escritores y periodistas, y se enorgullece de que sus ministros y generales – entre ellos muchos de sus familiares – envíen a sus hijos al extranjero para cursar estudios secundarios y universitarios. Unos días antes Donato Ndongo,  el admirable autor de Las tinieblas de tu memoria negra,  nos había contado que sobre Guinea Ecuatorial solo se podía escribir desde el exilio y que el idioma español agonizaba sin remedio. Ávila Laurel sigue escribiendo en Malabo. Pueden ustedes consultar su blog. Escribe contra el idiota y su familia y contra una oposición casi tan idiota como él. Se lo tuve que preguntar:
–¿Cómo estás vivo?
Se encogió de nuevo de hombros y me respondió con otra pregunta:
— ¿Cómo me podría callar?

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