Reinvención

Es curioso que los más sabios del lugar se entretengan con lo menos importante de la encuesta encargada por Coalición Canaria –los hipotéticos resultados de unas elecciones autonómicas que se celebraran ahora mismo – y no en lo que es propiamente la lectura política de las preferencias y juicios recogidos y ordenados, al menos, tal y como han sido publicados en los medios de comunicación. En efecto, en la encuesta CC ganaría ampliamente las elecciones autonómicas, pero no a causa de aumentar sus votos sino, principalmente, por el terrorífico hundimiento del Partido Popular en Gran Canaria y Tenerife y el estancamiento agónico del PSC-PSOE. Este sondeo simplemente refleja la intención de voto en una coyuntura determinada. Bastaría con que el PP recuperase poco más de la mitad de los sufragios perdidos desde los comicios autonómicos de 2011 para que el resultado fuera sustancialmente distinto; los partidos de la izquierda minoritaria también deberían tener cuidado al festejar  — un fisco patéticamente — lo que solo es la fotografía demoscópica de un instante.
No, lo realmente interesante de la encuesta es la crisis de valoración que atraviesa CC como marca electoral y, sobre todo, como proyecto político entre la ciudadanía canaria en general y sus propios votantes tradicionales en particular. La respuesta más obvia e inmediata es que los coalicioneros están purgando sus veinte años al frente del Gobierno autonómico desde aquella moción de censura que desplazó a Jerónimo Saavedra y convirtió a Manuel Hermoso en presidente. Pero es una explicación insuficiente. En ningún caso CC se derrumba: conserva un buen depósito de votos. Tampoco resulta del todo satisfactorio el argumento de la gestión de la crisis considerado aisladamente. Quizás lo que ocurre es que los ciudadanos – y en especial sus votantes en pasadas elecciones – ya no saben qué diablos es CC. Durante lustros, y gracias a su grupo o semigrupo parlamentario en el Congreso de los Diputados, los coalicioneros pudieron ofrecer una labor de intermediación entre el Gobierno central y los intereses isleños y obtener mejoras de financiación presupuestaria, pero eso acabó hace tiempo. Lo que rechazan los antaño votantes y simpatizantes de CC es un caricaturesco nacionalismo basado en una mezcla flatulenta entre el enfrentamiento vocinglero con Madrid y las melífluas voces de alerta a los pies de la Corona que Paulino Rivero ha impuesto por encima de cualquier debate político en el seno de la organización. Necesitan urgentemente debate interno, reinvención programática, renovación de liderazgos y admitir que su base socioelectoral no ha compartido nunca otra cosa que un regionalismo bien temperado.   Y lo necesitan ya no para no ganar las elecciones, sino para no perderse a sí mismos, es decir, para ser un proyecto político vivo y coherente, dentro o fuera del poder.

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Mandeleando

Todavía durará varios días el festival de apropiación simbólica de Nelson Mandela, fallecido la semana pasada, aunque extraviado en los dédalos de la senilidad hace ya años. Súbitamente todos somos mandelistas porque nadie quiere renunciar al prestigio de lo que es una marca política exitosa y debidamente biodegradada por la sentimentalidad política, el cine, la música. Mandela ya no era siquiera un legado político, sino un icono multiusos, la bondad del poder con rostro humano. Así que las fuerzas derechistas – incluyendo al Gobierno español y el partido que lo sostiene – segrega conmemorativas babas sobre la figura de Mandela e insiste machaconamente sobre su cualidad extraordinaria de luchador por la libertad aunque se dedique con denuedo a desarbolar jurídicamente la disidencia política, la contestación ciudadana y la manifestación de sus desacuerdos, por no mencionar su repugnante política contra la inmigración: ya el año pasado, aunque casi nadie lo recuerda, le sustrajo a los inmigrantes cualquier derecho a la asistencia sanitaria en este país. La sombra del sonriente icono es prodigiosa y en ella pueden aposentarse, mientras dura este espectáculo mundial, los mismos que instalan o mantienen en Ceuta y Melilla cuchillas que coronan las fronteras y que cortan la carne como un cuchillo al rojo vivo deshace la mantequilla.
La izquierda, por supuesto, hace gala de su cada vez más miserable confusión, porque consumen el mismo Mandela historiado por el sentimentalismo propagandístico, el cine y la música, y de esta manera olvidan que Mandela empezó siendo un revolucionario partidario de la lucha armada (los socialdemócratas) o prefieren obviar que terminó siendo un reformista guiado por un pragmatismo feroz (la Berdadera Hizquierda) que cerró los ojos incluso ante la corrupción galopante en su propio partido (durante y después de su mandato presidencial). Los mismos que proponen acabar con el régimenrodear el Congreso  o forzar un proceso constituyente declaran que, de verdad de la buena, Nelson Mandela era de los suyos, pero Mandela negoció con los señores del apartheid – a veces hurtando información a sus propios compañeros – y sentó a Frederik de Klerk – un cabronazo difícilmente mensurable – como vicepresidente en su primer Gobierno. Es difícil entender a un hombre y su obra si la sustituyes por una ortopedia ideológica. Mandela realizó un prodigio: construir una democracia política desde un régimen legal e institucionalmente racista evitando una guerra civil que parecía tan inevitable como el sol. Por eso merece un respeto incuestionable que sobrevivirá a las generaciones, a la mercadotecnia y a los cretinos intelectuales y morales que parasitan su memoria.

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La legalización de una estafa

El Ministerio de Sanidad ha informado (digamos) sobre una inminente normativa que “regulará los medicamentos homeopáticos para garantizar su calidad y eficacia”. Es realmente complejo enhebrar una frase tan corta y al tiempo sembrada de necedades como esta. Existe, obviamente, la homeopatía, pero no cosas tales como medicamentos homeopáticos. La homeopatía es una seudociencia y sus engañosos productos no pueden considerarse racional ni empíricamente como medicinas. Sin duda por eso, al Ministerio de Sanidad le bastará, según la normativa a punto de aprobarse, que el fabricante del producto homeopático justifique el uso tradicional del mismo. No puede hacer otra cosa, por supuesto, porque es imposible aportar pruebas clínicas de la eficacia o eficiencia de los tratamientos homeopáticos. Lo que significa, llanamente, que el Gobierno dará cobertura legal a una estafa científica que resulta, sin embargo, un negocio fabuloso que mueve miles de millones de euros anualmente en todo el mundo y que, por esa misma razón, cuenta con complicidades crecientes entre médicos fulleros, farmacéuticos ansiosos y empresarios carentes de escrúpulos, sin olvidar, desgraciadamente, a ciertos profesores, colegios profesionales y departamentos universitarios. La legitimación legal de la homeopatía – como su sinuosa penetración en ámbitos universitarios — es una derrota del pensamiento crítico y de la medicina en este país y llega de la mano de un Gobierno cuya titular de Sanidad ya hizo, el pasado verano, un elogio a los “medicamentos alternativos” para abaratar los costes de la atención farmaceútica.  A la modernización del nacionalcatolicismo le viene bien el toque chic que significa promover la magufería en el sistema de salud pública.
Cualquier persona con un bachillerato medianamente cursado descubre de inmediato en la supuesta terapia homeopática una estafa evidente. Puede parecer, al fin y al cabo, una práctica inofensiva, unos inocentes botecitos de agua ligeramente azucarada o unas grageas con sabor a fresa. Y generalmente lo son: solo proporcionan un efecto placebo que les reconforta y nada más. Pero intenta curarte una gastroenteritis, una neumonía o una meningitis con basura homeopática y te encontrarás criando malvas, que diluidas al 1.000% son magníficas para el tratamiento de catarros y bronquitis y contribuyen a vencer la timidez y la soledad no deseada.

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Es la lluvia, estúpido

Cuando hace ya muchos años llegué a esta ciudad yo era un niño al que habían engañado diciéndole que lo llevaban a Europa. Lo único europeo que podía detectarse fácilmente era una policía uniformada de gris e inspirada operativamente en el III Reich y la baja graduación alcohólica de la cerveza. Fue muy decepcionante no encontrar nieve coronando preciosos palacetes, pero lo realmente terrible fue comprobar, apenas unos días después del desembarco, como caía una ligera llovizna y la gente inmediatamente colmaba las ventanas y balcones para solazarse en el prodigio. ¿A qué sitio tan patético me habían traído, donde cuatro gotas legañosas constituían un espectáculo? Intuí lo peor. Y casi acerté.

Y sin embargo la relación entre la gente y la lluvia – aquí en Santa Cruz de Tenerife – no ha hecho más que empeorar con el tiempo, sobre todo, con el mal tiempo, hasta el punto que una lluvia tan mansa y benéfica como la de las últimas horas se convierte automáticamente en ocasión para el miedo, la indignación, la denuncia, el amarillismo periodístico, el exhibicionismo político, los melindres nerviosos y la mala baba energuménica. Y estoy hastiado. Creo que todos lo estamos de este apocalipsis aguachento que corean miles de tarados en cuanto se encapota el cielo. Gilipollas, no es el diluvio universal porque tengas que sufrir quince minutos de atasco, es la lluvia. Pedazo de imbécil, no se va a ahogar nadie en las calles ni en los sótanos, es la lluvia. Indescriptible tontolculo, el único responsable de no haber salido con un paraguas a la calle esta mañana eres tú, no la lluvia.  ¿Y las admoniciones de los ceñudos críticos que claman oligofrénicamente por el agua que se pierde por los barrancos? ¿No podían callarse solo durante media mañana mientras la lluvia cae y los campos y montes sacian su sed y el aire se refresca y transparenta cumpliendo con la renovación milagrosa de la vida? Es la lluvia, tarado incorregible, la lluvia, y hay que saberla escuchar, escuchar detenidamente su murmullo musical de promesas y anhelos venideros, y no contemplarla como una impertinencia que me obliga a sortear charcos, qué indignantes son los charcos, cómo es posible que llueva y todo se llene de charcos, o como una ocasión histórica para discursear consignas agotadas y agotadoras. Ayer un niño extendía una mano que se le empapaba en unos segundos y después la observaba maravilladamente. Era la lluvia que le iluminó el rostro y le hizo temblar de emoción y reír con los brazos abiertos.

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Involución democrática

Para las fuerzas derechistas – particularmente en España, donde el Partido Popular acoge bajo su manto a sectores tradicionalistas y ultras que le votan como mal menor – los problemas en las sociedades democráticas se resuelven invariablemente no con más democracia, sino con menos. A veces con mucha menos. En apenas una semana la involución democrática en marcha por el bien de España y los españoles ha marcado dos hitos importantes. El primero, la renovación del Consejo General del Poder Judicial, en el que el PP ha tenido la complaciente colaboración del PSOE, CiU, el PNV e Izquierda Unida: todos se han repartido pacíficamente los magistrados a elegir, pese a que todos llevaban en sus programas electorales compromisos o, al menos, advertencias sobre la imprescindible reforma (una nueva reforma imprescindible) del CGPJ. Se ha institucionalizado así, con el concurso de casi toda la oposición parlamentaria, una sucia y buhonera corruptela que ataca las bases mismas del Estado de Derecho, cuya constitucionalidad, por lo demás, resulta sumamente discutible.
El segundo ataque proviene, obviamente, del anteproyecto de ley de Seguridad Ciudadana aprobado ayer por el Consejo de Ministros, un engendro normativo cuyo objetivo primordial consiste en criminalizar la disidencia ciudadana y actuar coercitivamente contra casi cualquier forma de rechazo, crítica y movilización social. La guinda que corona esta arcada digna del estómago de Arias Navarro son los castigos que establece la ley por mostrar pancartas o lanzar consignas injuriosas contra España y sus símbolos, y tales multas, al responder a sanciones administrativas y no a faltas, serán decididas por el Ministerio del Interior, no por los jueces. No es posible exagerar la agresión que, en este punto del anteproyecto de la Ley de Seguridad Ciudadana, está perpetrando el Gobierno de Rajoy contra las libertades públicas en este país. Si este basurienta tropelía antidemocrática y antiliberal (sí, antiliberal) es aprobada, la seguridad jurídica de todos y cada uno de los ciudadanos españoles se verá brutalmente erosionada. Porque España es una ficción que, como tal, solo puede ser interpretada ideológicamente, y esta ley pretende establecer una equivalencia autoritaria y perversa entre España, el Estado y el Gobierno. Quien rechaza su interpretación y uso de España está agrediendo al Estado y atentando contra el Gobierno. Si tragamos con esto apenas nos podremos llamar ya ciudadanos.

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