No sé lo que es Canarias, pero no ignoro que las controversias identitarias suelen conducir a una melancolía embrutecedora. A propósito de la festividad oficial de la Comunidad autonómica he encontrado dos tesis, por llamarlas de alguna manera: las que señalan que no hay nada que celebrar, salvo la propia indignación, y las que, astutamente, proponen aprovechar la jornada para contraponer al discurso oficial una reivindicación crítica y alternativa. Es bastante aburrido. En ambos casos, curiosamente, no se deja de rendir pleitesía al calendario político-administrativo. No se me alcanza por qué debe uno indignarse hoy más que el próximo jueves, y proponer una alternativa crítica al discurso oficial – si es que tal discurso oficial no es otra cosa que un conjunto de sintagmas osificados y eslóganes publicitarios – es cosa que, supuestamente, debería practicarse a diario.
Dudo mucho que esto que nos ocupa o desocupa sea o deba ser una nación. Un viejo filósofo nos advertía que todas las naciones se ríen las unas de las otras y que a ninguna le faltan razones para hacerlo. No se equivocaba. No necesitamos nación, banderas, himnos, días conmemorativos, mártires, estatuas ecuestres ni sellos de correos. Es urgente que conozcamos mejor nuestra historia, pero no para convencernos de que tenemos razón — la historia, una retratista despiadada, suele descubrir cosas desagradables de los individuos y los colectivos – sino para curarnos de nuestras propias estupideces y mezquindades e intentar no repetir viejos, persistentes, sacralizados errores y fingimientos. La historia debería servirnos, en fin, para cuestionarnos cruelmente, no para conseguir un argumento favorecedor de nuestros prejuicios, anhelos o fantasías. Y con unos límites. Un país que se pasa la vida intentando saber quién es devine un lugar inhabitable, una dicharachera tribu de charlatanes, una colección de pretextos hastiantes, una retórica fantasmagórica que se persigue inacabablemente por los pasillos de sus malolientes obsesiones. No necesitamos una nación ni una sempiterna apelación furiosa o entristecida de la identidad, sino la reivindicación y construcción de una comunidad democrática de ciudadanos libres e iguales que comparten principios de participación política, convivencia y justicia: exactamente lo que hoy se está intentando demoler. Yo estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por mi país, salvo convertirme en un patriota.
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