Siempre se ha desconfiado de la política. Y especialmente de la política de aspiración democrática. La desconfianza hacia la política parlamentaria es tan antigua como el parlamentarismo mismo. Como escribió hace tiempo Hannath Arendt, todos nosotros (con una excepción parcial entre los políticos profesionales) albergamos prejuicios contra la política. “Pero estos prejuicios”, apunta Arendt, “no son juicios y lo que muestran es una situación a la que hemos ido a parar en la que, políticamente, no sabemos cómo movernos”. En cierto sentido la política siempre ha tenido algo de pesadilla, porque se interfieren en ella los proyectos de convivencia en común, invariablemente motivados en aspiraciones éticas y en promesas de redención, con las trapacerías de innumerables intereses personales y colectivos. La política, sí, es una pesadilla de la que se ansia despertar: conseguir que desaparezca la siempre sospechosa gestión de las relaciones entre dominantes y dominados, entre poderosos y débiles, entre élites y contribuyentes, a través de cualquier ocurrencia utópica: un gobierno mundial, el comunismo, un mercado libre de cualquier atadura administrativa, legal o reglamentaria. La política es una suerte de maldición. Una actividad desprestigiada por su mismo origen y sus condiciones de desarrollo. Un lugar connaturalmente sucio, la política. Puede que al hacer política no conviertas tu corazón en un inodoro, pero te ensuciarás las manos a diario. En la todavía recordada obra teatral de Sartre uno de los protagonistas, Hoederer, le reprocha irónicamente al horrorizado muchacho que no quiere emporcarse en el terrorismo revolucionario: “A ti te interesa mucho la pureza, ¿no? Bueno. La pureza es el ideal del faquir y del monje. No hacer nada, permanecer inmóvil, apretar los puños, llevar guantes. Yo tengo las manos sucias, hasta los codos. Las he hundido en el excremento y en la sangre. ¿Y qué? ¿Piensas que se puede gobernar limpiamente? (…) Tú no quieres a los hombres, tú sólo amas los principios”.
La triple crisis que nos arrastra actualmente (económica, social, institucional) ha acabado por adquirir una dimensión política, es decir, se han interconectado todas las zonas podridas del espacio público en un gigantesco aquelarre en el que llamean o son ya cenizas los referentes valorativos. De significar tantas cosas (y tan aceleradamente) todo esta a punto de convertirse en insignificante. Solo los sentimientos colectivos (la indignación, la cólera, la desesperación) gozan de buena salud expresiva. Lo demás se entiende como palabrería hueca que no vale, aporta ni clarifica nada. Los sólidos indicios y pruebas de corrupción de los principales dirigentes del partido en el poder (incluyendo al presidente del Gobierno) en los años noventa, gracias a los apuntes contables de un tesorero al que se descubre una cuenta multimillonaria en un banco suizo y que blanquea parte de la misma gracias a una amnistía fiscal diseñada por el Ministerio de Hacienda, ofrece un espectáculo de hundimiento wagneriano de todo un sistema político.
Lejos de pretender ocultar la extraordinaria gravedad de la situación, cabe sospechar que las noticias son acogidas con tal premiosidad porque queremos, deseamos, anhelamos que todo se vaya al diablo de una vez: una reacción muy propia de los estados de desesperación y miedo. Un mecanismo similar al que explica el éxito de las películas apocalípticas: el placer de contemplar una catástrofe definitiva bajo cuyos cascotes desaparezca hasta la última brizna de porquería. Una deliciosa catarsis para el desahogo del fin de los tiempos. Es una fantasía. Termine como termine la crisis política – y en primer lugar la situación del Gobierno del PP, su presidente y el resto de los dirigentes del partido – no habrá un minuto siguiente limpio de pasado, un punto y final triunfal, un amanecer irreprochablemente dichoso. Para acabar con la corrupción política no bastaría con ahorcar a media docena de banqueros, imponer varias multas millonarias y cambiar la ley electoral. Es necesaria una mínima, modesta reflexión: el sistema político y constitucional será una porquería cargado de defectos, pringues e hipotecas, pero gracias a la prensa, los jueces y las investigaciones policiales sabemos lo de Bárcenas, lo de los sobres en la calle Génova, lo de Ana Mato y su exmarido y lo que saldrá en los próximos días y semanas. La corrupción política (y empresarial) es un terrible y agudo problema del país, y se menciona ya la italianización de España y la tangentópolis, pero quizás deba recordarse que el caso italiano comenzó con la investigación de unas obras públicas en Milán. Gracias a los documentos de los constructores quedó demostrado que deberían pagar una cuota parte a los tres principales partidos con influencia en la ciudad y en el gobierno nacional: la Democracia Cristiana, el Partido Socialista y el PCI. Un 15%, un 10% y un 5%. Todavía no se ha visto nada similar en España.
La lucha contra la corrupción política y la imprescindible depuración de responsabilidades es también una acción política, y lo seguiría siendo, incluso, si la situación no deriva, como demandan las voces más deliciosamente maximalistas, en un proceso constituyente y en la proclamación de la III República (la idolatrada república anterior no fue, precisamente, ni a izquierda ni a derechas, un ejemplo de higiene democrática e incorruptibilidad política, pero es inútil insistir en esto). Los propios militantes y cuadros del Partido Popular deberían ser los primeros interesados en la limpieza de su propia casa, por escasos que sean sus incentivos políticos y electorales para hacerlo: el riesgo de hundimiento y fragmentación de su organización, antes o después de los próximos comicios, no es precisamente bajo, y aumentará si los dirigentes bajo sospecha decretan cerrar filas, negarlo todo, barbotear insensateces en ruedas de prensa cerradas a preguntas.
Reclamar reformas legislativas (una ley de financiación de partidos políticos, una ley de transparencia que no sea el paripé que se arrastra actualmente por el Congreso de los Diputados, una reforma del código penal que endurezca las penas y responsabilice a los gestores de las organizaciones políticas y sindicales, un freno y marcha atrás en la planificada trituración del Consejo del Poder Judicial y de la judicatura en su conjunto) y exigir incansablemente explicaciones y responsabilidades por los casos abiertos de corrupción, incluida en su caso la dimisión del presidente del Gobierno y la convocatoria de elecciones generales es, contra lo que puede creerse, un programa político tremendamente pragmático y realista. Confiar en los acabóses depurativos y las auroras históricas, en cambio, deviene un esfuerzo no solo inútil, sino contraproducente, porque terminará aumentando la desafección no hacia el actual orden o desorden constitucional, sino hacia cualquier sistema político democrático. Hacia la política en general. Hacia la siempre sospechosa grandeza y servidumbre de gobernar ciudades, países o estados.