Yolanda pasaba por ahí

La presentación de ayer de Sumar (calificado por sus organizadores como instrumento, espacio, proceso o plataforma indistintamente) se me antojó un acto ligeramente alucinatorio. Se seleccionaron (¿por quién?) una decena de intervenciones que supuestamente representaban (o encarnaban) distintas situaciones socioprofesionales, pero que en realidad eran gente bregada en movimientos políticos, sindicales o vecinales. Después de escucharlos con cierta resignación y un entusiasmo perfectamente descriptible,  tomó la palabra Yolanda Díaz que, por supuesto, ofreció una pieza embadurnadamente yolandista: una secuencia de ñoñerías abstractas repetidas con una cadencia más inclinada a Laura Pausini que a Rosa Luxemburgo. Lo que ocurre es que sonaba más raro que lo habitual. Díaz actuaba como si toda la movida – intervinientes, público, logotipo, pantallas gigantes de televisión — fuera un fenómeno surgido por generación espontánea y no una operación política auspiciada por ella misma, que tiene su principal referente en ella misma y que si tiene algún recorrido electoral será por ella misma. Es rarísimo simular –como si los ciudadanos fueran idiotas babeantes – que Díaz poco menos que pasaba por ahí para escuchar y tomar nota. De hecho apenas se refirió a los que la habían presidido en el escenario.

Y la cosa, por supuesto, fue empeorando, hasta llegar a la vergüencita de escuchar a la ministra de Trabajo la frase más grotesca del día: “Si vosotros queréis, yo me sumo”. Es decir, que está dispuesta a sumarse – en un gesto de valentía y desprendimiento – a la plataforma que ella misma está montando desde hace meses con un grupo de entusiastas (en su mayoría, cargos públicos, asesores, antiguos compañeros de Comisiones Obreras y exdirigentes descabalgados voluntariamente o no de Izquierda Unida). Me recuerda a un muy colgado compañero de bachillerato que organizó su propio cumpleaños sorpresa y nos invitó a todos con la condición de que no se lo dijéramos a nadie. Aunque su locución fue la propia de un mitin tradicional se diferenció por dos elementos, además del cinismo pinturero ya señalado: un perfume apenas de populismo y una dosis de cursilería. Tal vez sea lo mismo. Díaz aseguró que en la calle – la buena señora al parecer se pasa los días en la calle – solo detecta desafección hacia la política. La política ha desconectado con la gente y todo eso te lo explica una política profesionalizada que es vicepresidenta del Gobierno y dirige el Ministerio de Trabajo.  “Ya está bien de que hablen los de siempre”. ¿Qué hablen los de siempre dónde? ¿En los mítines? ¿En los comités de dirección de los partidos? ¿En la sala de espera del dentista? En fin. Y la advocación final: hay que saber qué país queremos. Tú tienes que decirme lo que debo hacer. Como si un proyecto político fuera un sumatorio de solicitudes y anhelos. Como si esa simplonería de la escucha activa – un lema publicitario, no una metodología política — tuviera algún contacto con las complejidades de una democracia representativa avanzado el siglo XXI.

“Os pido ternura”. La ternura como condición imprescindible para incorporarse a Sumar. Hay que quererse en política como se quiere en la vida cotidiana. Es necesario hacer política tiernamente. Si quieren que les diga la verdad, la cursilería es lo único que encuentro realmente preocupante en el discurso postizo, débil, ergonómico y vacuo de Yolanda Díaz. Los políticos pueden proponer proyectos y ofertas racionalmente emocionantes para sus electores. Pero la acción política debe basarse en la austeridad emocional, no en la exaltación de emociones que incluso pretenden baremarse. Los políticos (en el mejor de los casos) son un mal necesario. Y lo que se les debe exigir – y lo que deben ofrecer como un compromiso – no es ternura, no es cariño, no es una sonrisa de mermelada, sino respeto. Respeto democrático. Respeto, honestidad, transparencia y coherencia. No metan sus zarpas ni sus hociquitos en nuestros amores, afectos y cariños. Es lo que faltaba.   

 

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Consenso y democracia

Unos humoristas que trabajan, al parecer, en la Universidad Nacional de Educación a Distancia, en colaboración con algunos colegas muy chistosos de la Universidad Pablo de Olavide y de la Universidad de Burgos ha concluido en un estudio titulado  Consenso que el Parlamento de Canarias es “líder nacional en consenso, acuerdo y diálogo”. Para llegar a esta muy sorprendente tesis los humoristas se han basado en un curioso método: medir la proporción de votos afirmativos y abstenciones en todas las iniciativas legislativas de los parlamentos autonómicos entre 1980 y 2021 sobre el total de los votos emitidos por término medio por cada ley. Gracias a tan rumbosa ecuación el Parlamento canario puede presumir de una capacidad de diálogo y consenso que lo sitúan entre la Atenas de Pericles y la Cámara de los Comunes en 1940 aproximadamente.  El presidente de la Cámara regional, Gustavo Matos, no ha podido no emocionarse y sobre todo, no ha conseguido evitar referirse a los últimos tres años, que coinciden sin duda casualmente con su mandato, para describirlos como un periodo “en el que priman la negociación y el acuerdo gracias al trabajo y el compromiso de diputados y diputadas”.

Que un Ministerio sufrague paparruchadas como esta no es especialmente escandaloso, que nos lo lleguemos a tomar en serio se me antoja ya más preocupante. El consenso no es el objetivo estratégico legitimador de una democracia representativa, aunque se suela caracterizar  a las democracias parlamentarias como regímenes consensuales. La democracia parlamentaria necesita el acuerdo para trenzar mayorías y aprobar leyes, y fabrica por sí sola un fuerte consenso simbólico alrededor de un conjunto de valores políticos y cívicos que le conceden sentido y pertinencia. Pero el consenso no es –ni puede ni debe — ser universal. La salud democrática de un país no es más inequívoca cuanto mayor sea el acuerdo entre los representantes del pueblo. El disenso es igualmente un valor democrático irrenunciable, y sin disenso tampoco puede hablarse de democracia. Es precisamente en la tensión entre consenso y el disenso en la que se constituye y renueva la democracia representativa diariamente. Ambos son imprescindibles, en una suerte de diálogo ondulante, desigual, a menudo insatisfactorio, para fortalecer las libertades, reconocer y potenciar el pluralismo, impulsar los procesos de democratización. Orillar el disenso te impide evaluar analíticamente la calidad democrática de un sistema político. Es simplemente trampear la realidad. En el estudio de marras capitaneado por la UNED solo registran un parlamento autónomo con mayor consenso que Canarias según los humoristas: el de Cataluña. Precisamente el de Cataluña.

Respecto a la actual legislatura autonómica no es el consenso, precisamente, lo que ha primado en los últimos tres años. Canarias ha vivido una crisis social y económica singularmente dura a causa de la pandemia del covid, que congeló el turismo y los subsectores anexos, su motor económico más potente. Luego llegó la catástrofe volcánica en La Palma. Los partidos firmaron, en efecto, un intento de consenso, el Plan Reactiva Canarias, pero ese acuerdo no se ha trasladado de facto a la dinámica parlamentaria. Lo mismo ocurre – en medio de una situación estructuralmente muy frágil todavía – con el mismo seguimiento de la pandemia, con la política agraria y ganadera, con la estrategia fiscal o los grandes proyectos de inversión que nunca llegan. En una situación excepcional los grandes acuerdos no llegan ni se les espera ya cuando falta menos de un año para las próximas elecciones. Ni el Gobierno, ni los partidos, ni el Parlamento ha estado a la altura. Pero es al primer agende a quien le corresponde la máxima responsabilidad. Viven encapsulados en una propaganda incesante y el único consenso que practican es consigo mismos.

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Cantando millones

No es necesario ponerle fecha: hoy, hace tres meses, dentro de tres semanas, el presidente Ángel Víctor Torres ha contado, cuenta o contará que en Canarias va a caer otra lluvia de decenas, cientos, miles de millones de euros relucientes. El jefe del Gobierno es como un niño de San Ildefonso con alopecia encaramado a la peana y que canturrea melancólicamente:

–Rehabilitación turística canaria….cuarenta milloooneees de eurooos….Compra de todos los marquesotes que produzca La Palma por el Centro Nacional de Inteligencia….treinta millones de euuurooos….Collarines ergonómicos a todos los que estén esperando que se les reconozca la dependencia y empiecen a cobrarlaaa…ochenta milloneeees de euroooos…Proyectos Next Generation en Canarias….300 millones…de eurooooos…300 millones de euros… 300 millones de e-u-rooos…

Felipe González ha sugerido a los gobernantes como condición imprescindible de un liderazgo eficaz “hacerse cargo del estado de ánimo de los ciudadanos”. Si el gobernante no lo hace así  “está destinado a un fracaso inmediato”. A los presidentes les cuesta entender este principio, pero en el caso de Torres la resistencia es realmente intensa. El presidente canario, que está ya en campaña electoral y se multiplica en actos, reuniones, conferencias, inauguraciones y presentaciones – debe trabajar en el coche oficial, como el abogado del Lincoln – está obsesionado en proclamar que el país está mejor que nunca y que deberíamos aprender a contar  por millones, no por unidades. Yo sospecho que no le parecería mal que los isleños ya no cumpliésemos años, sino millones. Por ejemplo, la consejera de Economía, Elena Máñez, cumplirá 53 millones a finales de año y los que felizmente le quedarán en el futuro. Con la misma fuerza que Barbuzano en un cango Torres se agarra a la cifras de creación de empleo como un indicador perfecto para expresar el éxito pasmoso de su gestión. Basta con exagerar un poquito o callar parcialmente. Sostener que “las listas de desempleo en el archipiélago engloban (sic) 194.742 personas, según datos del Ministerio de Trabajo (…)  Se trata de un dato histórico, que no se registraba desde finales de 2008, cuando se inició la crisis financiera (…)” es una auténtica delicia. La crisis financiera no comenzó a finales de 2008, pero eso es lo de menos. El dato de referencia, por supuesto, no es el total de personas empleadas, sino su porcentaje sobre la población activa. A finales de marzo, según el Instituto Nacional de Estadística, el desempleo en la provincia de Santa Cruz de Tenerife era del 20,06% sobre la población activa y en la provincia de Las Palmas un 20,51%. Todavía supera en casi en un punto al porcentaje de parados sobre la población activa del tercer y cuarto trimestre de 2019, aunque junio haya sido, de nuevo, un mes positivo. La recuperación del turismo y del comercio – en lo que el Gobierno autonómico ha tenido muy poco que ver – ha aumentado las contrataciones. Considerar un fenómeno tan obvio como espontáneo en un éxito gubernamental es un poquito indecente. Que en la primera mitad del año la Hacienda canaria haya recaudado todo lo que previsto para 2022 ya es bastante obsceno.

Una inflación de dos dígitos desangra a las clases medias y trabajadoras en Canarias, donde los salarios siguen siendo inferiores, por supuesto, a la media estatal. ¿Cómo crear empleos de calidad si nos dedicamos al turismo de litrona, pedo y aguarrás? Los indicios de una recesión (española y europea) son cada vez son más evidentes. Los servicios sociales y asistenciales renquean por la burocracia y el reglamentarismo frente a una pauperización que denuncian organizaciones tan reaccionarias como Cáritas y el Diputado del Común. Pero nuestro niño cantarín disiente y sigue gangoseando millones. A ver si en las próximas elecciones se enfada y elige un buen pueblo y no a este montón de cenizos angustiados por un futuro que ya les devora cualquier esperanza.

 

 

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La penúltima oportunidad del canarismo

Desde hace bastantes años las referencias a un acercamiento político-electoral entre Coalición Canaria y Nueva Canarias terminaban apartadas por un gesto de fastidio, escepticismo o ironía. Era inconcebible. Los intereses personales de los líderes lo impedían, se decía. Las diferencias ideológicas lo frustraban, se decía. Quizás tuvieran razón. Pero llegados a este verano de nuestros desconciertos la confluencia electoral de las fuerzas canarias (nacionalistas, autonomistas, regionalistas incluso) ya no es una vía difícil y frustrante, sino el único horizonte de supervivencia política medio plazo. Una fuerza nacionalista (o mejor y más inclusivamente, canarista, según la afortunada expresión de Josemi Martín) solo tiene sentido histórico si aspira constructivamente a la mayoría social, si busca articular un hegemonía cívica y cultural.

Pero CC y NC se han negado a admitir esa obviedad y han buscado la rentabilidad electoral desde una centralidad que ya no existe (los coalicioneros) o una colaboración – asegundada – como socio minoritario del PSOE. Las dos estratagemas están muy desgastadas y amenazan con ser inoperantes en las próximas elecciones autonómicas y locales. Las opciones canaristas se han debilitado y el perfil de sus ofertas o ha envejecido o son inconvincentes o ambas cosas. Ese agotamiento inercial de unos y otros, solo intenso en su cegato oportunismo electoral, beneficia ahora las fuerzas estatales en un regreso hacia el bipartidismo imperfecto en el ámbito español. Si alguien se verá beneficiado en las urnas de la alianza en el Gobierno autónomo entre el PSOE, NC y Podemos serán los socialistas, siguiendo una tendencia tradicional: es el socio mayoritario el que sale mejor parado y absorbe parte de los apoyos de sus aliados. Desde la otra orilla del canarismo, Coalición Canaria puede encontrarse –si continua la marea creciente a favor de los conservadores de Núñez Feijóo – con un PP que recauda muchas papeletas –llevándose parte de sus sufragios – e impone condiciones para un pacto que pueden pasar por ceder la Presidencia del Gobierno o contentarse con tres consejerías mondas y lirondas. Los coalicioneros jugarían con el PP un papel semejante al que han asumido los dirigentes de Nueva Canarias con el PSOE. Y previsiblemente con los mismos tristes resultados en muy pocos años

Para CC y para NC la única oferta novedosa y atractiva que puede activar (y ampliar) un electorado cansado, harto y descreído, un electorado casi tan cínico como sus políticos, es una propuesta canarista federalizada, una confluencia electoral desde el respeto a la autonomía de todas los partidos y plataformas participantes que insista en el autogobierno respetando y desarrollando el Estatuto y el REF, en un programa de reformas y en una actitud de inequívoca exigencia frente al Gobierno español. Es la única propuesta que, en efecto, podría sacudir y seducir al cuerpo electoral para que vote a favor de algo – un proyecto de país pensado desde el país — y no en contra de nada – ese voto resignado e inservible para que no siga gobernando Pedro Sánchez o no llegue a gobernar Núñez Feijóo. En un artículo reciente el expresidente Paulino Rivero abogaba por esa confluencia electoral de las fuerzas canaristas para las próximas generales, pero el terreno de brega propio al que le urge esa suma de organizaciones y voluntades son, precisamente, las elecciones autonómicas y municipales del próximo mes de mayo. Si no se llega un acuerdo, si no se entiende siquiera en la urgencia perentoria de llegar a un acuerdo, el futuro de las organizaciones canaristas es muy obscuro y la legitimación del sistema democrático – y del conjunto de la arquitectura institucional de la comunidad autónoma – seguirá hundiéndose en el fango de nuestros problemas estructurales, de la sordera madrileña, de la ausencia de verdaderas alternativas a la hora de votar.        

 

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Papá y mamá

En las pasadas elecciones andaluzas José Luis Rodríguez Zapatero ayudó sin duda con algunos miles de votos al aplastante triunfo del conservador Moreno Bonilla al reclamar el orgullo que siente o debería sentir el PSOE por Manuel Chaves y José Antonio Griñán, cuyas sentencias condenatorias serán ratificadas o corregidas por el Tribunal Supremo en los próximos días. Fue simplemente una indecencia, una ocurrencia grotesca e indecorosa. Se insiste siempre (y con razón) en la incapacidad del Partido Popular para reconocer la asfixiante corrupción de su cúpula directiva durante años: como no ha sabido purgar sus pecados democráticos los fantasmas del latrocinio institucionalizado y de la manipulación artera de las instituciones del Estado vuelven una y otra vez a perseguir a Rajoy, Casado, Núñez Feijóo. Pero al PSOE le ocurre exactamente lo mismo con Andalucía. Los socialistas se han empecinado en negar la maquinaria clientelar – y los innumerables chiringuitos – en la que terminó por convertirse el PSOE-A después de décadas ininterrumpidas en el poder.  En ambos casos la razón que les lleva al avestrucismo es la misma: la corrupción no fue un asunto episódico, sino un régimen, una realidad estructural. En cierto prólogo Borges habla de algunas obras juveniles que se resignó a no corregir, “porque son textos que no se pueden purificar sin destruirlos”. Con la corrupción del PPP y el PSOE pasa lo mismo. Arrancar sus raíces conllevaría riesgos graves de autodestrucción. No ocurrirá nunca.

Ayer Rodríguez Zapatero volvió a sus proclamas pintureras en un encuentro organizado por la Federación Estatal de Lesbianas, Gays, Trans y Bisexuales, muy próxima al Gobierno de Sánchez y generosamente subvencionada por el mismo. Entre otras gansadas el expresidente celebró la Ley Trans que ha elaborado el Ministerio de Igualdad y la proclamó “hija” de la ley de julio de 2005 gracias a la cual España “se convirtió en el tercer país del mundo en legalizar el matrimonio homosexual”. Por supuesto el excelentísimo señor no argumentó esa filiación paternofilial entre ambas normativas; lo único que buscaba era sumarse a una fiesta y colocarse indirectamente una medalla. Y, por supuesto, dejar claro que si no se aplaude calurosamente el proyecto de ley diseñado por el equipo de Irene Montero uno es un carca irreparable y está decididamente en contra de la libertad y dignidad de las personas trans de todo el país.

Me temo que pertenezco –como muchísimas feministas – a este último grupo. Todo el desarrollo técnico de la comisión ministerial que ha pergeñado el anteproyecto ha estado controlado por activistas queer cómodamente instaladas en los predios de la señora Montero. Agentes particularmente activas y cada vez más influyentes que se han posicionado inteligentemente en ministerios, consejerías, institutos y agencias para imponer su agenda y acusar furibundamente de transfobia –cuando no de cosas peores – a los que discrepan de sus posiciones. No es extraño que lo mejor del feminismo sea abiertamente crítico con la teoría queer y sus derivaciones políticas e ideológicas. Como explica Amelia Valcárcel para el concepto feminista de igualdad “el sexo no tiene que ser decisivo para disfrutar de derechos y bienes”, mientras la teoría queer reivindica que el sexo no existe “y plantea el género como una proliferación de identidades paródicas”.  El proyecto legislativo de Montero privilegia una visión ideológica – la queer precisamente – que es el eje de los objetivos y el lenguaje mismo de la norma. El sexo – ya no el genero – es una decisión personal, un deseo, un sentimiento. Ser es sentir y como me siento mujer, hombre o rododendro nadie puede atacar mi identidad. Y así adolescentes de doce, trece o catorce años pueden comenzar a hormonarse sin otra autorización que la suya propia, sin que sea preceptivo un informe psicológico. Este es el triunfo democrático y cívico de Rodríguez Zapatero e Irene Montero, papá y mamá del transgenerismo sin barreras.

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