El derecho a ser esclava

Nadie ignora que Groucho Marx se negó a formar parte de un club que lo admitiera como socio, precisamente porque al admitirlo como socio el club quedaba descalificado (sobre todo para él). Es un razonamiento similar el que llevó decir a Gore Vidal que a todo aquel que fuera capaz de ganar las elecciones presidenciales en Estados Unidos debería impedírsele acceder al cargo. Sin embargo existen otras sensibilidades. Un grupo de mujeres lleva tiempo batallando legalmente para que la Esclavitud del Cristo de La Laguna, una asociación pública de fieles católicos que se remonta al siglo XVII, no sea exclusivamente masculina. Es un colectivo de perfiles linajudos en el que siempre han querido fungir viejos patricios y nuevos ricos laguneros – y no solo laguneros –. Por lo que yo sé se dedican básicamente a colaborar con la Diócesis en las labores del culto del santuario y a  procesionar con su talla favorita con gesto adusto, ataviados con trajes y guantes negros, con lo que a ratos recuerdan a José Luis López Vázquez y otros a un secundario de Matrix.  En esta sociedad han intentado entrar varias señoras que en su día, y confirmada la negativa de los esclavos mayores a incorporar mujeres, acudieron a los tribunales de justicia. Tras dos sentencias favorables – en un juzgado de primera instancia y en la Audiencia Provincial – el Tribunal Supremo les ha cerrado definitivamente el paso.

Un servidor, desde un modesto agnosticismo y cierta repulsión por toda organización eclesial, no acaba de entender el irresistible encanto de pertenecer a la Esclavitud del Cristo de La Laguna. Cualquier puede pasear por el centro lagunero con trajes y guantes negros, expresión de lumbago cronificado e incluso un cirio al final de un palo largo como una encíclica. Nadie se lo va a impedir. Me imagino que cualquiera –también – puede mantener una relación con la personalidad religiosa que se le confieren a Cristo — y sobre todo, con sus enseñanzas morales — sin disponer de carnet de socio expedido por un club sito en la Ciudad de los Adelantados.  No deja de ser misterioso el anhelo de pertenecer a una asociación que porfía una y otra vez por no quererte entre los suyos. Y para disfrutar de una corbata o un sombrero negro  con ir de compras a Godiño tienes bastante.

Pero por estrafalaria que sea el propósito de las denunciantes, por nimbado que esté su intento por la evidente obsesión de alcanzar un símbolo de estatus social, tienen toda la razón y les asiste todo el derecho a recurrir a los tribunales. Es grotesco que avanzado el siglo XXI se prohíba el acceso a las mujeres a cualquier entidad. En los estatutos de la Esclavitud del Cristo figura como sus fines fundamentales “promover entre sus asociados una vida cristiana más perfecta, el ejercicio de obras de piedad evangélica y el incremento de la devoción y culto a la Sagrada Imagen de nuestro Señor Crucificado”. No hay una línea que puede justificar –incluso dentro de la ideología religiosa expuesta en los estatutos – la exclusión de las mujeres. De hecho, excluir al 51% de la población, ¿no supone evidentemente atentar contra el objetivo de “incrementar la devoción y culto” a la centenaria imagen? Lo más desagradable es que la Esclavitud del Cristo de La Laguna recibe una subvención nominativa del ayuntamiento de alrededor de 20.000 euros anuales, con el donoso pretexto de que la asociación contribuye al mantenimiento de un espacio y unos objetos singularmente valiosos desde un punto de vista patrimonial. Si tú recibes pasta de un Estado aconfesional debes cumplir con los valores de igualdad que se proclaman en la Constitución del mismo, que están por encima de cualquier disposición del derecho canónico. De manera que si algunas mujeres insisten en ser esclavas como un derecho en el camino hacia  la plena libertad no debería haber nada que se lo impidiese.

 

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José Carlos Alberto

José Carlos sabía que no me gustaba la radio que hacía. Me refiero a la que practicaba en una emisora local en los últimos tiempos. Pero con José Carlos tenías permiso para decirle eso, que en ningún caso podías comentarle a los que hacían (por decirlo así) mejor radio que él. José Carlos nunca fue un egomaniaco, un avieso pelota ni un resentido  y sin tales instrumentos, tan valiosos, es difícil prosperar en este oficio.  No lo era porque lo distinguía un característica diferencial: había sufrido mucho. Noches en blanco que duraban meses, madrugadas sucias atravesándote el alma con su pus, el vuelo desesperado de una mariposa alrededor de la misma bombilla, el amanecer que te pilla desnudo como un niño sobre cristales rotos. Jamás hablaba de eso, ni siquiera con los más íntimos. Prefería bacilar. Sus vacilones más hilarantes, por cierto, eran aquellos en los que se incluía a sí mismo.

Sus mejores años fueron, quizás, los que trabajó en la cadena Cope, aunque detestara oírlo. No, no le gustaba nada. Pero ahí es donde aprendió, y creo que aprendió bien, el lenguaje de la radio. Porque la radio, por supuesto tiene su propio idioma, es decir, su propio ritmo, su propia respiración, su propia sintaxis de fogonazos, sobreentendidos y silencios. José Carlos disponía de un espléndido oído, unos reflejos rápidos y un espíritu adaptativo para pasar de la entrevista al debate y de debate al comentario o, a veces, tal vez demasiadas veces, para mezclarlo explosivamente todo.  Cuando su tutor reparó en que era mejor locutor comenzó a putearlo y se fue. Tener un buen jefe es una experiencia dura y excepcional, sufrir un mal jefe puede marcarte para los restos. Sospecho que nunca le gustaron demasiado las jerarquías y a partir de ese momento furibundo jamás estuvo demasiado dispuesto a reconocer ninguna. Quería ser independiente  porque creía que así podía hacer lo que le diera la gana y esa confusión atrabiliaria condicionó toda su carrera profesional.

Porque, la verdad sea dicha, jamás se lo pusieron fácil. Él tampoco se allanó el camino. Al final optó por  hacer una radio de sí mismo. Una radio en la que el micrófono era el hombre y sus exageraciones y demasías – sobre todo sus manías y obsesiones políticas – eran su estilo. Pero aquí esa radio no funciona, jamás ha funcionado. La última vez que hablamos me dijo que no le importaba ser políticamente incorrecto. Yo le repliqué que él no era políticamente incorrecto, sino un señor de derechas cada vez más indignado, cada vez más vocinglero. Se irritó porque creía que lo de derechas lo decía como un insulto y se lo aclaré enseguida: “Mira, ser de derechas es la mejor forma de no ser de izquierdas”. Explotó en una pequeña carcajada. “Pues entonces sí, soy de derechas”. Nos despedimos sin saber que  era la última vez y recuerdo perfectamente sus palabras finales: “Lo único que hay en el fondo son buenas y malas personas, y en este trabajo, bueno, el tanteo  no está muy igualado”. En su última etapa, su insistencia en esa radio estentórea, sicalíptica y ceporra, era el mero intento de  hacerse un hueco, pero él estaba humana y profesionalmente muy por encima de ese barro, y lo sabía, y a veces salía del estudio o recorría los pasillos de su casa pisando su propio melancolía.

José Carlos Alberto hizo radio – por no hablar de su labor como articulista – por muchas razones. Porque le gustaba contar historias. Porque la radio le abrió un mundo de rostros y palabras atentas a las suyas. Porque era divertido sorprender a este, seducir a aquel, provocar la ira o la risa del de más allá. Porque sentía que ese y no otro era su verdadero lugar en el mundo. Pero siempre palpitó otra razón que está presente en todas las sonrisas que se repiten en sus fotografías. José Carlos hacía radio – y la hizo siendo feliz y siendo desgraciado — para que lo quisieran más. Y lo consiguió largamente.

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Los últimos adioses

Cinefórum CXXXVIII: La última película - La Soga | Revista Cultural

“Morir es una costumbre/ que sabe tener la gente”, decía Borges en una milonga, y  todas las generaciones vieron partir a referentes políticos, militares o artísticos, y todas las generaciones han creído que su orfandad era única. Lo que ocurre con el cine, como con el resto de las disciplinas que se han llamado artes, es que muere un gran director o un actor predilecto y se desvanecen un poco más su entidad y sus límites. El cine que consumimos en el siglo XX está en tránsito de desaparición; respecto a la pintura, la música o la escultura, Félix de Azúa entiende que se han agotado, y no es precisamente el único en sostenerlo. Son actividades que sobreviven gracias a una autofagia perpetua adaptada a nuevos soportes de reproducción tecnológica.

Cuando muere Peter Bogdanovich el efecto es mayor y ayuda a entender lo que ocurre. Bogdanovich fue básicamente un cinéfilo – y un precoz crítico de cine – que se atrevió, hechizado por el oficio, a ponerse tras la cámara. Su cine por lo general es una loa –a veces divertida, a veces melancólica – al cine que amaba, que es más o menos el nuestro: el clasicismo que se extiende hasta los años sesenta. Había tanto cine bueno entonces que parecía no existir el cine malo. Su primera película se titula –en el colmo de la nostalgia – La última película. Cuando se distrajo y abandonó el cine que se refería al cine –en términos de rememoración sentimental — terminó equivocándose y fracasando estruendosamente. El otro muerto ilustre que acaba de fallecer, Sidney Poitier, tiene una conexión histórica e ideológica con su época de esplendor actoral que hoy resulta inimaginable. Rebelión en las aulas, En el calor de la noche y Adivina quién viene a cenar esta noche se estrenaron en 1967, seis meses antes de la muerte de Martin Luther King y en plena  lucha –en las calles y en las instituciones – por los derechos civiles de los afroamericanos. Su figura –alta, elegante, contenida hasta la impavidez, siempre tranquila aunque atenta– fue criticada como la exaltación por el establishment de una estrella negra respetuosa con el sistema. Si hubo algo así se saldó con un fracaso, porque Poitier –que se comprometió incluso financieramente con organizaciones de derechos civiles durante años – fue esencialmente, para la inmensa mayoría, una inspiración para actuar, sentir y proyectar el propio orgullo de su comunidad y no un pretexto para la inacción.

Se comprenderá que entonces el cine era cine, efectivamente, y podía tanto dedicarse a sí mismo, como un adolescente que explora su propio cuerpo y sus propios recuerdos, como adherirse críticamente a una realidad y construir figuras antagónicas al imaginario de la mayoría. Pero eso ha acabado. Sospecho que en un plazo de treinta o cuenta años no disfrutaremos de demasiados necrologías de los actores que hayan aprendido el oficio en las producciones de Netflix o de HBO. Y no es cuestión de talento personal e intransferible ni de lenguajes cinematográficos: es una trasformación de los formatos culturales con una doble raíz en la tecnología y en la cultura. Un ejemplo central es nuestro mundo sentimental. Para la gente de mi generación la gramática sentimental está destruida y la mayoría se refugia en un fracaso digno que sea lo suficientemente invisible. La obsesión no es ya como conseguir conquistar o prolongar el amor, sino como acampar en el desamor. En El fin del amor una socióloga brillante, Eva Illouz, sostiene que en un lapso de medio siglo la ideología del amor de pareja terminará esfumándose. Acabará así un viaje de un millar de años, desde Petrarca a José Luis Perales. Cuando no exista ya el amor, ese amor sostenido por los poetas del dolce stil nuovo y por los autores de boleros,  las películas y la literatura del pasado no significará nada para los hombres y mujeres del final del siglo XXI. Serán polvo, y ni siquiera polvo enamorado.

 

 

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Si te vale la pena

Si el Parlamento de Canarias  no fuera – como el resto de las asambleas legislativas – una ligera caricatura de sí mismo la presidenta de la comisión de control de Radiotelevisión Canaria exigiría a Francisco Moreno, administrador único de RTVC,  que respondiese con precisión las preguntas de los diputados. Pero es que en el Parlamento de Canarias –como en el resto de las asambleas legislativas del país con pocas excepciones – las comisiones están presididas por diputados de la mayoría gubernamental. Una delicia democrática. En el caso de la llamada Comisión de  Control de la RTVC la presidencia la ostenta actualmente la señora Carmen Rosa Hernández, de Nueva Canarias, y en el último año y medio ha demostrado su profundo desinterés no solo en participar en los debates, sino incluso en que los debates – y sobre todo las respuestas – sean posibles. El resultado práctico es que Francisco Moreno ha respondido más o menos lo que le ha dado la gana, y cuando no ha querido responder algo, pues no lo ha hecho, con o sin pretextos, sin cortarse un pelo.

En la última sesión de la Comisión de Control, a finales del pasado noviembre, el diputado de CC José Alberto Díaz Estébanez le preguntó directamente a Moreno dos cosas: primero, quiénes eran los responsable de la redacción de los pliegos del concurso para proveer los medios e instalaciones de los informativos de la televisión autonómica; segundo, si los pliegos serían reformados ya convocado el concurso y anunciado el mismo en los boletines pertinentes de Canarias y la Unión Europea. El contrato se eleva a casi 58 millones de euros, 58 repito, pero Moreno –pisa, Moreno — no aclaró la identidad de los redactores, aunque eso sí, le contó a Díaz Estébanez  que no se preocupara su señoría, que los pliegos estaban muy bien.

Ahora, seis días antes de que expire el plazo para la presentación de ofertas, el administrador único anuncia — ¿a quién? – que se modificarán los pliegos y el plazo para las ofertas se alarga hasta mediados de febrero (por el momento). Se rumorea que lo que ha llevado a muchas productoras a  inhibirse no es ese absurdo rumor según el cual todo el mundo conoce el nombre del ganador, sino a la advertencia que indica que el gasto de 58 millones en el plazo de siete años “está condicionado a que exista crédito adecuado y suficiente desde 2013 a 2030”.  Los redactores se refieren, obviamente, a crédito asumido y concedido por el Gobierno de Canarias. ¿Y si no existe crédito, quién paga al contratista? Eso es lo que ha molestado a todo el mundo, incluso al objeto de los chismes tan malvados, tan unidireccionales, tan crueles. No, mira, Paquito, hijo, Román, hombre, si hace falta hablamos todos otra vez con Ángel Víctor, pero nuestras perritas no pueden estar condicionadas a la correspondiente reserva de crédito en los presupuestos generales hasta 2030. Esa coletilla genera inseguridad, duda metódica, un mal rollo hediondo  y tal. Parece mentira que no hayan asumido ustedes que para nosotros esto es cosa de vida o muerte. Esa coletilla infecta debe ser suprimida. De verdad, como si la sustituyen por un chiste de Manolo Vieira, pero su redacción actual, amigos y compañeros de la vida, es simplemente inadmisible. ¿Capisci?

Así que el periodo para admitir propuestas ha servido para que sea imperativo mejorar el pliego. Moreno ha pegado algunas palmadas para que no se retrase demasiada la cosa, como quien llamaba antes al sereno. Yo lo observo ahí sentado en las comisiones que no lo rozan, la cabeza hundida entre los hombros puntiagudos, las ojeras cada vez más pronunciadas, las miradas estrábicas entre la burla y el hartazgo, el pelo ceniciento y las manos torponas, y me gustaría preguntarle, como si fuera el hombre ambicioso pero digno del año 2000, si realmente vale la pena, Paco. Si te vale la pena. Si nos vale la pena a todos.

 

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Torres, sin novedad

Ángel Víctor Torres - Wikipedia, la enciclopedia libre

Los que esperaban a que después del XIV Congreso del PSOE el presidente y secretario general Ángel Víctor Torres procediera a cambios en el Gobierno pueden tomar una silla,  sentarse e incluso echar una siesta. El Hombre que Detiene a los Volcanes está decidido a no mover ficha, salvo en muy contadas y puntuales  circunstancias, como la sustitución del director general de Dependencias, un individuo tan inútil en la gestión como penosamente desvergonzado, por una militante socialista técnicamente solvente. Un cambio, por lo demás, diseñado de tal manera que parece un proceso interno de Podemos o un avatar cosmológico sin conexión alguna con Presidencia del Gobierno. Torres es un dirigente político muy conservador y sabe que un cambio conduce a otro y éste tiene su repercusión en otro ámbito y por ese camino puedes construirte un cadalso o, al menos, una colección de fricciones y neuralgias. Necesita a Nueva Canarias como socio multinivel que además apoya con su único diputado al Gobierno de Pedro Sánchez. Necesita a Unidas Podemos para que se siga desgastando en la Consejería de Derechos Sociales pero sin privarles de su cuota de poder: que dos de sus diputados vayan a parar al PSOE pero que Noemí Santana saque tres para aportarlos –si es factible- a una nueva mayoría en 2023. Necesita – obviamente — a Casimiro Curbelo. A todo el mundo le urge un trasero donde sentarse y los de la ASG están dispuestos a ejercer como leales glúteos de cualquier Ejecutivo, aunque cobrando, por supuesto. Estén atentos – por si se le pasa desapercibido a alguien – por la situación de toda la feliz gente que ha entrado a trabajar durante los últimos dos años en las empresas y entidades públicas que controlan los casimiristas, porque muchos juran y vuelven a jurar que les han prometido dejarlos de funcionarios para siempre jamás.

Sobre su propia organización ya todo quedó claro el pasado noviembre. El PSOE –también en Canarias –ha culminado ya plenamente su proceso de cartelización, que había arrancado en los años ochenta, y socialdemócratas isleños lo han podido hacer, precisamente, gracias a alcanzar amplísimas cuotas de poder político-institucional desde julio de 2019. La forma-partido es básicamente una maquinaria propagandística y una herramienta electoral que tiene como principal función ganar elecciones, no examinar y debatir ideas en el espacio público ni reformar profundamente la realidad social. La teoría es un eslogan y la praxis válida vencer en las urnas.  Todo lo demás es un decorado retórico de pompa y circunstancia alrededor de algunos ritos – congresos, discursos, mítines – y abandonada cualquier reflexión dialógica, la elaboración de un discurso narrativo esencialmente sentimental y polarizante hacia el exterior y legitimador a través de la nostalgia hacia el interior. La jerarquía del partido cartelizado se articula alrededor de la lealtad perruna, el oportunismo adaptativo y los acuerdos y desacuerdos intestinos.  En Canarias, y para demostrar lo canarios que son (el doble objetivo es edulcorar su dependencia estratégica de Ferraz y levantar la quijada ante el nacionalismo) el PSOE se puesto en el sobaco unas gotitas de cultura identitaria.                                                           

Los equilibrios que debieron hacer Torres y sus acólitos para la nueva comisión ejecutiva regional tienen más importancia estética que práctica, como demuestra el caso de la organización insular tinerfeña, contentada con migajas de poder partidista, migajas con nombres y apellidos a cambio de un voto hondo y oscuro como un profundo pozo. Mandan los secretarios insulares que, desde el control de las corporaciones de sus respectivos territorios, han sabido construir un sistema sólido de caudillaje más o menos clientelizado en el que participan alcaldes y concejales y del que dependen laboralmente muchos cientos de personas. Con ellos negoció Torres el congreso para apuntalar una comisión ejecutiva elefantiásica e inoperante que desde entonces solo se ha reunido dos veces. ¿Y para qué más? Ni cambios en el Ejecutivo ni reconfiguraciones partidistas: queda año y medio del eslogan como teoría y ganar las elecciones como praxis y ya no hay tiempo que perder. Ni siquiera se exige hacerlo especialmente bien. Basta con que la gente sienta que la pesadilla ha terminado y venderles esa vaga, ahíta y atemorizada percepción como la mismísima realidad. 

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