El chalet y el subtexto

Casi prefiero no hablar del chalet de los señores Iglesias. Por supuesto que se está utilizando como munición cuché para una campaña política contra el secretario general de Podemos y su portavoz parlamentaria. Pero todas las críticas y los comentarios no forman parte de una ordalía de la derecha. Intentar diluir la totalidad los comentarios críticos sobre el casoplón en una tenebrosa conspiración universal es también un recurso propagandístico (antipropagandístico) muy viejo. Los artículos y tuits exculpatorios son de vergüenza ajena. Alguno he leído en el que se menciona a los futuros gemelos de la pareja y a su necesidad de un amplio espacio (privado y ajardinado) para desarrollar sus juegos salutífera y libremente. En general todas las apologías tienen dos únicas fuentes: el cinismo apasionado y el fanatismo enardecido. La segunda es donde abreva la inmensa mayoría que no termina de entender que Pablo Iglesias es un personaje creado por Pablo Iglesias – un personaje básicamente televisivo, como Chanquete, el Correcaminos o el Gran Wyoming — y que su discurso no es expresión de una indignación moral personal que humea como la zarza ardiente, sino un instrumento político bien afilado para cohesionar fuerzas, provocar impulsos, empatizar con humillados, ofendidos y resentidos y sumar los votos de la indignación, el hartazgo y la furia.
¿Qué es lo que no entienden? La cosa no da mucho más de sí. Lo importante no es que Iglesias hay llegado a la madurez del consumidor capitalista, como profieren algunos memos, sino que sus votantes – por no hablar de los militantes de Podemos – prefieran seguir en su jardín de infancia ideológico y están dispuestos a comerse las explicaciones en potitos que le ofrecen Juan Carlos Monedero o Pablo Echenique. El problema, estimados podemitas, no lo tiene Pablo Iglesias, que es un joven avispado que al cumplir la treintena ya le camelaba los cuartos a una productora iraní para comercializar sus productos audiovisuales. El problema lo tienen ustedes, que se han creído todo este quilombo, más oportunista aun que populista, suscribiendo una praxis política basada en la emocionalidad discursiva, articulada en dicotomías entre los de arriba y los de abajo, entre débiles y poderosos, entre la gente y la casta, ahormada en la ejemplaridad cristiana y en reclamar el poder para destruir el poder, como si existiera el anillo que representa el mal y Pablo Iglesias encarnase un héroe con camisas de Alcampo que atravesaría los pantanos de la oligarquía para destruirlo arrojándolo al fuego purificador.
Y por eso mismo recurre a ustedes. Para que con su intacta admiración por el líder le exoneren de cualquier culpa pequeñoburguesa. Otra pequeña catarsis: pero qué emocionante. Y si les fallan las fuerzas,  si encuentran demasiado duro tragarse que un chalé de más de 600.000 euros – y sus elevados costes de mantenimiento — está a disposición de cualquier feliz o infeliz pareja española, piensen en el enemigo. Piensen que la hipoteca de Pablo puede ser discutible, pero que sin Iglesias el proyecto queda grave, quizás definitivamente tocado, y el prestigio de la marca Podemos muy dañado, abierta sus entrañas para que los fascistas metan sus sucias manos. Desde un punto de vista ético lo peor que ha hecho el secretario general no es suscribir una hipoteca cuyas ventajas derivan de su condición de dirigente político. No, lo peor es manipular de forma tan artera a la militancia con una pregunta con un subtexto obvio: ¿me admites como dirigente de la izquierda transformadora con jardín, piscina y casa de invitados o quieres que me largue y se hunda este proyecto político en un descrédito basuriento?   Todo está en tus manos, compañero. Todo está en tus manos.

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Periodismo, dicen

Un amigo me llamó presa de una angustia incontenible. Su hijo, con apenas quince años, quería hacerse periodista, lo que a su juicio era tanto como anunciar su suicidio. Le advertí que yo soy muy malo dando consejos. Suelo evitarlos. “Doy consejo/a fuer de viejo/nunca sigas/mi consejo”, decía Machado, y se quedó corto. Los viejos no deben dar consejos, sino contar cuentos y parábolas. Comprometen menos y son más tolerables. Aun así admití tomarme un café con el pibe. Un chico inteligente, inquieto, curioso, un fisco redicho. Puso los periódicos del día sobre la barra del café. ¿Qué estaba mal y qué estaba bien? Me rasqué la cabeza un rato. Después hable. Le dije que
a) Estudiara cualquier cosa, menos periodismo, o esa fantasía epistemológica que llaman, con evidente indecencia, ciencias de la información. Economía, Derecho, Sociología, Publicidad, Ingeniería de Caminos. Cualquier cosa: técnicamente el periodismo es un conjunto de oportunidades, normas, formatos y procedimientos que se aprenden fundamentalmente durante su ejercicio.
b) Reparara en que el periodismo no es una práctica retórica o un subgénero literario. Está bien haber leído ensayos y cuentos (menos novelas o sonetos) pero lo más provechoso es que se pusiera a leer ciencias sociales, matemáticas y estadística. Que aprendiera a leer un gráfico estadístico, unos presupuestos públicos, los conceptos financieros básicos, urbanismo o psicología social.  Disciplinas e instrumentos útiles para comprender lo que pasa (aproximadamente) y saber exponerlo de manera inteligible, atractiva, sintética.
c) Considerara que, en relación con el punto anterior, la opinión es una confusa ciénaga, pantanosa y fosforescente cuya luz hipnotiza tanto que te distraer de su hedor. El periodismo es sustancialmente información, no opinión, que en el mejor (y más infrecuente) de los casos es un tributo complementario, secundario: entre un matiz y una iterjección.
d) Aprendiera a hacer correctamente de todo, pero que se especializara en algo concreto y pugnaz. El relato analítico de espacios informativos (internacionales, económicos, sociales) cada vez más complejos representa el futuro del mejor periodismo que podamos imaginar para el futuro.
e)  No olvidara jamás los contextos. El periodista debe contar lo que pasa, pero debe contextualizarlo para que cobre coherencia y sentido y resulte comprensible. Ahí, sobre la mesa del bar, en un periódico local, alguien decía que alguien le había hecho algo. El periodista debe contextualizar los actores, las acusaciones, los hechos, las palabras y los silencios. Sobre todo los silencios. Sin contexto no existe periodismo: solo libelo, chismografía e ineptitud.
f) No olvidara tampoco que no es un genio. Ni héroe. Ni un clérigo. Prescinde de convertirte a tí mismo en un relato, un retrato, una Eneida con salario base interprofesional.  Tu misión no es contar la verdad pura como un diamante, desenmascarar a los poderosos y salvar a los parias de la tierra de su propia y melancólica ignorancia. Esto es una redacción, no el rodaje de Los Vengadores Infinity War. En las redacciones abundar los mediocres, los gandules, los chismosos, los egomaníacos, los hijos de puta. Como en todas partes. Unos pocos, muy pocos, serán buenos amigos y compañeros toda la vida. Otros, todavía menos, te enseñarán sin darte una sola lección. Muy probablemente los que te enseñen no voten lo que tú, no coman lo que tú, no lean lo que tú, no opinen lo mismo que tú respecto a la liga de fútbol, la música o los partidos políticos. Todo eso es irrelevante para aprender periodismo.
g) Todos tienen intereses y los intereses no son inocentes. Todos son capaces de mentirte y lo hacen. Los del PP, los de CC, los del PSOE, los de Podemos. Los señores del ladrillo y la sanidad privada y los sindicatos y los que quieren crear un mundo mejor y así más fuerte poder cantar. Es una de las cosas más sorprendentes que descubrirás. La otra es que el periodismo siempre es un compromiso cargado de relatividad, no una luz que puedas encerrar en un reportaje o un documental como quien se mete la ética en el bolsillo,
Entonces levanté la vista para pedir otro café. Pero el pibe se había marchado. Igual lo convencí y se hace un hombre de provecho: un bien médico, un buen profesor, un buen zapatero.

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Hoy leí tu nombre en una columna

Siempre fuiste, querida, un tango malogrado. Rara, como encendida, te hallé bebiendo, linda y fatal, y bebías como si lo que hicieras no lo hicieras con ganas jamás. En el suave fragor del whisky de la avenida Anaga, hace veinte y cinco años, te reías para no llorar. O quizás lo contrario. Nunca parecías tener auténtico interés en nada, salvo en que otros de alguna forma te vivieran, y esa sedosa indiferencia semejaba un atractivo melancólico, aunque tu sospechabas, temías, sabías que no era más que el vacío. Un vacío insondable que te aterrorizaba. La única forma de articular una identidad era el dinero. La primera y última abstracción que te llegó a interesar. El dinero te hacía feliz, y lo sentías como otros sienten la luz del sol en la piel o la proximidad del mar. Nunca eras tan hermosa y deslumbrante como al salir de una boutique, con alguna idiotez carísima envuelta en un paquete minúsculo, y sabes que no bromeo, como sabes que no te censuraba en absoluto, porque solo hay algo más doloroso que admitir que los que amamos son como son, y es intentar cambiarlos.
Lo peor, en realidad, era el tiempo. Cada año que pasaba era un fracaso porque no habías conseguido hacerte rica, pillar a un rico. Cada cumpleaños se convertía en una amenaza cumplida. Cada arruga era un epitafio cuya lápida intentabas borrar con ácido hialurónico, y sabías desde la adolescencia que los hombres preferían pagar las vacaciones en el Caribe a una veinteañera que abonar los gastos de una clínica de belleza. Los días se fueron oscureciendo y la inanidad comenzó a no tener gracia. Te encantaba la broma de Groucho Marx sobre  el gran valor de las pequeñas cosas de la vida: un pequeño yate, una pequeña mansión, una infinita cuenta corriente en un pequeño banco. Como si pidieras tanto. Únicamente el suficiente dinero para gastarlo sin pensar en el dinero.
Durante mucho tiempo no entendí que te metieras en el periodismo. Luego, estúpidamente, pensé que te habías equivocado. No. El que se equivocó  –como de costumbre – fui yo. Soy yo el que nunca debí haberme metido en esta feria de egomanías espejeantes, lentejuelas sucias y hambre atrasada. Tú, en cambio, encajabas perfectamente en nuestro petulante matadero, porque entendiste perfectamente el periodismo como un eje de relaciones, una virtualidad de contactos, una tarjeta de visita universal, un pequeño zoológico al que se asomaba gente importante, rica, dueña de vidas y haciendas. ¿Una columna? Sí, me dijiste una noche, me gustaría leer una columna con mi nombre. Fue la misma noche en la que después de cenar me anunciaste que, en fin, no tenía mucho sentido que siguiéramos saliendo, y yo, ligeramente acongojado, te pregunté por las razones, porque no he entendido hasta hoy que jamás son necesarias las razones, y entonces alargaste las piernas y me enseñaste las botas de piel que llevabas, y me precisaste lo que costaban, y acto seguido me besaste tiernamente y lo resumiste muy bien desde una rotunda y explícita sinceridad:
–Tú no tienes dinero y creo que nunca tendrás dinero.
Era cierto.
Hoy, por fin, leí tu nombre en una columna. Pero no lo habías escrito tú. En eso sí que, posiblemente, te equivocaste.

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La dimisión de Santiago Negrín

Yo recuerdo que las tres cuartas partes de los pibes ambiciosos de mi generación anhelaban, en brazos de una pasión sicalíptica, ser directores de la televisión autonómica. No saber absolutamente nada de televisión no se les antojaba un impedimento. Todos lo ansiaban: los vocingleros y lo muditos, los listos y los tontos, los guapos y los petudos. Como todos los deseos humanos tenía algo misterioso. Porque ser director de la tele canaria no era un pasaporte para la gloria, sino un ticket para retirar el coche del parque y salir corriendo, si es que antes no te habían pinchado las ruedas. Ahora todo el mundo, por supuesto, advierte que es un escándalo que ni siquiera los servicios informativos del canal autonómico sean de producción pública. Durante cerca de veinte años no escuché jamás un comentario al respecto ni a izquierda ni a derecha aunque, por supuesto, las acusaciones de parcialidad política, a menudo no injustificadas, llovían casi todos los días.  Pero solo cuando el sistema interno de la televisión pública se rompió — cuando la ambición empresarial acabó con todo y una estúpida reforma legal intentó un compromiso imposible entre gestión privada y control parlamentario – se comenzó a hablar del modelo de gestión. Esta escandalosa melancolía estaba destinada a fracasar necesariamente. Ninguna empresa o pool empresarial está dispuesto a renunciar a la vía judicial si cree que así puede defender sus legítimos intereses. Más de 144 millones de euros no se abandonan con una sonrisa deportiva. No sé que pensaban los que pusieron en marcha este quilombo infernal a finales del siglo pasado. Lo cierto es que, paralelamente, y después de unos años programáticamente aceptables, la televisión autonómica incumplió casi escrupulosamente los mandatos fundacionales que le dotaban de sentido social y cultural. Tampoco recuerdo muchas críticas políticas sobre esto.
Santiago Negrín ha dimitido ayer como presidente del Consejo Rector de la RTVC: el lunes el juzgado de lo Contencioso Administrativo número 1 de Santa Cruz de Tenerife emitió un auto que establece que Negrín no es competente ni para aprobar los pliegos de condiciones del concurso público declarado desieto en marzo, ni para abrir el negociado abierto que ganó Videoreport ni para firmar su adjudicación. Un agregado sabroso: el juez también aceptó el desestimiento de Videoreport Canaria contra el proceso negociado sin publicidad. Porque el procedimiento negociado abierto era una indecencia indescriptible, salvo si lo ganas, por supuesto. Santiago Negrín, que había actuado en conformidad con otros informes jurídicos, ya había advertido que el procedimiento negociado se abría y se fallaría ad cautelam, es decir, sujetando su efectividad a lo que decidiera la autoridad judicial. Lo hizo así para evitar que la tele quedara en negro: no podía concederse una nueva prórroga Yo creo, sinceramente, que Negrín estaba harto, cansado, al límite de su aguante. Su predecesor – que está procesado por los tribunales — no soportó ni la mitad de obscena mierda inclemente que han arrojado sobre él durante tres años dirigentes políticos, periodistas y mamporreros con dos objetivos interrelacionados: ganar el concurso y desgastar al Gobierno. Ustedes no pierden medio minuto en decidirse a destruir personal y profesionalmente a un hombre. Y con cerca de 700 compañeros –entre empleos directos e indirectos– colgando ahora de la nada y a punto de caer en el paro. No, no digo que sean ustedes los únicos responsables. Pero sin su miserable concurso – enmascarando obscenamente de virtud periodística lo que solo era sórdida obsesión por los billetes — no hubiera sido posible.

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La victoria perfecta

Como todos los grandes actos de campaña del chavismo y de su degradación criminalizante y chistosa, el madurismo, el mítin de cierre de campaña de Nicolás Maduro fue íntegramente financiado por el Gobierno de Caracas. Pueden leer los documentos en Tal Cual: una organización (y una logística) cuyas responsabilidades se distribuyen entre los diversos ministerios. Es realmente maravilloso que de los fuegos artificiales que cerraron el acto se encargase el Ministerio de Defensa o que la decoración del escenario la asumiera el Ministerio de Minería. Probablemente Maradona, un expolitoxicómano que se asegura jugó al fútbol hace treinta años, actuó gratis, aunque pernocte en la misma Casa Rosada con mesa y mantel. El señor presidente, que es muy bailongo, no pudo resistirse tampoco a saltar como un oso panda por el escenario. Porque este tolete execrable, cuya obesidad ya alcanza dimensiones totémicas, gusta en comer y bailar en público mientras los venezolanos atraviesan una crisis alimentaria con casos de desnutrición infantil cada vez más numerosos, hospitales desabastecidos, exterminio de empresas y comercios, infraestructuras ruinosas, cientos de miles de venezolanos huyendo del país y una criminalidad callejera solo superada por México. Un sátrapa lerdo y zoquete que carece absolutamente de vergüenza y sentido patriótico y cuya solución a una inflación de 14.000% es subir los sueldos (por centésima vez), apretar todavía más los controles estatales sobre la economía y advertir de la enésima conjura yanqui para exterminar al pueblo, como si Maduro y los suyos necesitaran para eso de ninguna ayuda. El Gobierno que se llama bolivariano no es un mal gestor. Es una catástrofe apocalíptica ante la que el régimen –su principal responsable – ha decidido brindarse.
Las elecciones presidenciales de mañana domingo son el segundo paso para dejar atrás definitivamente cualquier antigüalla democrática, cualquier rescoldo liberal, cualquier átomo de respeto a la institucionalidad fundada por el propio Chávez. El primero consistió en liquidar la Asamblea Nacional porque la oposición se atrevió a ganar inauditamente las elecciones parlamentarias. El Centro Electoral Nacional, copado por chapistas convictos y confesos, convalidó unas elecciones manipuladas que llevaron a una Asamblea Constituyente. Después de ganar las elecciones presidenciales, y antes de fin de año, la nueva Constitución sería aprobada. Y se acabó para siempre esta vaina de elecciones que se pueden perder. Se acabó el voto popular directo y las huevonadas de los partidos políticos para instalar definitivamente una dictadura cuya columna vertebral sería el Ejército. Para perfeccionar aun más unas elecciones escrupulosamente sucias el chavismomadurismo tiene como único contrincante de cierto peso a Henri Falcón, que estuvo con Hugo Chávez en el golpe de Estado contra Carlos Andrés Pérez, pero que abandonó la casa del Padre hace ocho o nueve años y hasta le planchó el partó a Henrique Cabriles.  Falcón es parte de la farsa. Un recurso para el chavismo si el chavismo pierde (algo harto improbable) o reconoce cierta debilidad en las urnas.
Chávez ganó sus últimas elecciones, y Maduro sus primeras, porque la situación de millones de venezolanos no era peor – en algunos casos discutible o fugazmente mejor – que en 1999.  Ya no es así. Venezuela está hundida. Pero el régimen chavista no va a entregar el poder. Ni con elecciones ni sin ellas. Morirá envenenándose a sí mismo en una implosión formidable.  La del domingo quiere ser — según la retórica cursi y brutal de Maduro — una victoria perfecta. Pero en realidad será una victoria póstuma.

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