La amenaza del alquiler vacacional

El nuevo decreto de la Consejería de Turismo del Gobierno autonómico que regula el alquiler vacacional es un poltergeist administrativos a cuyo borrador se le puede reconocer, como diría un escolástico, cierta naturaleza entitativa, pero no mucho más. Por supuesto la futura norma excluye las llamadas ahora “islas verdes” y desde el Ejecutivo se admite que cabildos y ayuntamientos puedan establecer “excepciones”, “marcos flexibles” y demás eufemismos pedantescos. Lo que no entiende el Gobierno es que no se trata de regular cierto tipo de alquiler de viviendas particulares para evitar abusos que son muy feos y deshonestos, sino de asumir legalmente los efectos de la turistificación de la sociedad canaria y la amenaza real que supone para la calidad de la vida cotidiana de los isleños. Presentar el alquiler vacacional como una suerte de democratización de la prosperidad turística – un bienaventurado fenómeno que solo reclama moderar las ambiciones pecuniarias de los propietarios – es un disparate. El alquiler vacacional tiene un alarmante potencial destructor en las economías domésticas y en la articulación social de ciudades y barrios. Pregúntenle ustedes a docentes que son destinados a Fuerteventura, Lanzarote o los sures de Gran Canaria o Tenerife. Pisos de una única, diminuta habitación, que sobrepasan los 1.000 euros mensuales, porque el propietario, alquilándolo por semanas, podría conseguir 2.000 euros más. Los alquileres altos no son ajenos precisamente a otro efecto turístico: la subida del precio de los alimentos e insumos en establecimientos que se hacen de oro con el turista y que no le a hacer una rebajita porque usted no lo sea. Ya son muchos centenares las familias encerradas en estas burbujas de encarecimiento de la vida al calor de la prosperidad del turismo. Individualmente el alquiler parece hacerte rico. Colectivamente nos empobrece. Y esta praxis febril se extiende rápidamente fuera de los ámbitos turísticos y contagia al alquiler tradicional. El sueño del rentista ocioso es el complemento del anhelo de convertirse en un funcionario de nómina eternizada aprobando un par de exámenes. Funcionarios, rentistas y subvencionados: la base para la creación de una moderna economía del conocimiento en el Archipiélago.
Hasta hace poco se me antojaba difícil de defender la existencia de procesos de gentrificación en las ciudades canarias. Ahora no estoy tan seguro. Una de las mejores conocedoras de la materia es la profesora Luz Marina García Herrera, como otros geógrafos, historiadores y urbanistas, prefiere hablar – y tiene razón – de elitización urbana. En un artículo magnífico, Vivienda y proceso de elitización en El Cabo-Los Llanos en Santa Cruz de Tenerife la doctora García Herrera describe los orígenes obreros e incluso marginales de la zona y su transformación en un entorno urbano destinado a la clase media-alta gracias a un conjunto de intervenciones de expropiación, remodelación y equipamiento a cargo de las administraciones locales. Las llamadas Torres de Santa Cruz materializan, sin duda, el símbolo de la urbanización de Cabo Llanos en el siglo XXI, dominando el frente marítimo de la costa chicharrera. Pues bien: cerca del 40% de sus propietarios no residen en ellas. Y aun más interesante: casi un 20% vive en Madrid, Barcelona y otras capitales peninsulares. Finalmente, un 3%  tiene su domicilio habitual en Londres, Miami y Cuba. Casi un 25% de los propietarios reconoce que compró la vivienda como una inversión, no para convertirla en su residencia familiar.
Sin duda se trata de un proceso de gentrificación aunque con rasgos propios especialmente marcados. Algunos otros pueden rastrearse en zonas propiamente turísticas. El decreto de regulación de alquiler vacacional es claramente insuficiente. El impacto económico, social y cultural del turismo en Canarias – y no únicamente sus agresiones medioambientales – han cambiado en los últimos veinte años. Y es imprescindible una respuesta política y jurídica global, transversal, interadministrativa y no vender la ficción de catorce inspectores de turismo controlando 131.000 camas para encontrar visitantes con la cartera infartada sobre el pecho.

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Último informe

En la discutible hipótesis de que existan buenos y malos Diputados del Común, Jerónimo Saavedra, sin duda, ha sido de los primeros. Se ha tomado en serio el desempeño del cargo y ha actuado con una diligencia no exenta siempre de inclinaciones hacia la coquetería mediática. Desde el principio corrió un riesgo que  veces ejerció como una tentación: asumirse como una suerte de conciencia moral de la Comunidad autonómica. Saavedra fue durante treinta años un político de poder y que luchaba por el poder. Lo hizo en el seno del PSOE, en los pasillos palaciegos y en las contiendas electorales. No creo que las conciencias morales le entusiasmen mucho. Pero es el papel que le quedaba después de empecinarse a los setenta y tantos en continuar bregando en las instituciones.
Algunas de las reflexiones y comentarios de Saavedra en los últimos seis años dejan entrever lo que hubiera significado disponer de su inteligencia política en otras circunstancias. Pero las circunstancias, en fin, deberían haber sido muy diferentes, empezando por la principal: el propio Jerónimo Saavedra. Todo su carrera política – con diferencia la más sostenida y brillante en el archipiélago durante el último medio siglo – se ha fraguado desde una situación de superioridad que extrañamente jamás conoció un éxito duradero ni construyó un legado vivo. Francois Mitterrand defendía que la mejor actitud para un dirigente político – desde luego, fue la suya –consistía en una indiferencia apasionada. Y algo de eso compartió siempre el Diputado del Común en Madrid y en Canarias, en el gobierno y en el partido. Situado olímpicamente por encima de las contingencias, nunca pareció, sin embargo, particularmente interesado en controlarlas. Como un águila aguda y desdeñosa Saavedra sobrevolaba trampas, crisis,  enfrentamientos y catástrofes políticas y electorales y parecía inmune a cualquier tormenta. Y se las arregló para serlo. Quizás en lugar de un águila imponente de ojos celestes habría que emplear como metáfora el canario que los mineros llevaban en una jaula a las profundidades: si el monóxido de carbono era demasiado alto el canario caía tieso y los trabajadores huían. En la vida política de Saavedra ocurría algo similar, salvo que eran los mineros los que se asfixiaban y el pájaro el que escapaba volando hacia un nuevo destino de luz. Después de la rocambolesca moción de censura de Manuel Hermoso y sus compadres dejó Canarias y se desinteresó. Abandonó los ministerios felipistas y no quiso seguir en la política nacional como diputado y se desinteresó. Perdió la Alcaldía de Las Palmas – de la mayoría absoluta a la derrota más inapelable –y se desinteresó. Dejó el partido en manos de Juan Carlos Alemán, virtuosa quintaesencia del aparatismo burocratizado, y se desinteresó.
En los años de ligero delirio saavedrista, simbolizados en ese manifiesto espeluznante titulado Jerónimamente tuyos, parecía que era el único líder capaz de vertebrar el país y desarrollar una política reformista. Le sobraban condiciones políticas e intelectuales para hacerlo. Pero era un espejismo basado  tanto en el desconocimiento de la realidad socioelectoral fuera de las grandes capitales –y particularmente en las islas menores – como en la suposición de que bastaba con los (entonces) limitados recursos autonómicos para materializar reformas progresistas en ausencia de una sociedad civil potente y articulada. El despertar de la ficción de un Médici democrático y socialista en tierras subsaharianas fue muy amargo aunque, como siempre, ya encontró a Saavedra fríamente sonriente al amanecer.
Ayer los diputados lo despidieron entre aplausos tras rendir su último informe como Diputado del Común. Un buen informe, lúcido, preciso, pugnaz. Tuvo un último gesto. Con un fisco de irritación, tal vez no impostada, pidió menos aplausos y más cumplir con los compromisos. Quizás no se dirigiera únicamente a sus señorías. Quizás, de alguna manera, se apelaba a sí mismo o a lo que encarnó durante tantos años. Luego abandonó la tribuna y salió del salón de plenos entre sonrisas. Relajado, satisfecho, apacible. Se había desinteresado.

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Gárgaras de orina

La situación en el PP ha llegado a tal degradación que escuchas a Mariano Rajoy y parece que haya hecho a primera hora de la mañana gárgaras de orina para enfrentarse a la rueda de prensa. Si existiera alguna duda de la imperiosa necesidad de que desaparezca de la vida política basta con el cúmulo de insensatas mamarrachadas que regurgitó en la mañana de ayer sería suficiente. A partir de cierto momento en cinismo no es una trinchera, sino una pocilga. Ya no hay nada tras lo que esconderse y Rajoy, en esa espantosa comparecencia, intentaba todavía esconderse tras bultos imaginarios. El PP no son docena y media de condenados por sentencia judicial, pongo por ejemplo de excusa fantasmagórica. ¿Quizás estima el presidente que hasta el 51% de los militantes de su partido no hayan sido procesados y condenados no puede empezar a reconocerse cierto problema en lontananza? Y la sentencia no es firme, como si la hubiera emitido un juzgado de primera instancia y no la Audiencia Nacional. Y no hay ningún ministro afectado, aunque casi todos los ministros del primer gobierno del Partido Popular estén procesados o investigados judicialmente. Y eso es más o menos todo, porque, obviamente, Rajoy no se va a centrar en que el PP ha sido condenado como partícipe a título lucrativo de la trama de corrupción de Gürtel. Es decir, que la organización política que lidera se benefició financieramente de las trapisondas de los políticos corruptos. Un paréntesis: el PP es muy caro. Y no exclusivamente por las razones que convierten en organizaciones onerosas a los grandes partidos de gobierno de Europa. El PP también es caro porque abona salarios, complementos y gratificaciones asombrosas a su cúpula directiva. En el año 2011 Rajoy era el presidente del grupo parlamentario del PP en el Congreso de los Diputados. Entre pitos y flautas cobraba unos 5.000 euros netos mensuales: un magnífico salario.  En ese mismo 2011 el PP le abonó 200.000 euros por su sacrificada labor de presidente del Partido Popular. De hecho, y según sus declaraciones de la renta, el presidente Rajoy recibió alrededor de un millón de euros en el plazo de sus nueve primeros años al frente del partido, al margen de los sueldos públicos que devengara. Su patrimonio aumentó un 43,7% entre 2003 y 2007. Muchos otros dirigentes, la mayoría procedentes del aznarato, cobraron sobresueldos y complementos altísimos. Escalar en la jerarquía del PP tenía un aliciente automático: podrías cobrar mucha pasta. Y sin salir (o entrar) en el despacho. Un curioso sistema de incentivos cuyos creadores eran directamente sus beneficiarios y que exigía unas finanzas bien saneadas. Las que tutelaba Luis Bárcenas, del quien pese a sus problemas judiciales, nadie sospechó jamás nada, y menos que nadie, Rajoy, que después de su caída en desgracia ejerció de coach a través del wasap.
El PP no puede aguantar más tiempo y España no puede aguantar más con el PP vaciando sus intestinos en los despachos y los decretos. El día anterior a la sentencia consiguió que se aprobara su proyecto de presupuestos generales para 2018, con el que Rajoy pensaba tirar hasta la primavera de 2020 o, al menos, hasta inmediatamente después de celebrados los comicios autonómicos y locales del próximo año. Ya le será imposible. Con su miserable escapismo, con su desdeñoso y ausente encanallamiento, Rajoy y sus colaboradores van a conseguir implosionar al partido y arrastrarlo a la irrelevancia electoral en medio de la peor crisis política, institucional y territorial que vive España en los últimos cuarenta años. Esta camarilla solo entiende la democracia si legitima su poder y solo siente la patria cuando palpan sus carteras.

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La impunidad de los profes cachondos

Venga, que lo sabemos. Sabemos lo que ocurría en la Universidad de La Laguna  — y en cualquier otra universidad – hace veinte o treinta años Todos sabemos de profesores que se encamaban con alumnas. A veces – las menos –era un deliberado y casi explícito intercambio de servicios: quitarle el polvo a un sobresaliente. Otras tomaba la forma de los fugaces amores eternos que naufragaban en vasos de vino con vino mientras sonaba Te recuerdo Amanda.  En realidad, te decían algunas amigas entre llantos inconsolables o con una amarga melancolía, todo solía ser más ambigüo, un pequeño juego de seducción barata y atropellada, desde la admiración al sexo, pequeños y astrosos pigmaliones de provincia arrastrando su patético –pero efectivo –ritual de apareamiento cada comienzo de curso. Por entonces, cuando animabas a la compañera a la denuncia, te miraban asombradas de tu cándida estupidez. “¿Quién me va a creer? ¿Qué es lo que voy a denunciar? ¿Piensas que van a creer más a una alumna que cuenta que se ha acostado con un profesor que un profesor que niega haberse acostado con ninguna alumna?”

No se equivocaba. La mayoría de los profesores no compartían esas prácticas, por supuesto, pero los que lo hacían las vivían con una arraigada impunidad que se les antojaba tan normal como el perfume del pachuli, el frío polar en las aulas o los verodes en los tejados. No había distinciones políticas o doctrinales. La cinegética de los profesores cachondos era ideológicamente transversal: desde catedráticos muy de derechas hasta penenes – hoy asociados — muy de izquierdas, muy socialistas, muy comunistas o muy independentistas, sin excluir a catedráticos progresistas y a contratados con moreno broncíneo y pañuelos de seda envolviendo su sensual papada. Recuerdo a uno en una borrachera pre o posdepresiva en la maravillosa barra de El Búho. Reconoció babeando que había tenido relaciones con varias alumnas pero proclamó, orgulloso de sí mismo, que con ninguna menor de 18 años. Intenté explicarle que no encontraba materia de escándalo o denuncia en una relación entre una chica de 17 años y un hombre de 37, siempre que no existía una relación jerárquica o dependiente entre ellos que condicionara o violentara el consentimiento mutuo. Volvió a babear y repitió de nuevo que nunca, nunca, nunca con una alumna menor de 18 años. Muchos repetían ese mantra, babeando o sin babear, pero todos conocemos figuras profesorales para las que el límite de la mayoría de edad legal se excluía en caso de miradas, piropos, alusiones vejatorias y ocasionales – y pretendidamente casuales –tocamientos y besitos robados. A algunos los sigo viendo. Los descubro por la calle, envejecidos, cambados, calvorotas, gordos o escuchimizados, reumáticos o insomnes, rehenes ya de los intestinos o de la próstata. Quizás los que más me repugnen sean los de izquierda, porque tienen el indescriptible cuajo de proclamarse feministas, de vibrar al ritmo de manifestaciones y manifiestos contra la sinrazón hereteropatriarcal, de denunciar airadamente a machistas intolerables que sublevan su sensibilidad democrática, su dignidad ilustrada.

Hace unos días un grupo de alumnas de la Universidad de La Laguna le hizo un escrache a un profesor al que acusaban de practicar un apenas velado acoso sexual a varias compañeras. El docente se refugió en el aula. No estoy a favor de prácticas semejantes. No creo que ayuden a acabar con estos comportamientos deleznables entre los profesores. Se me antoja más eficaz que las alumnas exigieran que las Unidades de Igualdad endurecieran sus protocolos de actuación. Que no fuera imprescindible una denuncia judicial para que las autoridades académicas tomaran medidas como, por ejemplo, la apertura de una investigación interna, sometida, por supuesto, a un conjunto de garantías regladas para las denunciantes y el denunciado. Tal y como funciona en muchas universidades públicas y privadas de Europa y América.

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Seranamente

Así que desde aquí advierto firme pero serenamente  que los sicarios del mal, los sicalípticos de la insidia, los sicambros de ayer y hoy, los sicilianos, los que cuentan los sicios, los sicoanalistas del hombre siempre justo, los sicolingüistas del insulto, los sicofantes, los tenebrosamente sicodélicos, los que injurian desde la rama del sicomoro, los sicópatas, los afectados por la más perversa sicosis, los que atropellan mi prestigio sobre un sidecar, los sideralitos que cruzan el cielo infame por encima de mi casa, los que adornan sus canalladas con siemprevivas, los siempremuertos, los siempretiesos, las sierpes áticas, las sierras que intentan decapitarme silenciosamente, los que quieren arrojarme a un sierro, los que siembran agravios de color siena, los de la siderurgia del odio sidoso, los que siegan el amor, los siervos de la oligarquía sin sodio en las venas, los signos de la putrefacción sísmica, los sifilíticos de la infamia, los sifonápteros que se arrastran por el cieno, los sifrinos, los sietecueros, los sietemesinos de la crítica, los sigilosos embaucadores con sifosis, los signíferos de la intoxicación perversa, los siguemepollos que cuelgan de las espaldas de los poderosos silentes, los que silban vituperios, sí, los que susurran a los caballos sin cintas ni monturas cinéticas, los silenciadores de la libertad, los silogísticos, los simbólicos sin carisma, las sesudas simas de la ignorancia periodística, las simientes de sedosas injurias, los simpecados, los que simpatizan con Sissí, los simoníacos de la comunicación, los que enfangan las más nobles sienes, los simiescos escribas, los simulacros sintonizados con el ruido del simún,  los que simulan citas, los sinceros, los que escriben con sinartrosis simultáneamente, los sindicalistas de la afrenta, los que sincronizan sus síndromes en titulares simbióticos,  los que siguen la singladura del dicterio sabático, los sintechos de la ética sinfónica, los siniestros cínicos, los sintoístas del exterminio, los sinsontes de la patronal aquí o en Soria,  los que no tienen sinapsis ni conocen la sinonimia, los síntomas de la sobaquina de sintaxis siútica, los siux de la santa reserva de la plutocracia sin límites, los sinvergüenza sistemáticos, los que siguen insistiendo en cifrar verdades que a nadie sano le interesan, los siropes periodistas del sistema, los periódicos sionistas que me tienen en un sinvivir en la cima de los sinsabores de mi genio sinfín, los siracusanos de la columna que se visten con sirgüeros para escándalo de santas sirenas sosas, los que no perdonan que sucedan sinusitis en todas las narices asirocadas, todos, deben tenerlo claro ahora y para siempre: van aviados si creen que Yo el Supremo voy a ponerme nervioso, descomponerme, insultar a nadie.

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