Cáfila de supervivientes

Finalmente, y después de una intentona la pasada semana, impedida a penúltima hora por la comisión gestora nacional que preside Javier Fernández, José Miguel Pérez presentó su dimisión como secretario general del PSC-PSOE.  Es falso que Pérez no quisiera hacer otra cosa. El exconsejero de Educación no quería perpetuarse en el cargo, pero anhelaba condicionar el futuro inmediato del partido. No lo pudo hacer por la endemoniada crisis que atravesó el PSOE y que se saldó con la expulsión de Pedro Sánchez como secretario general, en la que Pérez tomó partido activamente. Y no lo pudo hacer, tampoco, por su asombrosa torpeza como dirigente político, y porque nadie le hacía ya puñetero caso, salvo Julio Cruz en las horas pares de los días impares. Javier Fernández y su equipo negociarán con Patricia Hernández, vicepresidenta y consejera de Empleo del Gobierno autónomo, la composición de una comisión gestora regional, que estará en funcionamiento hasta el siguiente congreso del PSC-PSOE, previsiblemente, a  finales de la próxima primavera (el Congreso Federal Extraordinario se celebrará, en cambio, después de las fiestas navideñas). Como  presidente de la comisión gestora del PSC-PSOE se mencionan nombres como Julio Pérez, José Miguel Rodríguez Fraga o Dolores Corujo.
La lógica de la correlación de fuerzas – y la cultura interna del partido – señalan a Patricia Hernández como una secretaria general casi obvia, aunque en Gran Canaria se comentan razones de equilibrio territorial para que el máximo liderazgo del PSC recaiga en un grancanario como Ángel Víctor Torres, actualmente vicepresidente del Cabildo Insular. Y no hay muchas otras opciones. Sin embargo, sorprendentemente, aparecen ahora en horizonte, en una parranda dominical tratada como un publirreportaje en las redes sociales, tres tenores alrededor de lo que, modestamente, consideran la única vía para salvar al PSOE y recuperar el honor calderoniano que ha perdido por el sadismo sin escrúpulos de CC.  Hace un par de años hubieran podido congregar a 300 o 400 militantes,  ahora apenas llegaron al centenar. Juan Fernando López Aguilar, Javier Abreu y Santiago Pérez. López Aguilar fue el un candidato obligado a la Presidencia del Gobierno de Canarias por decisión indiscutida e indiscutible de Rodríguez Zapatero, acatada sin un murmullo por el PSC. Ganó las elecciones, pero no gobernó, y reclamó la púrpura de la Secretaría  General, que incluso pretendió mantener una vez elegido eurodiputado. López Aguilar había llegado a la conclusión de que aquello que vivió como una caída – su salida del Ministerio de Justicia y su exilio en la pequeña, agorafóbica y limitada política canaria – podría convertirse en  tabla de salvación reconvirtiéndose en barón territorial. Es poco más o menos lo mismo que considera ahora, promesa malbaratada del zapaterismo,  porque López Aguilar carece actualmente de cualquier apoyo entre las grandes figuras de este PSOE agónico y desguarnecido. Javier Abreu también intenta sobrevivir y sabe muy bien que solo lo conseguirá con una dirección amiga capaz de entender, por ejemplo, que uno sea teniente de alcalde y cobre un sueldo estupendo y se niegue a firmar el pacto en virtud del cual uno es teniente de alcalde y cobra un sueldo estupendo. La actitud menos comprensible es, como suele ocurrir, la de Santiago Pérez, que ha dicho, después de la épica parranda, que el siempre está dispuesto a echar una mano por la unidad de la izquierda socialista, lo que ha demostrado en los últimos ocho años a bordo de distintas listas, restándoles dos o tres concejales al PSOE de La Laguna. Pero es que hace tiempo Pérez no es un político ni quiere serlo. Quiere ser un símbolo. Y a un símbolo, sobre todo cuando envejece, le trae sin cuidado quien lo agite, con tal que lo agite una y otra vez, hasta que se cuartee y reduzca a algo irreconocible.

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Juan Carlos Alemán, el secretario general

A los niños se les suele preguntar qué quieren ser de mayores. Suelen responder que futbolistas, o médicos, o cantantes, pero si se lo hubieran preguntado a Juan Carlos Alemán la respuesta hubiera sido ligeramente distinta.
–¿Qué quieres ser cuando seas mayor, pibe?
–¿Yo? Secretario general, yo quiero ser secretario general.
— Vaya. ¿Para ser presidente del Gobierno?
— No, para ser secretario general.
Y lo consiguió. Para Alemán sus secretarias generales eran medallas de reconocimiento al servicio mientras que las oportunidades de desempeñas cargos ejecutivos siempre se le antojaban una trampa. Durante nueve años ocupó la Secretaría General del PSOE de Tenerife y durante una década fue el secretario general del PSC-PSOE. Venía del PCE y de la cultura comunista de la clandestinidad y la predemocracia le quedaron varios rasgos de comportamiento, especialmente, el gusto inmoderado por las conspiraciones y el no fiarse demasiado de cualquiera, empezando por sí mismo. La conspiración era todo: un método para acabar con algo, un método para empezar con algo, un ejercicio de purificación, un punto de vista desinfectante, un examen cotidiano, una vibración de los intestinos casi poética, un cuestionario transformado en una metáfora, una canción de cuna, una selección de verdades, un hervor de mentiras, una manera de pasar la tarde. La Secretaría General siempre la entendió como una posición para alcanzar y mantener equilibrios internos – sin duda imprescindibles — y no como un instrumento de liderazgo para dinamizar al partido a partir de una estrategia política definida: a lo largo del alemanismo el debate interno fue decayendo, la dirección alcanzó una oligarquización preocupante y terminó desdibujándose el proyecto de una socialdemocracia para Canarias. Una vez salvaguardados los equilibrios de intereses y ambiciones de los gerifaltes locales,  Alemán dejaba que los alcaldes hicieran de su capa un sayo, sin excluir burradas, antojos y barrabasadas. Por desgracia ese espacio de socorro mutuo – yo los apoyo como alcaldes y ustedes me apoyan como secretario general – no sirvió de mucho cuando ATI primero y CC después comenzaron a aniquilar alcaldías socialistas empezando por el Norte de Tenerife, cuando Paulino Rivero sustituyó el kruger por la navaja en la boca.
Yo sospecho que Juan Carlos Alemán sufrió más que disfrutó de su largo reinado al frente del socialismo canario. Porque desde ese trono, precisamente, debía irradiar un liderazgo magnético, un hambre inapelable de victoria, un apetito presidencial que sabía perfectamente que no se acoplaban con su personalidad y su modelo burocrático, consensual y charlista de dirección. Su principal preocupación se basó en mantener al partido unido en tiempo de debilidades y desfallecimientos organizativos y cuando parecía casi imposible su regreso al Gobierno autonómico en lo que restaba de milenio. Una política interna profundamente conservadora y siempre obediente al dictado de Madrid. Por supuesto, en su momento apostó por Almunia, no por Borrell, igual que apoyó a José Bono, no a Rodríguez Zapatero. El momento más incómodo de su mandato  fue la apertura a la remota oportunidad de entrar en el Gobierno de Román Rodríguez, al que terminó poniéndole una moción de censura. Alemán contempló con terror la posibilidad de asumir la Consejería de Sanidad.
— ¿Están locos? ¿Yo llevando la Consejería de Sanidad?. Si solo me faltaba eso…
Pero más allá de sus errores, sus dudas y sus alergias, fue un hombre para el que partido lo era efectivamente todo. El partido era su casa, su lenguaje, su memoria, sus amigos, sus anhelos, sus tristezas y alegrías preferidas, su certificado de autenticidad vital. La lealtad al partido era simplemente la lealtad a uno mismo y viceversa. Mi recuerdo central de Alemán me remota a una tarde en un pleno parlamentario, hace muchos años, un pleno parlamentario, para variar, de un atroz aburrimiento. De repente Juan Carlos, desde su escaño, comenzó a dar palmas,  a reír, a hacer extraños signos a otros diputados y a la tribuna de prensa. Me vió y repitió sus gestos. Me encogí de hombros, no le entendía nada. Entonces se medio incorporó en el escaño y dijo muy alto una palabra que pudimos escuchar todos en el salón: Pinochet. Y entendimos: Augusto Pinochet acaba de ser detenido en Londres. Juan Carlos tenía los ojos llenos de lágrimas y se abrazaba porque ahí, en el escaño, no podía abrazar a nadie. Era feliz. Era buena gente. Era nada menos, y a la vez nada más, que el secretario general.


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El modelo Curbelo

Conozco a muchos ciudadanos  — nada tontos, nada insensibles, nada políticamente casposos – que muestran tolerancia y aun cierta indisimulable admiración por Casimiro Curbelo, un cuarto de siglo al frente del Cabildo Insular de La Gomera y mucho más que eso: la única identidad en la que se reconoce el poder político por tres generaciones de gomeros. Ahora, cuando el llamado caso Telaraña ha sido archivado por la autoridad judicial, estos silentes admiradores respiran aliviados y repiten lo de la dedicación plena de Curbelo al bien común, su esfuerzo cotidiano por solucionar los problemas inmediatos de su gente, incluso su sacrificio personal en el duro yunque donde fragua y renueva (con mayorías absolutas) el compromiso con los ciudadanos… No pretendo amargarles la mañana. Solo apuntar lo peligrosa que termina resultando esta simpatía, así como el fenónemo Curbelo, para la praxis política y la salud democrática de una comunidad.
Imaginemos, en efecto, que no existe ninguna razón para mantener una acusación política o judicial contra el comportamiento de Curbelo. Imaginemos (¿por qué no?) que en su quehacer político no existe nada que pueda relacionarse con la más liviana conculcación de la legalidad. Don Casimiro sería apenas algo menos inquietante. Porque el punto central del modelo político que ha articulado en La Gomera durante un triunfal cuarto de siglo no es el pueblo –como ocurre en una democracia – sino el propio Curbelo. En conjunto la estructura de poder de La Gomera que se diseña y crece desde principios de los noventa se corresponde a un neocaciquismo que ha transformado los mecanismos y programas del Estado de Bienestar en instrumentos de cooptación política y compromiso electoral. No son las leyes y/o las instituciones públicas las que garantizan un conjunto de políticas sociales y asistenciales – desde  financiar los entierros o encontrar un empleo temporal hasta la gratuidad de los libros de texto, pasando por generosas subvenciones y ayudas a los enfermos y familiares que deben tratarse médicamente en Tenerife – sino un hombre de carne y hueso, siempre diligente y atento, que se llama Casimiro Curbelo. Cada semana – o cada quince días –el presidente del Cabildo recibe en su despacho, desde el amanecer a la caída de la tarde, a todos aquellos gomeros que necesiten verle. Toma nota urgente en un cuaderno y muy rara vez decepciona a alguno. En esos días, quizás a menudo, Curbelo ni siquiera almuerza. No tiene tiempo. Pueden ser 200 personas las que aguardan en los vestíbulos y en los bares próximos a que les toque su turno. ¿Qué tienen que hacer a cambio? Solo dos cosas. Una votarle. Porque si no continúa siendo presidente del Cabildo, ¿cómo te va a ayudar, mijo? Y la otra no ignorar jamás que el adversario electoral de Curbelo es tu enemigo. Tuyo y de La Gomera. Tuyo y del progreso. Tuyo y de la relación privilegiada que tienes, ¡un gomero más!, con El Que Manda.  Hace muchos años que quien ganaba los comicios en La Gomera no era el PSOE, sino Casimiro Curbelo, y así lo demostró encaramado en esa entelequia, la Agrupación Socialista Gomera, en las elecciones locales del año pasado, con una victoria apoteósica.
El modelo personalista y tribal de Curbelo, que se asemeja a una suerte de culto cargo local, es un método como otro cualquiera para soslayar (y en su caso reprimir) las exigencias de participación, crítica y pluralismo que caracterizan a una democracia. En el fondo no solo paga tu entierro, sino también el de tu condición de ciudadano, y esto último, generosamente, incluso antes de palmarla.

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Procura recordarlo

La nueva política consiste en que un mocoso con un corte de pelo de sesenta euros y una cultura de solapas mal leídas te sintetice la historia de España –y del PSOE — como algunos ya tenían la amabilidad de hacértelo en  el bodegón Tocuyo en 1980. La máxima narratológica consiste en que todo es mentira, y no solo el color con que se mira. Hace algún tiempo conseguí en una librería madrileña un librito bobalicón de Juan Carlos Monedero en el que nos describía lo estúpidos que éramos al tragarnos el cuento de la Santa Transición, porque los tipos como Monedero son así y parten de la obviedad de que los demás somos irremediablemente idiotas y el intelectual progresista se reserva el deber heroico de devolvernos el fuego de la comprensión liberadora. Tanto los cuentos del viejoven de Monedero como las necedades rufianescas están en la peor tradición de las izquierdas: la que se nutre de una charlatana filosofía de la sospecha. Una sospecha cada vez más degradada: Marx sospechaba del orden capitalista, Monedero sospecha de la transición y de las camisas de manga larga de Errejón, Rufián sospecha de los editoriales de El País. Todo es sospechoso salvo, por supuesto, ellos mismos, que se entienden como preclaros sujetos de estudio pero que jamás tolerarían que se les tratara como objetos a estudiar.

Lo de la cal viva, por ejemplo. Los GAL fueron una realidad atroz que hundía sus raíces en el terrorismo de Estado del posfranquismo. El otro día escuché a un joven concejal en la oposición de un ayuntamiento tinerfeño que después de año y medio comenzaba a entender lo que ocurría en esa administración. Los equipos socialistas que llegaron al Gobierno español a finales de 1982 tenían una media de edad que no llegaba a los cuarenta. Apenas el año anterior un golpe de Estado había estado a punto de aniquilar la democracia parlamentaria. Ni los mandos militares ni los jefes policiales habían adquirido los hábitos de una sociedad democrática ni era imaginable –ni quizás eficaz — una purga en el generalato. En esos años de plomo ETA mataba a más de cien personas anualmente, secuestraba, extorsionaba, tiroteaba, se festejaba a sí misma con la ferocidad de un matarife al que nunca le faltaban cuellos que rebanar. Los GAL, que tuvieron una incontestable anuencia desde el Ministerio del Interior, acabaron en 1986, y la opción de la guerra sucia, practicada desde las cloacas del Estado, fue abortada. Pero lo fue por quien gobernaba, no por aquellos que actuaban a sangre y fuego contra el orden constitucional a través de comandos armados bajo la premisa de socializar el sufrimiento. Olvidar la saña criminal e inmisericorde de ETA en los años ochenta para presentar los asesinatos de  Lasa y Zabala como sendas atrocidades que estallan de repente en el cuadro en blanco de la memoria de los rufianes y así condenar la ejecutoria del PSOE en el Gobierno español es muy estúpido, pero también resulta particularmente miserable.

El hombre que presentó en el Congreso de los Diputados la ley que universalizó la sanidad pública en España vio como se le acercaba la pareja de terroristas que le voló los sesos. Ernest Lluch abogó incansablemente en sus últimos años por el diálogo para acabar con la masacre terrorista y la patología moral que –aun hoy — sigue carcomiendo al País Vasco. Lo hizo hasta que lo mataron como a un perro. Procura recordarlo, pequeño, mezquino e ignorante rufián. Procura recordarlo.

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Que no venga de Miami

En un poema titulado Durante la invasión  — tal vez el poema más explícitamente político de toda su obra – Jaime Gil de Biedma pide un poco de esperanza “que no venga de Miami”. Era abril de 1961,cuando algunos cubanos, con apoyo militar y logístico de Estados Unidos, o quizás fuera al revés, intentaron comenzar una invasión de Cuba por Bahía Cochinos y fracasaron miserablemente. Por entonces Gil de Biedma –como todo el mundo – era de izquierdas y defendía la revolución cubana. ¿Quién quería entonces no defenderla?
En estos extraños días de un otoño asfixiante y repleto de acechanzas se celebra en Miami la II Semana de la Cultura Canaria o algo así, supuestamente organizada, financiada o eructada por la Viceconsejería de Relaciones Institucionales del Gobierno autonómico. El rótulo de la tan lejana y tan próxima guatatiboa implica que anteriormente ya se había celebrado una semana cultural canaria en la auténtica capital de Florida, y en efecto, así ocurrió el año pasado. En Miami la repercusión de este gorgorito es mínima; en Canarias, la inmensa mayoría de los ciudadanos, incluidos los que se dedican a la expresión artística o literaria, ignoran hasta su fugaz existencia.

¿De dónde sale esta ocurrencia de celebrar una semana cultural (sic) en una ciudad cuya historia, al contrario que otras muchas en América, apenas registra una huella canaria? ¿Cuáles son sus objetivos? ¿Qué criterios se eligen para definir su programación y la lista de artistas invitados y, sobre todo, quién es el responsable de valorar su interés y decidir sobre su continuidad? Vaya usted a saber, o lo que es lo mismo en lenguaje administrativo isleño, vaya usted al carajo. No se enterará jamás de esos pormenores. Miami es una de esas zonas de sombra de la administración autonómica en la que ni los más bregados o experimentados pueden dar respuesta. ¿Existe en esa ciudad una oficina del Gobierno regional? ¿Es una dependencia de Proexca? ¿Tiene personal propio y, por mera curiosidad, cómo estos esforzados servidores públicos se abanican el ombligo por allá? ¿Guarda alguna relación con la II Semana Cultural Canaria o solo con la I Semana Cultural Canaria? ¿A cuanto asciende esta puñetera broma? ¿No sienten ustedes un poco de vergüenza sonrojante cuanto se lee que los conferenciantes en esta magna convocatoria son Pedro Rodríguez Zaragoza, viceconsejero de Acción Exterior y expresidente de la Autoridad Portuaria, y Aurelio González, ese perejil político en tantas salsas y nóminas culturetas, ahora viceconsejero de Cultura, que al parecer disculpó su asistencia en el penúltimo momento? Ya puestos a organizar el sarao identitario, ¿a qué vendría invitar a profesores, a críticos o a escritores teniendo tan a mano a los titulares de ambas viceconsejerías para pronunciar sendas conferencias y proyectar una imagen original y vibrante de la creación canaria contemporánea?
Gil de Biedma insiste en su poema “busco en las noticias un poco de esperanza/que no venga de Miami”.  Las noticias, sin embargo, no dejan demasiado sitio para el optimismo después de tantos años de estupidez, de improvisación, de ocurrencias, de mangoneos, de clientelismos, de cutrerío, de gasto manirroto y de miseria presupuestaria, de servilismo fantasmal y de pacata indiferencia, de dirigismo oligofrénico y de improvisaciones genialoides. Vengan de Miami o de cualquier otro sitio.

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