Ceniza de la nada

Me disponía a a escribir sobre los disparates que se han debido leer o escuchar respecto a los 130.000 niños canarios en riesgo de pobreza o exclusión social. Pero habría que explicarles a unas cuentas decenas de partidos, sindicatos, plataformas y periodistas que esta categoría de análisis se refiere a una pobreza relativa, porque lo que mide el riesgo de pobreza no es la pobreza en sí, sino la desigualdad. No son 130.000 niños destinados a la malnutrición y la miseria, sino 130.000 niños cuyos padres tienen unos ingresos cuya ausencia, modestia o discontinuidad ponen en riesgo su adscripción a la clase media o a la clase media baja. Bah, es inútil intentar ser preciso. Lo malo es que también es  igualmente inútil rastrear la comparecencia de la consejera de Turismo, Cultura y Deportes, María Teresa Lorenzo, en el Parlamento de Canarias. Después de tantos tumbos a la política cultural la han terminado arrinconando en el turismo, decisión que jamás ha sido explicada cabalmente por nadie y que en la praxis gubernamental, hasta ahora, carece de cualquier justificación. Se supone que se trataría de transformar la cultura isleña en un producto turístico más y que algo así también debería ocurrir con los deportes. No sé, quizás los canarios deberían saber y comprender – desde la escuela y los centros de secundaria – quiénes son Viera y Clavijo, Tomás Morales,  Manolo Millares, Pedro García Cabrera o Juan Negrín antes de pretender convertirlos en souvenirs, que me gustaría ver cómo lo hacen, porque incluso para estandarizar productos culturales es imprescindible ocasión, mercado y cierto talento. Algún gracioso viceconsejero propuso que en los grandes hoteles de nuestros sures rutilantes se sugiriese la contratación de pintores canarios para decorar con algunas obras los restaurantes y salones de los establecimientos. Me gustaría ver a un inglés devorar sus judías con bacon mientras se extasía en la contemplación de un Ramiro Carrillo. O tal vez no. Los desayunos (continentales o no) son muy traicioneros.
La política cultural ha devenido una fantasmagoría tan obvia – solo fantasmas pueden mantenerse con un presupuesto económico tan miserable, tan cargado de olvido, indiferencia o desprecio —  que hasta el portavoz parlamentario de CC, Juan Manuel García Ramos, pudo darse el gusto de ningunearla, y además lo hizo hábilmente y con argumentos incontestables. «Me molesta que no haya un euro para el Ateneo o para el Círculo de Bellas Artes y sí para Manolo García, Estopa y la noche del tango”, dijo García Ramos con tanto realismo como resignación. Oh tiempo, oh mores… ¿Qué fue de Septenio? ¿Qué ocurrió con esta excelsa estupidez que llamaron Estrategia Canaria para la Cultura? ¿Y esa maravillosa e iluminadora encuesta entre intelectuales, artistas y gestores culturales?  ¿Y todas las cuchufletas de la legislatura pasada? Nada. Es un poco de ceniza sin orientación ni concierto ni la huella de la suciedad siquiera en este presente desértico y brutal. La evolución de la política cultural en Canarias, desde el intervencionismo  ostentoso, pamplinero y derrochador de los años noventa y principios de siglo hasta este miserabilismo de dinero, ideas y voluntades me  recuerda el poema de Pepe Hierro: “Después de todo, todo ha sido nada,/ a pesar de que un día lo fue todo./ Después de nada, o después de todo/supe que todo no era más que nada (…) Ahora sé que la nada lo era todo/y que todo era ceniza de la nada”.

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El invierno que vendrá

El Gobierno español no solo está obligado, por el Pacto de Estabilidad de la UE, a recortar esos 8.000 millones de euros en los dos próximos años, sino a emprender  los deberes de poda que no realizó en el último bienio: entre 9.000 y 10.000 millones. Pero incluso después de conseguir esta proeza de austeridad sobrevenida todavía deberían amputarse alrededor de 3.500 millones más para llegar a ese nirvana del déficit del 1% en el que se aposenta la felicidad del europeo del siglo XXI. Más de 20.000 millones de euros es el camino que queda hasta el año 2020. Si Mariano Rajoy y sus cuates no han conseguido alcanzar el 3% del déficit (encaramándose por encima del 5%) no ha sido por incapacidad técnica, sino por miedo, simplemente. Si lo hacían perderían las elecciones y el PP no estaba dispuesto a disminuir (más) las prestaciones por desempleo ni a tocar (más) las pensiones: el 50% de los que aseguran que votarán por el PP el próximo junio son jubilados, y ya un 44%  lo eran en los comicios del pasado diciembre.  Así que el presidente y los suyos han seguido trampeando y endeudando al Estado durante los últimos dos años y saqueando con parsimoniosa energía el fondo de la Seguridad Social. Los sistemas de servicios públicos españoles están cogidos financieramente con chinchetas. Se trataba de llegar así a las elecciones generales, hinchar el pecho por el oscuro milagro de la recuperación y una vez conseguida una amplia mayoría minoritaria gracias a los asustadizos viejitos, pues meter la guadaña hasta el corvejón del ciudadano indefenso y del empresario pringado.
Simple y llanamente: deviene imposible sostener los sistemas de educación y sanidad públicos y el modelo de pensiones con otros 8.000 millones de euros menos, no se diga con 20.000. Ni suprimiendo diputaciones y duplicidades y coches oficiales y secretarias y todo el dechado de maldad que arrastra la terrible casta política ni aumentando la recaudación fiscal hasta extremos estratosféricos. No se lo crean porque no es posible. En términos de productividad y de calidad de empleo machacar tributariamente al país no es una opción productiva; en cuanto al ahorro en las administraciones públicas, el único significativo consistiría en despidos masivos. La única opción estratégica para evitar esta catástrofe – una mutación radical del modelo social y asistencial español y, al cabo, también del espacio de intervención público y del lugar de la democracia – pasaría por una alternativa política y fiscal a nivel europeo pero, curiosamente, y a la vez como es costumbre,  Europa apenas aparece en los discursos de esta precampaña electoral, una eternidad sin principio ni fin. Si se ha mantenido en España y en Canarias cohesión y cierta paz social es porque los llamados estabilizadores institucionales, mal que bien, han seguido funcionando. Si son desmontados aquí puede pasar de todo.

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Venezuela sí

Al parecer no se debe hablar de Venezuela. No se debe visitar Venezuela. No se debe denunciar la situación política, social y económica de Venezuela y la altísima responsabilidad que en la misma le corresponde al presidente Nicolás Maduro y a su gobierno. Cualquier información sobre Venezuela (y sobre todo si es crítica con el régimen fundado por Hugo Chávez) resulta caricaturizada como una pantalla propagandística para desviar la atención pública del desempleo, la corrupción y la creciente pobreza y desigualdad en España. Ese es el argumentario básico de Podemos. Ayer lo aplicó Noemí Santana, portavoz podemita en el Parlamento de Canarias, aunque de un modo curiosamente torpe: adjuntando en un tweet una información en un diario isleño sobre el altísimo índice de niños en riesgo de exclusión social en este país (más de un 30%) y adjuntando un texto: “Pero lo importante es hablar de Venezuela”. O algo por el estilo. No tiende demasiado sentido, la verdad, denunciar una supuesta manipulación mediática generalizada para colocar a Venezuela en la agenda con el apoyo de una información amplia de un hondo y doloroso problema social en las islas. En todo caso, señora Santana, se hace al revés. Usted adjunta un titular impactante sobre Venezuela e ironiza al respecto. En fin, es la suya una incapacidad para gestionar la ironía nada extraña: ironizar significa saber relativizar y situarse en varias posiciones. A la ironía se la encuentra “oscureciendo lo que es claro, mostrando el caos donde había orden, liberando por medio de la destrucción el dogma o destruyendo al revelar el inevitable germen de negación que hay en toda afirmación”, como explica en su maravilloso libro Wayne Booth. Sutilezas que no se practica en los partidos en general y en Podemos más en particular todavía: prefieren el sarcasmo, el sentimentalismo o el desprecio.
Es curioso que en Podemos hablar de Venezuela, visitar Venezuela, debatir sobre Venezuela se haya convertido en algo reprochable. Casi todos sus dirigentes fundacionales – Pablo Iglesias, Errejón, Bescansa, Monedero, Alegre – practicaron el turismo revolucionario en Venezuela y trabajaron directa o indirectamente para el Gobierno venezolano durante años. No es muy aventurado sospechar que esta insistencia de los podemitas en excluir a Venezuela del debate público persiga, en realidad, borrar sus huellas en los despachos, fundaciones y dédalos del régimen dizque bolivariano. Si no se habla de Venezuela no se hablará del chavismo que ardientemente profesaban hasta anteayer. Luego está esa izquierda idiota que no aprende la lección así las púas de la experiencia histórica le perforen la cabeza una y otra vez. Recuerdo al viejo Sastre junto a Raymond Aron, denunciando el salvajismo del régimen comunista de Vietman y la huida en balsas de decenas de miles de vietnamitas en condiciones espantosas. Muchos le reprocharon entonces a Sastre que con su prestigio intelectual “le hiciera el juego” a las informaciones que sobre este éxodo sobrecogedor publicaban el Gobierno de Estados Unidos y los medios de comunicación norteamericanos. Él hizo lo que debía. No callarse.
¿Cuál es el problema? Es falso que haya que prescindir de la atención crítica sobre la situación política y social española para denunciar el autoritarismo de Maduro y la ineptitud, vesania  y corrupción de su régimen. Y en Canarias, además, la falsedad de esa disyuntiva es intolerable. Decenas de miles de canarios y de hijos y nietos de canarios viven en un país que está en el ADN de nuestra historia contemporánea. Aplicar el argumentario madrileño sobre Venezuela en las islas es un ejemplo más del burdo seguidismo y del despiste ocupacional de los dirigentes de Podemos en el archipiélago.

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Frentismo y parálisis

Según casi todas las encuestas las únicas fuerzas políticas que aumentan sustancialmente su intención de votos son el Partido Popular y la coalición entre Podemos e Izquierda Unida (Podemos Liquidar a Izquierda Unida según un examigo del PCE). Cualquier horizonte de reformas se evapora así en un frentismo que ambos agentes alimentan con fruición: la racionalidad pancista y la unidad de la patria contra un maremoto comunista según Rajoy y el asalto a los cielos para conseguir un mundo más justo y recuperar derechos perdidos y reiventar la vida cotidiana, en fin, según Pablo Iglesias y su joven valet de chambre,  Alberto Garzón. El PP no va a hacer absolutamente nada, salvo atonillarse en el poder y resistir pagando las fianzas judiciales que haga falta y recortando aplicadamente gasto e inversión públicas. Por muy escandaloso que parezca, un gobierno de Iglesias no sería muy distinto: no dispondría de una base parlamentaria lo suficientemente sólida siquiera para poner en marcha su programa electoral, y finalmente, como en el caso de Grecia y Portugal, renegociaría con Bruselas minucias de calendario para salvar la coleta y se multiplicaría en campañas publicitarias incesantes para demostrar que mejor que te recorten inversiones, gastos y derechos sociales los que más empatizarán con tu dolor. Rajoy, semoviente barbudo y predecible hasta a la hora de eructar, no siente nada al putearte. Pablo Iglesias e Iñigo Errejón te joderán vivo con lágrimas en los ojos y, de vez en cuando, con una sonrisa de esperanza.
Contra lo que leo habitualmente creo que la gran oportunidad de articular e impulsar un programa de reformas políticas, institucionales, económicas y laborales – que en ningún caso puede ser entendida como un regreso a 2007 y menos todavía a 1931 – se perdió en la brevísima y tartufesca legislatura que acabamos de enterrar. La situación del país era lo suficientemente grave – y la imperiosa necesidad de consensuar un conjunto de grandes políticas reformistas, sin excluir cambios constitucionales para readaptar el modelo de Estado – como para que una confluencia de fuerzas de centro derecha, centro izquierda e izquierda pragmatista se pusieran de acuerdo en un programa básico para (digamos) una legislatura de tres años. El mapa político de la UE está repleto de escenarios donde la derecha liberal gobierna con los socialdemócratas, un partido de izquierdas tiene el apoyo de una fuerza claramente derechista (como en Grecia) o un gobierno izquierdista no desprecia acuerdos con organizaciones de derechas. Ahora será imposible: el PP solo lucha por su supervivencia en el corto plazo y Podemos está tan preparado para llegar al Gobierno como para convertirse en el referente de cualquier izquierdismo moderado, radical o mediopensionista con el objetivo de una oposición wagnerianamente populachera a un Rajoy apoyado por Ciudadanos. Nos vamos a divertir mucho. Lo que se pueda comer entre pleno y pleno (o entre multa y multa de la ley Mordaza) es otra cosa.

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Un golpe maduro

El expresidente del Uruguay, José Mújica, ha declarado que Nicolás Maduro  “esta loco como una cabra”. Cuando Mújica suelta enormidades semejantes a propósito de la izquierda o un izquierdista, inmediatamente se corrige… “Todos están locos en Venezuela”, vino a decir casi inmediatamente después. Sin embargo, el motivo de su primera reacción es lo significativo. Maduro había acusado grotescamente al secretario general de la Organización de Estados Americanos, el ex ministro de Exteriores uruguayo, Luis Almagro  de ser “un agente de la CIA”.  Mújica conoce muy bien a quién fue su leal canciller y reaccionó con estupor al escuchar la imbecilidad de Maduro. “Almagro no es un funcionario de la CIA, sino un tipo honesto y un esclavo del Derecho”, completó Mújica. No creo que los chavistas le hagan mucho caso. A los símbolos se les rinden saludo, no se les escucha.
Almagro paga así la osadía de pronunciarse críticamente respecto al Gobierno venezolano. Ha caído como un pez en la explicación universal del chavismo arrinconado. Una explicación que evita cualquier expiación. Si Venezuela está arruinada es culpa de la CIA. Si en Venezuela mueren niños recién nacidos porque no funcionan correctamente las incubadoras la culpa es del Pentágono. Si la persecución de la iniciativa empresarial privada y la estatalización furibunda y una fantasía de reforma agraria han fracasado es por el miedo que tiene el capitalismo globalizado a su esplendoroso triunfo. Si Maduro y sus ministros son tan rematadamente necios que atacan la inflación subiendo los salarios  –públicos – en vez de flexibilizar la política cambiaria es que el Club Bilderberg está detrás. Si Petróleos de Venezuela SA ha conseguido que se extraiga menos crudo y gas natural, y el coste de extracción haya aumentado grotescamente, la responsabilidad no es de Maduro y sus compinches, sino de Obama y los suyos. Lo mismo ocurre con el desabastecimiento del país, con el retraso en cobrar sueldos y pensiones, con la violencia asesina que en calles, plazas y vías de transporte se cobra miles de asesinados (y muchos cientos de violadas) todos los años, en los síntomas de una corrupción sistematizada que salpica hasta el cuello a civiles y militares del régimen. Ocurre lo que todos sabíamos lo que ocurriría: que el Gobierno madurista se propina un golpe de Estado y suspenden las muy débiles garantías constitucionales para anclar un estado de excepción. Porque las garantías constitucionales – por ejemplo, la posibilidad de apartar al presidente de la República de su magistratura – son válidas para el chavismo, pero no pueden ser utilizadas por ninguna otra fuerza política, aunque haya ganado las elecciones parlamentarias. Los descerebrados que insistían en que, mira, gana la oposición en Venezuela, y no pasa nada, no saben hasta que punto tienen razón. El régimen está decidido a que nada pase. El chavismo no está dispuesto a abandonar el poder gane quien gane las elecciones. Se sabe en una posición tan débil que no les ha bastado con controlar la Corte Suprema o el Consejo Electoral Nacional para evitar el revocatorio. Han tenido que sacar los tanques a la calle. El chavismo empezó con un golpe de Estado no precisamente incruento y quizás acabe con otro todavía más cobarde, más hipócrita y más cruel.

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