Comparativas

Permítanme un (penúltimo) artículo sobre este asunto. Me temo que consumirá tiempo porque el populismo que contaminará toda la política española en los próximos años. Para los responsables de propaganda de Podemos  — y el primero es Pablo Iglesias – las estupideces clasistas del PP, su insultos arrogantes y los gritos apocalípticos de sus corifeos son un maravilloso material para salpimentar su relato. Ya saben: por fin ha llegado la gente a las Cortes. Antes eso estaba abarrotado de ladrones, canallas, estafadores e hijos de puta. Jactanciosos multimillonarios como Cayo Lara, vagos indescriptibles como José Segura, alma tenebrosas como Uxue Barkos y demás ralea. Así de sencillo. Además todos los delincuentes llevan traje y corbata: es una evidencia científicamente probada, lean a Gramsci, ignorantes, que son unos ignorantes. Es imposible extraer más rédito político-mediático – en especial en las redes sociales – que el que han ordeñado Podemos y sus simpatizantes al primer día de la nueva legislatura. Entre sus infinitos tuits y post quería referirme a un texto, acompañado de sendas fotografías, en el que se comparaba a Alberto Rodríguez con Patxi López. Al nuevo presidente de la Mesa del Congreso de los Diputados se le acusaba de no disponer de titulación académica y vivir (oh) de la política, mientras que Rodríguez, en esa carrera de santo laico que muchos supuestos coleguitas se empeñan en situarlo, dispone de un título de FP y hasta hoy un curro ajeno a las instituciones públicas.
Es imprescindible una profunda y maligna ignorancia para tratar a Patxi López como un paniagüado indigno y menesteroso. Su padre fue un dirigente de la UGT detenido y torturado por la policía franquista. Su madre también estuvo en prisión. En efecto: no pudo –con semejante situación familiar – y al cabo no quiso continuar sus estudios de ingeniería industrial y se metió en política, ingresando con Franco todavía vivo en las Juventudes Socialistas, y como muchos jóvenes de su generación, en particular en partidos de izquierda, a la política se dedicó en cuerpo y alma sin regresar a las aulas. Durante muchos años debió llevar escolta policial y sufrió el asesinato de decenas de compañeros del partido y amigos íntimos. Quizás les parezca ligeramente exagerado pero a mí se me antoja que el texto del que hablo destila infamia y además incide en una de las técnicas más nauseabunda de este populismo barato y petulante: el olvido aniquilador del pasado y la caricaturización del presente. Por eso la ignorancia supina resulta un valor inapreciable entre los agentes de la propaganda neopopulista. Quizás Alberto Rodríguez se convierta próximamente en un gran diputado y un día pueda presentar una hoja de servicios a la res pública como la de Patxi López. Un día no muy lejano en el que ni llevar corbata sea un signo obligado de excelsitud ética ni llevar rastras suponga una virtud política admirable.

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Signos flotantes

Algunos suponen –ignoro sus razones – que el espectáculo del otro día en el Congreso de los Diputados será una astracanada fugaz. Creo que se equivocan. Hace años muchos profetizaron que Sálvame sería un programa televisivo efímero y ya lo pueden ustedes ver y vomitar: goza de una salud espléndida. La nueva política es exactamente eso: la construcción de un relato de imágenes, metáforas, alusiones, signos, comparaciones explícitas o inducidas. La nueva política consiste fundamentalmente en un conjunto de innovaciones técnicas para controlar la sociedad del espectáculo político de naturaleza básicamente televisiva y apoyada en las redes sociales. ¿Qué no tiene mucha consistencia política e intelectual? Bueno, lo gracioso es que no debe de tenerla. El teórico del nuevo populismo del que maman los dirigentes de Podemos (el terriblemente plúmbleo doctor Lacleau) habla de significantes flotantes. Los significantes flotantes – una especie de sopa minestrone de símbolos – vienen a señalar reivindicaciones y demandas entremezcadas, confusas, interminables y a menudo contradictorias: se aprovecha el espectáculo político – perdón: se organiza el espectáculo político —  pretextando, por ejemplo, la constitución del Parlamento, para pedir la república, traerse al niño a la Cámara y denunciar la urgente necesidad de la conciliación familiar, jurar el cargo en lenguas distintas al español, aparecer en camiseta y cholas, manifestarse en la puerta del Congreso de los Diputados, exigir el fin de los desahucios ya mismo. No existe ninguna articulación ni jerarquía ni un aval teórico que unifique la raíz de todas las demandas: simplemente flotan en el aguachirle de la oportunidad ¿Para qué sirve todo esto? Primero para satisfacer a la propia parroquia parlamentaria y después para crear una onda emocional que difunda la fantasía de un cambio prodigioso. Véase la modesta evolución de los anhelos revolucionarios: de tomar el Palacio de Invierno a pasear por el Parlamento con hermosas greñas liberadas.
La mayor evidencia de que se trata de una maquinaria escenográfica tan espontánea como indestructible son, precisamente, algunas reacciones de sus señorías podemistas. Demostrando por enésima vez su ordinariez, altanería y rapajolero clasismo, Celia Villalobos se burló estúpidamente de las rastas del diputado tinerfeño Alberto Rodríguez. El agraviado debió responderle lo que cualquiera con dos dedos de frente: el peinado o la indumentaria no deben ser motivo de descalificación entre personas adultas y educadas. Pero no. Rodríguez respondió que los que robaban y a la vez recortaban servicios públicos llevaban chaqueta y corbata. Es perfecto este guerracivilismo indumentario. Perfecto para el PP y para Podemos. Perfecto para la política de las convicciones ideológicas mas pedrestres y las emociones epidérmicas más manipulables. Para lo demás no sirve para nada.

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Opciones abiertas

Todos negocian con todos. Se llama democracia parlamentaria aunque casi se nos había olvidado, en especial, durante los últimos e interminables cuatro años. La situación incluye y subsume tres planos: el PP ganó las elecciones aunque fuera pírricamente; el PSOE es en realidad quien decide si se producen pactos; Podemos es quien determina si existe pacto entre las izquierdas. Por los cielos de la villa y Corte vuelan brujas negociadoras – María Dolores de Cospedal ha sido vista a bordo de una escoba por las azoteas de varios hoteles – y por sus calles se tropiezan y pisotean varios cientos de negociadores, delegados y culichichis que se reúnen en baretos con suelos cubiertos de gambas prehistóricas y en reservados de cinco tenedores. Pero bueno. Más o menos todo el mundo sabe cuáles son las opciones. Básicamente dos si se excluye una nueva convocatoria de elecciones. A saber:
a) Un pacto entre el Partido Popular y Ciudadanos – que se abstendría de entrar en el Gobierno –. Dos o tres años de legislatura dotada con una agenda de reformas de regeneración democrática – que Albert Rivera se apuntaría como un tanto propio – y de política económica, fiscal y educativa. El principal escollo es Mariano Rajoy. El producto es absolutamente invendible si Rajoy continúa al frente del Gobierno: una evidencia que muy lentamente está entrando en la masa encefálica de destacados dirigentes y altos cargos conservadores. Hay que sacrificar al registrador de la propiedad y encontrar urgentemente una Cristina Cifuentes para sustituirlo. A ser posible que no sea más guapa que Rivera, obviamente. Al pacto de legislatura se podrían sumar algunas fuerzas nacionalistas y regionalistas, para disolver la imagen de centralismo carpetovetónico del PP y neoespañolismo juramentado de Ciudadanos. ¿Y los socialistas? No quieren, acaso no pueden montar una troika. Están convencidos de que cavarían su tumba político-electoral y no andan desencaminados.
b) Un pacto de legislatura entre PSOE, Podemos, Izquierda Unida y Ezquerra Republicana, al que se podrían sumar otras fuerzas nacionalistas y regionalistas, para diluir la imagen de un concentrado de fuerzas proindependentista y filosecesionistas. Es mucho más complejo, difícil y previsiblemente inestable. Caben dudas razonables sobre la capacidad de Pablo Iglesias para mantener la unidad de acción y las buenas relaciones internas entre Podemos y sus socios territoriales. Imagínese sostener los compromisos, equilibrios y tragaderas que exige un pacto de legislatura. Podemos está fuertemente incentivado hacia  la espectacularización de una ruptura de relaciones con el PSOE y la celebración de elecciones anticipadas, donde está convencido que aumentaría sus apoyos electorales. Por eso lleva advirtiendo hace semanas que un referéndum vinculante en Cataluña deviene condición imprescindible para llegar a un acuerdo con los socialistas.

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Metáforas inaugurales

No sé por qué se deben rechazar las metáforas que nos ofrece la realidad.  Borges dijo una vez (o muchas) que las mejores metáforas, aquellas que comprendemos y aceptamos como algo íntimo y a la vez compartido, son las obvias: el tiempo y el río,  la vida y el sueño, el cabello de la amada y el oro. Ayer, en el nuevo Congreso de los Diputados,  dominaron dos metáforas. Una de ellas la ofrecía un diputado que, elegido en las listas del PP, se había marchado al grupo mixto, y allá arriba, en lo alto del hemiciclo, procuraba esconderse tras una columna. El tipo se apellida Gómez de la Serna – como el pobre Ramón, gran creador de metáforas deslumbrantes – y está investigado por la Fiscalía por trapichear con su escaño y sus relaciones políticas a favor de empresarios emprendedores por un módico porcentaje. Este falso Gómez de la Serna  — el auténtico, por supuesto, es el inventor de las greguerías – no es otra cosa que las campanillas de leproso del Partido Popular. Llegas al nuevo Congreso, después de haber perdido millones de votos y decenas de escaños, pero con la sonrisa puesta, la decidida voluntad de diálogo, el patriotismo constructivo por sobre todas las cosas,  el desdén por los viscosos egoísmos y personalismos ajenos,  y de repente suenan las campanillas, Gómez de la Serna triscando por los pasillos, saludando a un compañero, moviendo los pies, como un perrillo nervioso en el escaño que usurpa, y ese discurso, el penúltimo antes del naufragio definitivo, el apurado discurso de la dignidad de un ganador derrotado pero fiel a sus principios, en fin, es infectado por un incontrolable olor a podrido que recuerda instantáneamente los últimos años: el reparto de sobres, la trama Gürtel, los tesoreros enchironados, el nepotismo vomitivo, la prostitución de las instituciones, el capitalismo de amiguetes. Gómez de la Serna es el pasado inmediato del que el PP no puede escapar porque, cuanto más corre hacia un futuro oscuro, más ensordecedoras suenan las campanillas.

La otra metáfora, por supuesto, es la de Carolina Bescansa con su bebé. Dejemos al lado las intenciones propagandísticas de la señora Bescansa en aparecer con su bebé en el Congreso de los Diputados.   Yo creo – aunque solo sea una suposición – que el bebe metaforiza al elector más entusiasta de Podemos, pero con la esperanza de simbolizar algún día una amplia mayoría de ciudadanos. Por el momento la criaturita encarna a los que gritaban ayer en las inmediaciones de la Cámara Baja que estos sí nos representan, haciendo gala, por enésima vez, de su satisfecho analfabetismo político: todos y cada uno de los diputados representan al pueblo, a los electores y, en suma, al conjunto de los ciudadanos. A los que se tragan que un acuerdo como el trazado para constituir la Mesa del Congreso de los Diputados podría obviar que el PP fue la fuerza más votada y se indignan mucho porque otros no han consentido el sórdido filibusterismo parlamentario de expulsar a los conservadores del órgano de gobierno de la Cámara o reducir su presencia al mínimo. A los que se creen que la Mesa del Congreso puede impedir que se presenten o aprueben proyectos legislativos. A los que en definitiva están felizmente resignados a que Pablo Iglesias los acune, les suelte unas carantoñas, se enfade mucho, pero mucho, si el PSOE no le hace caso y, al final, te regale la piruleta de una frase inmortal para usar y tirar. Por ejemplo, “por fin la gente ha llegado al Parlamento”. La gente es el y los suyos, por supuesto.
Ayer, efectivamente, comenzó una legislatura con una pluralidad de partidos y fuerzas – las decididas por los electores y por nadie más – más amplia que las anteriores. Pero también inició su carrera parlamentaria un populismo feroz y despepitado, obsesionado con una interminable espectacularización de la acción política,  que no se conocía por la carrera de San Jerónimo desde el lerrouxismo. Un lerrouxismo con coletas o con rastas pero sin leontina. No se puede (por el momento) tener de todo.

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Esplendor y caida de González Arroyo

Domingo González Arroyo se atrincheró ayer durante dos o tres horas en el ayuntamiento de La Oliva – una extensión de sus oficinas comerciales durante lustros – y se puso a firmar decretos como un descosido. Decretos que no valían ni el papel en el que estaban impresos porque, después de agotar todas las maniobras dilatorias al alcance de su mano, la Junta Electoral Central había ordenado que dimitiera tras ser condenado por un delito de prevaricación. La fanfarronería de González Arroyo – que es apenas un eructo de su concienzudo desprecio a la legalidad – se disolvió al instante cuando le informaron que se había llamado a la Guardia Civil para sacarlo del despacho que había invadido alevosamente. Entonces salió por patas a toda velocidad por una puerta lateral. A partir de primera hora de la tarde no se registran más noticias fiables. Unos dicen que González Arroyo apareció de nuevo, en cuerpo o espíritu, por los pasillos del ayuntamiento; otros juran que no ha presentado su dimisión aun.

La carrera política del apócrifo Marqués de La Oliva comenzó en el franquismo, cuando, allá por los años sesenta, fue designado concejal de La Oliva por el tercio familiar. Después, durante la democracia parlamentaria, y como militante – y financiador de campañas – del CDS, del CCI, del Partido Popular y de su chiringuito ergonómico, el Partido Progresista Majorero, González Arroyo completó casi un cuarto de siglo en la Alcaldía, desde donde hizo su sacrosanta voluntad (económica, urbanística, organizativa, crediticia, laboralmente) sin admitir ningún tipo de cortapisas. Contrató como alcalde a sus propias empresas, mantuvo abierta una televisión ilegal, manipuló el sistema de concesión de licencias urbanísticas, contrató a un electricista para realizar informes de obras, ha sido imputado varias veces en distintos procesos judiciales, ha llamado “hembra desfondada” a una concejal socialista y criticado las minifaldas de una concejal nacionalista, ha ofrecido “un kilito” a un edil de La Antigua, en sus tiempos de presidente del PP de Fuerteventura, para sumarse a una moción de censura y, en este mandato, ha amenazado a un concejal de la oposición en el transcurso de un pleno. Durante cinco legislaturas fue diputado autonómico y recuerdo una vez, en los locos noventa, en la que nos enseñó a un grupo de periodistas, en un pasillo del Parlamento de Canarias, que llevaba una pistola encima. Sí, sin duda es un alivio que González Arroyo desaparezca de la política. Pero no lo han echado los electores. Los electores le colmaron durante años de mayorías absolutas y solo cuando el cuerno de la abundancia comenzó a secarse el Marqués empezó a perder apoyos. Porque nunca fue un extraterrestre que usurpara una Alcaldía entre el terror de sus convecinos. La zafia brutalidad de González Arroyo, su pútrido desgobierno, su ineficaz y maloliente gestión, fue bendecida una y otra vez por una mayoría que no quería entrar en los detalles y por unos partidos políticos (en especial el  PP)  que apladieron.  Como suele pasar con las mayorías, cómplices satisfechos de aquellos que les engañan, les adulan, les roban.

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