Unas 250 personas. Quizás 300. No más. En los años ochenta y principios de los noventa Felipe González llenaba la Plaza de Toros de Santa Cruz. Pero eso no volverá y no exclusivamente por culpa de las nuevas tecnologías de la información, muchachos, sino también porque ustedes se lo han ganado a pulso. La inmensa mayoría militantes del PSOE procedentes de varias islas y, en una proporción nada desdeñable, cargos públicos y excargos públicos socialistas. Si intentabas el ejercicio mental de sustraerte de la música de campaña, de las cámaras y los focos, de los periodistas y los incansables pibes de la organización la escena no era precisamente estimulante. Llegaban los gerifaltes –consejeros del Gobierno regional, diputados, alcaldes – y se lanzaban en picado hacia la fila de sillas reservadas a las autoridades. “¿Yo? ¿Ahí? Si ahí no me pilla ningún objetivo”. Descubrí a algunos veteranos militantes socialistas – de los que nunca habían disfrutado de una poltrona o lo habían hecho en el pleistoceno democrático – a los que, por supuesto, nadie, absolutamente nadie, hacía puñetero caso. Observé a un par de dignos y valiosos intelectuales virtualmente invisibles para toda la desmochada aristocracia psocialista, porque, seguramente, al PSC-PSOE le sobran los intelectuales desde hace bastantes legislaturas. La dirección del PSC lleva lustros ya entregada a los principios de aquel concurso televisivo que se inventó Les Luthiers: “Quien piensa, pierde”.
Repentinamente entraron a la carrera los servicios auxiliares aplaudiendo enloquecidamente. Era la señal y aparecieron, en efecto, Pedro Sánchez y Patricia Hernández, saludando enfáticamente con brazos y sonrisas simétricas, como si se dirigieran a una multitud infinita a punto de asistir al milagro de los panes y los peces. Pero nadie parecía especialmente afectado, la verdad. Yo lo estuve cuando la candidata presidencial del PSC-PSOE comenzó a peroratear. Porque Patricia Hernández –cuyas habilidades para maniobrar, primero en las Juventudes Socialistas y luego en el aparato del partido, y conseguir sobrevivir a sus propias apuestas y encontrar un soleado lugar en las listas, son innegables – deviene un ejemplo perfecto de que la democracia interna no lleva a tomar las mejores decisiones. Hernández carece de un diagnóstico mínimamente riguroso y coherente sobre la situación de Canarias y sus propuestas –por llamarlas así – se reducen a naderías estomagantes. Pero lo más irritante de su discurso es esa actitud frívola y postinuda que pretende transformar la ignorancia pertinaz en un valor retórico y hasta político. Allí, ante los 300 a los que aguardan las Termópilas electorales, comentó que el crecimiento de la economía canaria era una línea que hacía pip-pip-pip hacia abajo y ella quería que hiciera pip-pip-pip hacia arriba. Y la aplaudieron. La aplaudieron todos aquellos que con lóbrega perseverancia han reducido al PSC a sí mismos, a sus propias y ratoniles ambiciones, a un mezquino canibalismo en un círculo cada vez más reducido y agorafóbico. Aplaudieron esa memez vergonzosa. Se lo merecen.