Es perfectamente comprensible que el Gobierno de Mariano Rajoy lance toda la trompetería a su alcance (y es mucha) para ensalzar el crecimiento del empleo en el último trimestre que indica la EPA. Son globalmente buenos: por primera vez se crea empleo, en términos interanuales, desde el año 2008, mientras la caída de la población activa – debido a personas que habían abandonado la búsqueda de empleo, que habían llegado desempleados a la edad de jubilación o había emigrado – se ha frenado. Por supuesto, el Gobierno se adjudica estos datos tan intensamente como ha rechazado su responsabilidad en los cientos de miles de puestos de trabajo que se han destruido en los últimos dos años y medio. Ha llegado la recuperación –insisten los señores ministros – y lo ha hecho para quedarse. Y nos recuperamos, en efecto, pero como se recupera un paciente después de extirparle un pulmón y medio metro de intestino. Nunca más respirarás igual y las buenas digestiones son ya cosa del pasado.
Porque una cosa es reconocer la evolución positiva en materia de empleo y población activa que registra la EPA y otra distinta admitir el rosáceo discurso gubernamental y compartir los argumentarios que manan de la calle Génova hasta el móvil del más barbilampiño seguidor de Nuevas Generaciones. Aplaudir el mercado de trabajo que se está configurando en España gracias al imperio de la crisis, los ajustes fiscales y a la reforma laboral del PP es ignorar sencillamente que abocan a una sociedad preñada de precariedad, desigualdad y desprotección normativa e institucional, con una productividad prefordiana que se basa, en exclusiva, en el factor salarial. Se recordará que en los años iniciales del Gobierno de Felipe González se flexibilizaron las condiciones laborales y se crearon incentivos para el trabajo temporal y parcial, particularmente entre los jóvenes. No sirvió para nada, por supuesto: fueron los jóvenes los que, en la crisis de finales de los ochenta y principios de los noventa, resultaron los primeros expulsados del mercado laboral. Estúpidamente para el interés general, aunque no tan inapropiadamente para ciertos intereses particulares, se incurre en el mismo error de nuevo, aunque con un matiz preocupante: el precariado se extiende por otros segmentos de edad y paralelamente el Estado de Bienestar ha sido sometido a una poda feroz que aun no ha terminado. Se está abocetando así un futuro caracterizado por la brasileñización del mercado de trabajo, la reducción de un Estado asistencial apenas sostenible y una democracia de baja intensidad que prioriza su propia estabilidad institucional sobre la participación ciudadana.
España arrastra desde hace décadas un desempleo estructural escandaloso y las actuales diferencias con otras economías europeas (el paro es de un 12,6% en Italia, un 6,5% en Reino Unido, un 5,1% en Alemania, un 11,6% de media en la zona euro) no dependen de la gestión de gobiernos a medias socialdemócratas y a medias liberales, sino de un sistema productivo y una cultura política y empresarial a menudo deleznablemente cómplices. Del caso de Canarias, después de las cifras de la EPA, más vale hablar otro día después de tomar medio kilo de bicarbonato.
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