Una vida demasiado longeva puede ser fatal para un escritor, aunque los proteja la senilidad. Yo no puedo tomarme en serio la proclamación del finado Ernesto Sábato como un gran escritor, o el autor de una o varias de las novelas centrales del siglo XX, o el intelectual comprometido contra los desafueros del mundo. Me asombra esa ristra choricera de enormidades insignificantes. Políticamente Sábato siempre fue un frívolo al que solo redimió su aceptación del encargo que le hizo el presidente Raúl Alfonsín para redactar el informe sobre las brutalidades inconcebibles de la dictadura militar argentina, cuando el Estado se dedicó a asesinar metódicamente a miles de ciudadanos. Antes Sábato fue un joven comunista, y después, brevemente, un peronista lleno de dudas, y luego un liberal, y después abogó por el orden castrense frente a los atentados montoneros y llegó a visitar al general Videla en compañía de otros escritores, Borges incluido. Cabe recordar que acudieron a la Casa Rosada para recibir explicaciones sobre algunos escritores supuestamente desaparecidos. Explicaciones bastante fantasiosas y muy miserables, por supuesto, pero que los presentes aceptaron en respetuoso silencio. Y luego se mandaron un bife.
Tanto sus novelas como sus ensayos se me antojaron siempre palimpsestos donde podía leerse claramente quien los había escrito antes. Sábato, que se pasó cerca de medio siglo intentando ser universalmente famoso, era un buen escritor, y un escritor fundamentalmente honrado, pero su obra ha envejecido mucho en apenas treinta años. Su mejor novela, Sobre héroes y tumbas, es un centón de engorrosa pedantería a la que solo rescata lo mejor del libro, El informe de ciegos, que es lo único que al cabo recuerdan los lectores, y cuando ocurre eso en una novela solo cabe hablar de un fracaso aplastante, de un error narrativo fundamental, de una estructura novelística clueca pese a sus abrumadoras pretensiones metafísicas. Recuerdo la estupefacción al leer libros como Uno y el Universo o Heterodoxias: Sábato tomaba sus ataques de ira, desprecio o desinformación, sus manías minúsculas o sus obsesiones grandilocuentes, como brillantes ataques de lucidez. No sabía reír.
Tampoco puede achacársele toda la culpa. Le tocó un siglo excepcional en la literatura argentina. Le tocaron Borges, Cortázar, Bioy Casares. Un siglo muy duro para las medianías ansiosas de encarnar la consciencia literaria de una nación.
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