Hace unos días falleció, a los 94 años, el escritor y economista José Luis Sampedro. Su muerte ha conmovido a muchos millares de personas en este país, pero no por la desaparición de un gran novelista o un relevante científico social – no fue ninguna de las dos cosas — sino por las actitudes políticas de Sampedro en los últimos años de su vida, que lo convirtieron en un referente de movimientos sociales como el 15-M o Democracia Real y de muchos colectivos y ciudadanos de las izquierdas que desprecian o abominan del orden constitucional o de las veleidades de una desacreditada socialdemocracia. Yo creo modestamente que esta fulminante y sentida idolatría por el profesor Sampedro representa bastante acertadamente la confusión, a ratos delirante, en el que vive instalado este país y, más concretamente, la puerilidad ideológica de amplios sectores de las izquierdas españolas.
Para decirlo con rapidez, pero sin excesiva injusticia, José Luis Sanpedro no hizo absolutamente ninguna aportación intelectual para comprender más y mejor la situación política, económica y social que padecemos: esta crisis sistémica que ha degradado (y descubierto la degradación) de la democracia parlamentaria, está desarbolando el Estado de Bienestar, abriendo vertiginosamente la brecha de las diferencias de renta y llevando a la ruina a cientos de empresarios y al desempleo y la exclusión social a millones de personas. Si se revisan los contados artículos y conferencias de Sanpedro dedicados a esta catástrofe – son muchas más numerosas sus entrevistas, discursos y actos públicos – se descubre que el escritor se limitó –quizás no podía ni quería hacer otra cosa – a comunicar dignamente su rechazo moral frente a esta situación, pero absteniéndose de interpretar o explicar nada en absoluto. Sanpedro, para decirlo brevemente, expresaba un rechazo, no explicaba una situación. ¿Por qué ocurre lo que está ocurriendo y cuáles son las alternativas? Cuando se le planteaban estas preguntas, obviamente, el economista insistía en lo mismo: en sus razones éticas. Pero analíticamente no avanzaba un paso. Bien: esa fue la opción de Sampedro. Lo malo es comprobar como sus trémulos o postizos seguidores (la gran mayoría de los cuales no habían leído ninguno de sus textos de economía y quizás apenas hojeado alguna de sus novelas, las meritorias, como Octubre, octubre, o las ilegibles, como La senda del drago) toman esta limitación al pie de la letra y se extasían ante afirmaciones como “actualmente el dinero está por encima de las personas”, un aserto que podrían suscribir curas trabucaires, Hans Christian Andersen, Ezra Pond o alguna improbable –pero no inimaginable –bisabuela de Rodrigo Rato. Tomar estas simplezas como un diagnóstico cabal de lo que ocurre, confundir una postura moral con la comprensión de un hecho o un conjunto de hechos, no es precisamente un ejercicio de lucidez ni contribuye, al fin y a la postre, a mejorar absolutamente nada. Las convicciones morales de Sanpedro solo son compartidas por aquellos previamente convencidos de las mismas, y sirven, por lo tanto, para vestir o desvestir cualquier santo o demonio del imaginario de las izquierdas.
Para esa labor de sastrería ideológica, por supuesto, conviene obviar la biografía de José Luis Sampedro: un hombre muy inteligente y de múltiples curiosidades que llegó a la cátedra universitaria a finales de los años cuarenta, en pleno franquismo duro, y que hizo carrera en el Banco Exterior de España – un organismo público – hasta llegar en los años cincuenta al rango de subdirector general. No entiendo muy bien su distinción entre “las dos clases de economistas”, es decir, “los que hacen más ricos a los ricos y los que hacen menos pobres a los pobres”. Al menos en su carrera profesional, Sampedro, además de la cátedra universitaria, donde fue un espléndido profesor, desarrolló todo su trabajo en el Banco Exterior, cuya denodada lucha contra la pauperización es, para mí, todo un misterio. Fue en los años sesenta cuando José Luis Sampedro, fruto sin duda de una reflexión interior, decide abandonar España y dedicarse a enseñar en universidades estadounidenses, hastiado de las miserias intelectuales y de la brutalidad política del franquismo, del que ya abominaba abiertamente. Pero no cabe olvidar que, a su regreso, en absoluto defiende posiciones de extrema izquierda. De hecho se le propone y acepta ser designado senador real en 1977. Tal vez no se recuerde ese invento de los senadores reales. Fue una de las irregularidades más notables (y menos recordadas) en los inicios de la democracia parlamentaria española. Ese año se celebraron elecciones democráticas por primera vez desde 1936, pero el jefe del Estado se reservó, por sus reales gónadas, el nombramiento de un amplio grupo de senadores. El objetivo estaba claro para todo el mundo: controlar hasta cierto punto la Cámara Alta, en especial, en previsión de la apertura de un proceso constituyente, y ocurría que a) las izquierdas y los nacionalistas se ponían muy farrucos o b) entre los reformistas procedentes del franquismo se levantaba un bloque demasiado inmovilista. Sampedro –como otro escritor, Camilo José Cela – tomó posesión del escaño tranquilamente, como tranquilamente ocupó su lugar en la Real Academia Española. No digo nada de esto en demérito del profesor fallecido. No encuentro en esta evolución nada reprochable; incluso, bien al contrario, tiene aspectos, a menudo, dignos de admiración, y casi siempre, merecedores de respeto. Pero Sanpedro –digámoslo así – no fue una versión tardía y carpetovetónica de Jean Paul Sartre. No fue un incansable opositor a las fantasmagorías de la democracia parlamentaria ni a las maldades del capitalismo. Fue un intelectual que evolucionó desde los institutos conservadores de su clase social a posiciones democráticas en lo político y socialdemócratas en lo económico y que mostró en todo momento una coherencia muy estimable. No es casual, por ejemplo, que se ocupara de traducir el curso de economía moderna de Samuelson al español. Esta evolución, a lo largo de medio siglo, choca, sin embargo, con la simplificación, el sectarismo derogatorio y las condenas sumarísimas que se pueden detectar desgraciadamente entre las izquierdas que lo hermanaban, como una pareja de abueletes heroicos, con Stéphane Hessel.
Y eso no. Un respeto, caramba. Que Sampedro sabía escribir.