El presidente. Quiero ser el presidente o quiero seguir siéndolo. Alguna vez desearía ser seducido por una explicación sobre la atracción fatal del poder, tan inexplicable como su correlato, la obediencia voluntaria, la fabricación del consentimiento. Porque ser presidente del Gobierno es un puro espanto interminable. Ser presidente del Gobierno es, dicho brevemente, un asco. Aunque en el imaginario popular se visualice a los presidentes de gobierno echados en un triclinium mientras beben vinos y saborean manjares la realidad es infinitamente más menesterosa. El presidente del gobierno es un desdichado animal condenado a no estar cómodo en ningún lugar, precisamente porque el poder, su poder, que por otra parte es asombrosamente limitado, no lo abandona jamás. Y es el presidente del gobierno el que rinde pleitesía a su propio poder y no al contrario. Los aspirantes incluso lo pasan peor. Fíjense en Pablo Iglesias. Era un joven delgado hace apenas medio año; ahora parece que se lo puede llevar el viento en cualquier momento. Se le ha afilado aun más el rostro, inclina las espaldas, se mueve con diligente cansancio. Corre de una conferencia a un mitin, de un mitin a un plató de televisión, regresa a su escaño en Estarsburgo, recibe a decenas de personas, debe apagar fuegos y fogaleras en un partido todavía germinal y repleto de contradicciones, alelados y oportunistas. Y aun le queda medio año para desengañarse y desengañar a toda su parroquia.
Los presidentes del Gobierno viven en la perpetua zozobra de la desconfianza. Desconfían de los que tiene a su alrededor: de su capacidad y eficacia, de su sinceridad operativa, de su auténtica lealtad. En las sociedades más o menos democráticas representan un nudo donde se entremezclan infinitos compromisos: personales, institucionales, jurídicos, económicos, culturales. No es que un presidente del Gobierno no puede hacer lo que le de la gana: es que muchas veces no puede hacer apenas nada. Porque evitar una guerra, una ruina pavorosa, un anciano sin una pensión tacaña, nunca resultará obstáculo para denunciar su insignificante legado. Y sin embargo es elogiado, lisonjeado, detestado, odiado o vituperado por todos. Un presidente no renuncia voluntariamente a la ética de sus convicciones: se refugia, para no enloquecer, en la ética de la responsabilidad. Procurará – si no es un cínico miserable – no cagarla demasiado, obtener un siempre frágil compromiso, encauzar problemas complejos para que no se desborden y se multipliquen en otros problemas. A su alrededor muchos claman porque no abandone y señalan peligros, acechanzas y traiciones y otros tantos trabajan meticulosamente para enterrarlo por siempre jamás en el olvido, y a menudo ambos grupos no son fácilmente discernibles. La política – sí, ya soy weberiano del todo – no es el espacio para la redención de las almas. Ni las propias ni las ajenas. Aun cuando seas el mejor no dejarás de ser un fracasado. Te acordarás de la vida, pero como el poeta, te preguntarás donde quedó abandonada. El trabajo de un presidente del Gobierno consiste en fajarse en la ingratitud cotidiana: es un curro duro, áspero, desagradable, tan insalubre y fugaz como un donut.
En la toma de posesión de Abraham Lincoln, su predecesor, James Buchanan, tenía la maleta hecha a su lado. Le estrechó la mano al nuevo presidente y le dijo: “Menos mal que está usted aquí ya. Mire, este trabajo no es para hombres honrados”. Cogió la maleta, se marchó corriendo y no paró hasta llegar a su casa en Pensilvania.
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