aborto

Por un amén

En algún momento futuro – que no me arrebaten la esperanza – cuando un obispo comience a escupir estupideces hirientes contra el aborto en una ceremonia religiosa abierta al público general y con asistencia de las autoridades un presidente del Gobierno se levantará y abandonará el lugar, seguido, por supuesto, por el resto de los cargos públicos, como el presidente del Parlamento o el delegado del Gobierno central, trinidad del santísimo progresismo que se queda sentadita y callada cuando un prelado define explícitamente como servidores de una cultura de la muerte a las mujeres que abortan y –cabe imaginar – a los legisladores, a los médicos y enfermeros y a la población que no comparte de la vida sea un don de Dios. Incluidos a aquellos a los que no les interesa lo más mínimo el dios de ese anciano torvo y jactancioso vestido con una mitra tan pinturera y una casulla que es un primor. 

Pero por ahora nada. Por ahora el pastor sigue balando y el jefe del Gobierno autónomo se cuida muy mucho de criticar al obispo, aunque le sugiera casi deportivamente de lo que debería hablar. Y esto es la segunda parte de este despropósito: resulta tremendamente difícil entender qué hace un dirigente político elegido democráticamente dictándole a un obispo lo que debe decir. Ay, ilustrísima, si lo que debería comentar usted es que estamos aquí, todos juntos de nuevo, celebrando la fiesta, yupiii, cuando bajo la pandemia del covid creíamos que nos esperaba la soledad y la muerte. Hoy tocaba estar contentos. Si se le aprieta un poco más Torres –porque de ese presidente se trata – suelta que lo del aborto son leyes que aprueban las Cortes, los diputados y senadores, vamos, que el Parlamento de Canarias jamás ha legislado sobre el aborto, como si no se le pudieran pedir responsabilidades o se viera obligado a explicar que no tiene ninguna responsabilidad al respecto o algo así. Ligeramente pasmoso, la verdad. Porque esto es muy sencillo.

Lo normal, en un Estado aconfesional, sería que las autoridades públicas no asistan a ninguna ceremonia eclesiástica –sean los católicos, los mormones o los calvinistas – lo que suplementariamente evitaría situaciones como esta. Pero reconocer a la Iglesia Católica con tu presencia es conseguir que la Iglesia Católica te reconozca a tí. Ya no los pasean bajo palio pero a los que gobiernan siguen colocándolos en primera fila y los saludan con sonrisas y apretones refinadamente protocolarios. Bajo una apariencia superficial y anecdótica, lo que se produce en estas ceremonias donde confluyen y se reconocen mutuamente el poder civil y el poder religioso – el elemento militar, antes muy presente, se ha desdibujado – es una interacción política mutuamente beneficiosa. Las ceremonias religiosas públicas – sobre todo en las grandes fechas litúrgicas – desempeñan un papel ahora menor pero todavía efectivo como espacios de legitimación simbólica. Los ciudadanos – muchos de ellos con una identidad política débil y unas convicciones religiosas frágiles —  contemplan el espectáculo de dos  élites que se reconocen – ah, el eco suntuoso de la alianza del Trono y el Altar – en una división del trabajo: gobernar lo espiritual y gobernar lo material.

Al fin y al cabo la Iglesia Católica tiene perfecto derecho a imponer a sus fieles las normas morales que estime oportuno; lo inaceptable es que pretenda erigirse en una instancia moral sobre los que no pertenecen a su grey y moldear ideológicamente a toda una sociedad. La peor parte se lo llevan, en cambio, los representantes políticos que carecen de la gallardía de defender los valores constitucionales y los derechos de los ciudadanos y ciudadanas de su país por una foto, por un titular, por un amén.  

 

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

Un Gobierno maltusiano

Siempre sospeché que el Gobierno de Mariano Rajoy no era liberal – a esta pandilla de  funcionarios apesebrados, primos de sus primos y rentistas el liberalismo les debe parecer una herejía modernoide – y ahora está claro que su inspiración filosófica no proviene de Milton Friedman, sino de Thomas Malthus. Este es un gobierno malhtusiano que entiende que debe preservarse al Estado de los ciudadanos y en ningún caso a los ciudadanos del Estado, no se diga de las injusticias, el pauperismo, el desempleo o las desigualdades de renta. El Estado se debe preservar para que pueda pagarse la deuda pública y José Ignacio Wert disponga de policías suficientes para abrir cursos académicos o inaugurar catedrales.
El verdadero corazón maltusiano del programa del Gobierno conservador ha quedado patente por una distracción cometida en el informe redactado a propósito de la nueva ley del aborto diseñada por Alberto Ruiz Gallardón entre lectura y lectura del Malleus Maleficarum, el gran tratado sobre la cacería de brujas publicado en el siglo XV. El informe apunta que las restricciones al aborto supondrán un positivo impacto para la salud económica del país porque, entre otros bienhechores efectos, ayudará a un aumento de los índices de natalidad. De acuerdo, solo un oligofrénico incurable puede imaginar que si prohíbes abortar, las mujeres no abortarán, porque la experiencia histórica, social y clínica acumulada demuestra que, simplemente, abortarán en peores condiciones, salvo las ricas, que podrán hacerlo en otros países de la impía Europa. Pero lo que cuenta es la inspiración, el horizonte, el sello intelectual de semejante reflexión. ¿Para cuándo la reforma –sesuda, equilibrada, prudente, gallardoniana en fin  — de la ley del divorcio? ¿No es evidente su impacto en el mercado de alquiler de vivienda, en el consumo en el ocio nocturno, en la prolongación voluntaria de la jornada de trabajo para no llegar al piso vacío y destartalado? ¿Cuándo se producirá la introducción de una normativa que permita –con las consecuentes desgravaciones fiscales – pagar por trabajar como una vía óptima para el reflotamiento de las empresas y el aumento de la recaudación tributaria? Abandonado como un traje ya sin remiendo la socialdemocracia, arrinconada la izquierda comunista, sepultadas las fantasías liberales como máscara ajada del capitalismo de cortijo, ese que mantiene a un diputado sentado y encausado en el Tribunal Superior de Justicia de Canarias sin que nadie le pida la dimisión, ha llegado el turno de Malthus, que además era sacerdote, aunque escribía peor que Santa Teresa.

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Una oportunidad

Mientras el Gobierno de Mariano Rajoy rueda por el abismo de la inoperancia más estúpida y se cubre de un ridículo internacional,  el señor Alberto Ruiz-Gallardón, ministro de Justicia, sigue a lo suyo. Hace años algunos despistados consideraban al señor Ruiz-Gallardón el ala progresista unipersonal del Partido Popular, pero en el PP, aunque se admitan conversos de vez en cuando, hijos de buena familia que se distrajeron leyendo a Althusser en pleno fervor hormonal, pero que volvieron al aprisco purgados de toda culpa, en el PP, digo, no han existido progresistas jamás. Un progresista en el PP es como una piraña vegetariana: una contradictio in adiecto. El señor Ruiz Gallardón se ganó su hipotético progresismo evitando parecer demasiado meapilas, eludiendo cualquier pronunciamiento demasiado ideológico, y su contraste con el populismo chulapo, rojigualdo y anarcocapitalista de Esperanza Aguirre hizo el resto. Ahora le ha tocado, como ministro de Justicia, un papel involucionista al que se ha adaptado plena y gozosamente. El Gobierno conservador no tiene demasiadas alegrías que repartir entre la mesocracia que le votó mayoritariamente el año pasado, pero al menos puede dar satisfacción ideológica y doctrinal a una parte sustancial de su electorado, el más derechista y nacionalcatólico, y en esta misión pone Ruiz-Gallardón todos sus esfuerzos y desvelos.

Sin embargo, el ministro de Justicia se está quedando corto. Sinceramente. Está muy bien suprimir las deformaciones y minusvalías detectables del feto o el cigoto como causa para abortar, porque el sufrimiento inocente e inacabable es prenda segura de vida eterna, pero no se entiende muy bien por qué no se excluye, igualmente, la inviabilidad del mismo. Pongamos un feto que no pueda sobrevivir en el exterior más que unas horas, incluso unos minutos. Si se defiende tan ardientemente el derecho a nacer, ¿por qué se les niega cruelmente el derecho a morir? ¿No les asiste a los padres la potestad de que el feto reciba la extremaunción y el perdón por sus pecados intrauterinos?  Desde un sano espíritu demócrata y cristiano, solo cabe rechazar que la circunstancia menor de no haber nacido vulnere tu condición de ciudadano. Cualquier modificación normativa debe recoger para el feto o el cigoto todos los derechos cívicos, sin que valga la excusa de que todavía no ha nacido, porque, como bien explicó el señor Ruiz-Gallardón, siguiendo los criterios científicos de Carmen Sevilla, los fetos son personitas que todavía no han tenido tiempo de afiliarse al Real Madrid o a sacarse un abono en el Teatro de la Ópera. No hay ningún artículo en la Constitución que establezca que no haber nacido constituya un obstáculo para ejercer el voto, por ejemplo. Los fetos no han tenido tiempo de leer nada, ni siquiera la prensa extranjera o el BOE, y no existe riesgo, por tanto, de que se inclinen por el PSOE, IU o UPD. Ruiz-Gallardón tiene una ocasión excepcional para avergonzar moralmente al resto de Europa y, al mismo tiempo, ampliar la base electoral del Partido Popular. Quiera Dios que la aproveche.

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