Desde que el pasado año el Gobierno español anunció su voluntad de “descentralizar” instituciones y entes públicos –un total de ocho entidades – todo se me antojó ligeramente caótico. Y en buena parte sigue siéndolo. Esta estrategia respondía, según el Ejecutivo, “a la convicción del gobierno de compartir Estado (sic) y acercar la administración a la ciudanía”. Francamente el funcionamiento operativo y la ubicación de las nuevas y viejas agencias debería tener como criterio central y prioritario maximizar su productividad, eficacia y eficiencia, pero el mantra de la descentralización – en un Estado por lo demás ya semifederalizado – todavía parece una golosina progresista irresistible. Como si instalar una agencia nacional en Soria, en Huelva o en Santa Cruz de Tenerife fuera un triunfo local para cualquiera de dichas ciudades y derramara sobre las mismas leche y miel. Pues no: una entidad nacional se ocupará, obviamente, de todo el territorio nacional y de los intereses de centros y proyectos de todo el país, sin favorecer –salvo por los empleos funcionariales — a la ciudad, la comarca o la provincia que acoja su sede física. Otra cuestión relevante es cómo este proceso de descentralización puede afectar al sistema de I+D+i español, que todavía no se ha recuperado después de las catástrofes presupuestarias de la crisis de 2008.
El Consejo de Ministros ha decidido finalmente que ni la AEE ni la Agencia Española de Supervisión de Inteligencia Artificial –ambas de nueva creación — tendrán su sede en Canarias. Algunos afirman – pobres loquinarios –que las hemos perdido, olvidando ese bello y triste soneto de Borges que proclama que solo se pierde lo que no se ha tenido nunca. La Agencia Espacial se instalará en Sevilla y la Agencia de Inteligencia Artificial en La Coruña. Podrían perfectamente haberse anclado en las islas, sobre todo la primera. Pero este debate, cargado de expectativas interesantes e intereses legítimos, está fundamentalmente errado. Por supuesto que Canarias disponía de elementos positivos en su oferta: el Centro Espacial de Maspalomas, el proyecto Stratoport for Haps en Fuerteventura, el Instituto de Astrofísica de Canarias o el admirable equipo de investigación que el doctor José Francisco López Feliciano dirige en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Pero es tan meritorio como insuficiente, sobre todo, cuando ni en las universidades isleñas ni el Gobierno autonómico han realizado un esfuerzo particularmente intenso ni inteligente para conseguir el objetivo. Y, con todo, eso no es lo más decisivo. Lo más decisivo es que los méritos antedichos no son producto de una política científica canaria más o menos sistemática, sino que se han producido a pesar de muestro acendrado miserabilismo científico, investigador y tecnológico.
Canarias es la comunidad autónoma que menos recursos públicos dedica a la investigación, el desarrollo y la innovación. Si España dedica en sus presupuestos un 65% de la media europea en I+D+i Canarias dedica menos de la mitad de la media española: fueron unos miserables 105 millones de euros en 2021. En 2019 se dedicaron 26 céntimos per cápita a la investigación y el desarrollo y en 2002 serán 32 céntimos per cápita. Ambas Universidades canarios – y obviamente sus respectivos centros de investigación – padecen una infradotación presupuestara inconcebible en cualquier país civilizado y que quiera homologarse con una universidad superior pública de calidad. En esta situación, ¿cómo imaginar un tejido empresarial denso y creativo relacionado con la industria aeroespacial, la inteligencia artificial o la nanotecnología? ¿Una investigación básica y aplicada en expansión como centro de un sistema público/privado de I+D+i capaz de captar talento y diversificar nuestra actividad económica? ¿Sevilla? Sevilla está bien donde está. Los que estamos lejos somos nosotros. Lejos de nosotros mismos.