Lanzarse indignadamente a pleno pulmón en las profundidades de la economía sumergida puede terminar en infarto cerebral. La publicación de un interesante informe de Gestha (colectivo de inspectores de Hacienda) correspondiente al año 2012, y que señalaba que la economía sumergida en Canarias rozaba el 28% del PIB, es decir, movía unos 11.200 millones de euros, ha causado las habituales reacciones de estupefacción y escándalo (en España se sitúa en un porcentaje inferior, aunque no demasiado, el 24,6% del PIB nacional). Es evidente que hago funcional mal –si no pésimamente – en los mecanismos fiscales del país, cuyo Gobierno, en una situación como la actual, no ha actuado para reforzar medios técnicos y plantillas en la Agencia Tributaria, dedicándose, por el contrario, a desplegar vendettas contra funcionarios demasiado impertinentes, cuando no rojos y masones, y a recolocar a su fiel infantería en el escalafón administrativo. Lo malo es que el justificado escándalo de estas cifras suele alimentar directamente convicciones y posturas milagreras, para las cuales bastaría con reflotar legalmente toda esta pastizara y desaparecería en un instante el déficit estructural del Estado, se podrían mantener los servicios sociales y asistenciales del Estado de Bienestar, e incluso potenciarlos, las pensiones podrían aumentar por encimar de la inflación y la pesadilla de los recortes llegaría a su fin.
No es así. La lucha contra el fraude fiscal debería transformarse en una prioridad política, pero sin desconocer que sus resultados no eliminarán la imperiosa necesidad de reducir racionalmente el gasto público. La legalización de la economía sumergida no permitiría eliminar casa automáticamente — aunque cierta izquierda se embelece con esta fantasía — la crisis fiscal del Estado por tres razones básicas. Primero, muchas de las actividades opacas fiscalmente dejarían de desarrollarse si se sometieran al control tributario correspondiente; solo son rentables para sus auspiciantes, precisamente, por operar fuera del sistema. Muchas otras tributarían minúsculamente. Segundo, el mismo afloramiento de la economía sumergida implica gastos: un nuevo afiliado a la Seguridad Socia, por ejemplo, los supone. Tercero, Canarias, territorio fragmentado con una economía devastada por la desaparición de la construcción y un paupérrimo consumo interno, no presenta una estructura productiva como Gran Bretaña, Francia o Dinamarca: la persecución del fraude fiscal es más compleja y ardua y, en última instancia, no es el éxito tributario lo que supone una economía sana y pujante, sino más bien lo contrario.
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