Jordi Évole entra en la popular cafetería de un barrio barcelonés seguido por Pablo Iglesias y Albert Rivera mientras musita con su voz de grillo honesto y hambriento de verdades: “No hemos preparado nada, no hemos negociado nada, vamos, ni dónde se van a sentar ustedes tampoco…” Los invitados sonríen, pero yo, desde mi sofá, no puedo evitar una carcajada. Unos minutos antes el público pudo ver cómo Rivera recogía en su coche a Iglesias para llevarlo hasta el bareto y durante el trayecto sostenían una conversación cortés y banal. El último Salvados de Évole no fue un debate político-electoral, sino un sólido programa de televisión en el que, obviamente, todo estaba preparado, negociado y ultimado cuidadosamente. Y lo que impide considerarlo un debate político entre los líderes de Podemos y Ciudadanos es, precisamente, eso mismo: que esa conversación no se emitió en directo y no estaba sometida a un conjunto de reglas admitidas por los interlocutores, gestionadas por un moderador y conocidas por los espectadores. Es realmente sorprendente haber leído o escuchado a decenas de periodistas durante las últimas horas piropos enamorados a la penúltima invención de Évole, que consiste en dirigir y editar un programa que figura ser un debate político. Évole es un hábil artífice de ficciones televisas, se reinvente el 23 de febrero de 1981 o entreviste a un ex ministro o se tome una cocacola light con Esperanza Aguirre, que lo mismo da. Su éxito – virtudes expresivas y técnicas al margen – consiste en ofrecer exactamente las ficciones que su público demanda: ese maniqueísmo realista alimentado por las verdades terribles y escandalosas de un chico bajito e inocente que mantiene un asombro ilimitado ante los males del mundo y su endiablada capacidad de reproducción.
Al comienzo del programa se recuerda el debate televisivo entre Felipe González y José María Aznar que moderó Manuel Campos Vidal en 1993. Es gracioso: lo presentaban como una antigualla muy distante de los nuevos tiempos y de los estilos y retóricas de las fuerzas políticas emergentes. Por supuesto, la engañifa es que aquel diálogo entre González y Aznar sí fue un debate: se emitió en riguroso directo, desde luego, y con unas reglas que regulaban tiempos e intervenciones. Como se hace, más o menos, en todos los países civilizados, empezando por los Estados Unidos, donde se inventó este género. Pero lo guay es esto. Un montaje televisivo simpaticote que crea situaciones, no las registra, una cafetería muy popular, pero cerrada a cal y canto durante la cháchara, ninguna pregunta incisiva por parte de un moderador que a buen seguro pagaba los cafeconleches y de la que su madre se sentiría orgulloso. Como modernidad, sinceramente, queda un poco raruno.
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