Creo que en el fondo de la estima sincera por alguien como Alfredo Landa reside el reconocimiento a una virtud tan desconocida en este país que suele pasar desaperciba. La profesionalidad. Ver profesionalidad por aquí – el esfuerzo en el trabajo bien hecho, la entrega para desarrollarlo, la dicha de estar condenado a realizarlo – es como observar un elefante deambular por la calle. Al principio, simplemente, no lo vemos; luego lo confundimos con cualquier cosa, incluso con un elefante. Alfredo Landa llegó a Madrid con cuatro duros y a los cuatro años ya estaba haciendo teatro con los mejores y pasó casi inmediatamente al cine cómico de la época. Si se repasan sus películas de entonces – se echó decenas entre pecho y espalda – se comprobará un hecho muy humilde, como suelen ser los hechos: en ninguna está mal. En ninguna es imposible no identificarlo de inmediato. Para el landismo creó Landa un español estereotípico del cual los españoles pudieran reírse sin crueldad, aunque ese cine, básicamente infecto, esté basado en la explotación de la represión sexual y la misoginia de la España franquista. Cuando tuvo oportunidad introdujo matices. En una comediada tan deleznable como No desearás al vecino del quinto – la película con más espectadores del cine español, después de los sucesivos Torrentes de Santiago Segura — Landa interpreta a un play boy emboscado y a un gay impostado, pero lo curioso es que en ambos papeles opta por el histrionismo paródico y hay instantes en que las fronteras entre ambos personajes se desdibujan peligrosamente.
La profesionalidad fue lo que salvó a Landa del landismo y le permitió alimentar su talento. Porque el talento, contra lo que suponen muchos, no es una ráfaga que sopla libremente por el aire: el talento necesita macerarse y se macera boxeando con él diariamente, dándole de hostias sin cesar, para que espabile. Así consiguió Landa una construcción tan prodigiosa como la de Paco El Bajo en Los santos inocentes. Porque Landa, que comenzó en el cine haciendo el estereotipo de paleto salido, terminó encarnando a los hombres corrientes y, muchas veces, a los más humildes, los más desgraciados, los más azacaneados por un destino que les pesa como una maldición, un estigma o una tormenta indescifrable. Ese chico bajito y menesteroso, hijo de un guardia civil, aprendió a tocar con los dedos la realidad de un alma y nos la devolvió, a veces, con una simple mirada perdida en el vacío.
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