La muerte de Almudena Grandes ya es una pequeña industria que beneficia a todo el mundo salvo, muy matizadamente, a la difunta. Todo empezó por los honores debidos a la escritora muerta. La derecha y la ultraderecha se negaron a distinguirla con el título de hija predilecta de Madrid. A mi juicio cualquier escritor que se precie, así haya ganado cierta fama o prestigio, debería incluir en sus disposiciones testamentarias la exclusión terminante de tales guanajadas, de las que siempre cabe sospechar que están destinadas a exaltar más a los homenajeadores que a los homenajeados. Pero sea. La derecha y la ultraderecha –si es que cabe distinguirlas aquí – se negaron a apoyar el reconocimiento con su voto. Algunos lo justificaron porque Almudena Grandes los criticó mucho y llegó a la descalificación y al insulto en su celo progresista. Para Grandes el mundo era así de tranquilizador y transparente: estaban los suyos, que lo eran pese a todos sus claroscuros, y estaban los otros, inevitablemente malvados, aunque aspiraran a la decencia. Eso le ocurría también en sus novelas históricas o políticas, no sé bien cómo llamarlas, cuya potencia creativa – a veces admirable en su creación o recreación de atmósferas materiales, emocionales o ideológicas — siempre acababa empañada por un moralismo de parte que era su mayor debilidad narrativa y que sin embargo entusiasmaba a sus lectores. Todo eso, por supuesto, no legitima el rechazo rencoroso del PP y Vox. Se les proponía reconocer una labor intelectual y un compromiso literario, no sus buenos o equitativos modales. Pueden encontrarse muchos ejemplos en los países civilizados; elijo la ocasión en la que en medio de las manifestaciones de mayo de 1968 la policía francesa detuvo a Jean Paul Sartre. Por supuesto fue identificado en comisaria, y el comisario transmitió la identificación al prefecto y el prefecto al ministro del Interior y el ministro del Interior al presidente de la República. La orden de liberación fue fulminante; el pequeño filósofo volvió a la calle con una mirada bizca pero triunfal. Sartre había escrito auténticas barbaridades sobre el general De Gaulle durante quince años. Unos días después, en una rueda de prensa, De Gaulle respondió lacónicamente cuando le preguntaron al respecto: “Francia no encarcela a Voltaire”. Y pasó a otro asunto.
La cosa no ha dejado de empeorar porque los hay decididos a estirar la necrológica hasta el horizonte oscuro de cualquier desvergüenza. Así que impúdicamente se comienza a hablar del gran amor de Almudena Grandes, certero como un disparo, de cómo conoció a su esposo, milagroso encuentro, de por qué (atención) se enamoró de él y viceversa. Asombrosamente el esposo también participa en esta ceremonia pasmosa para explicar, entre muchas otras cosas, que ha tenido la suerte de compartir la vida durante treinta años con la persona que amaba. No sabe uno qué pensar –sinceramente — de un compañero de treinta años que se pone a hablar en los periódicos de los sentimientos compartidos con su esposa enterrada hace pocos días. Todo esto se ofrece empaquetado en un artículo que se titula “El amor existe” y que firma una joven cuyos conocimientos sobre el asunto deben ser tan vibrantes como enciclopédicos. A mí se me antoja de una procacidad muy poco tolerable, una corintellización de comportamientos y actitudes – el amor o el desamor, la intimidad física o psicológica, el establecimiento de jerarquías sentimentales – cuya verdad es escasamente dilucidable y que, por tanto, tiene muy poca relación con el periodismo.
Pero pasarán los años. Una mañana de luz o de lluvia reencontraré una novela de Almudena Grandes y podremos reencontrarnos los dos sin reconocimientos municipales frustrados, sin dulces leyendas de amor ni excomuniones políticas de un tiempo oscuro, y una vez más surgirá la literatura, que es lo que ocurre siempre que se encuentran el lector y el escritor en un libro vivo.