Algunos lectores se han molestado por el articulejo del pasado domingo publicado en esta sección. Si fueran exprogres cuarentones mostrarían su irritación denunciando que esto parece El Viejo Topo. Como no lo son, simplemente, expresan su incomodidad vertiendo denuestos sobre el articulista, lamentando patologías de inmadurez izquierdosa no superada, denunciando la puerilidad de un argumentarlo obsoleto o proponiendo explícitamente que me vaya a Cuba, que ya me gustaría (durante un par de semanas). Nada excesivamente original, como pueden ver. Los más interesantes son los que se denominan liberales, o libertarios de derecha, o anarcocapitalistas, entre los que tengo incluso, aunque el afectado no lo crea, algún estimado amigo. Está en curso una batalla cultural e ideológica entre los defensores de las bondades del capitalismo globalizado y los críticos a una globalización capitalista guiada por sus propias leyes and nothing else, y francamente, aunque a veces uno puede horripilarse con algunos compañeros de viaje en el segundo grupo, nunca me podrán encontrar en el primero.
Los amigos liberales, libertarios de derecha o anarcocapitalistas – son familias distintas y a veces distantes, pero mancomunados sacrosantamente en la lucha final – tienen sus propios demonios. El principal es el Estado y las administraciones públicas. El sano cuerpo de la economía capitalista debería ser exorcizado de semejantes miasmas y entonces todo funcionaria razonablemente tanto desde su punto de vista material (productividad, asignación de recursos, eficacia y eficiencia) como moral (mayor libertad del individuo). Y en eso pasan sus noches y sus días: bailando su peculiar danza ritual para denunciar las elefantiásicas administraciones públicas, los disparatados gastos sociales, el poder maligno de las partidocracias, la proliferación coactiva de leyes y reglamentos, la reducción del ciudadano a una infeliz marioneta estabulada por normativas que minan alevosamente su capacidad de elección y que es saqueada fiscalmente para pagar desde la educación y la sanidad públicas hasta la última estupidez que se le ocurra al político de turno. ¿Cuál es la solución? Pues verá, está encerrada en una máxima del admirado Ronald Reagan: “El Gobierno no es la solución, el Gobierno es el problema”.
Ronald Reagan (ahora transmutado nada menos que en ideólogo: jamás tuvo una idea en la cabeza) aumentó durante su mandato el déficit público de los Estados Unidos practicando una suerte de keynesianismo militar, pero ni caso. Es realmente sorprendente que después de lo ocurrido en la economía de Europa y los Estados Unidos, que tiene su principal factor desencadenante en la brutal desregulación de los mercados y las instituciones financieras, en la renuncia expresa de los poderes públicos en ejercer un papel básico de tutela y fiscalización en beneficio de la propia estabilidad del sistema, los ideólogos del neoliberalismo y sus encendidos seguidores nos aturdan explicándonos que la maldita culpa de todo lo tienen los Estados, las administraciones públicas, las leyes y reglamentos que estrangulan la iniciativa del individuo, auténtico baluarte del desarrollo y garantía de la libertad. Yo sostengo modestamente que los partidarios de esta postura que no practican el cinismo están instalados en una peligrosa pero enaltecedora confusión. Confunden partidocracia con política democrática y con el ideal democrático mismo, confunden capitalismo globalizado con el triunfo de una ética, confunden los derechos y deberes del individuo hasta el punto de encontrarlos incompatibles con la articulación de formas de organización capaces de garantizar una convivencia razonable, una vida digna que anteponga sin ñoñeces la cooperación a la competencia sobre objetivos de interés general, un desarrollo económico sostenible, una limitación, por meras razones de gobernanza política y prudencia ecológica, al mandato de creced y enriqueceos.
Uno de los problemas nucleares de la globalización es que significa una sociedad mundial sin Estado mundial ni gobierno mundial: la difusión de un capitalismo globalmente desorganizado, donde no existe ningún poder hegemónico estatal ni ningún régimen internacional de carácter político o jurídico. No es un fenómeno de feliz anarquía creativa: es una red de poderes de alta concentración en tensión y competencia que no conocen más leyes que las del mercado y que casi han abolido el control de los Estados. Los amigos anarcocapitalistas abominan del control político y del intervencionismo de las administraciones públicas, pero de la intervención de potentes intereses empresariales y financieros en la acción política y legislativa de las temblorosas democracias representativas no tienen absolutamente nada que decir. Un individualismo obsesionado consigo mismo (la concepción cuasireligiosa sobre el individuo como alfa y omega de la concepción moral del ser humano) y el fundamentalismo del mercado es un cóctel explosivo, mejor aún, un cóctel que ya ha estallado, para satisfacción de una minoría insignificante y desgracia de las mayorías ciudadanas. Este individualismo, que es cualquier cosa menos un individualismo ilustrado, inteligente y solidario, es un mito de bolsillo, como es un mito con bolsillos la pontifical infabilidad de los mercados. Lo que hacemos tiene importantes efectos sobre los demás; y si somos lo que somos es gracias, al menos parcialmente, a los esfuerzos, a los éxitos y los fracasos, de los demás. Y desde ese punto de vista, la solidaridad (con personas que no conocemos y aun con personas que no han nacido) no es una pía respuesta moral, sino un inteligente sistema de estabilidad y cohesión sociales, plasmado en un Estado de Bienestar que, sin duda, necesita de correcciones y reajustes, pero que representa el mayor grado de bienestar material y participación democrática alcanzado jamás en Europa y, parcialmente, en Norteamérica.
De la exaltación de un individualismo tebeístico y la confianza irrestricta en los mercados financieros, en la bondad intachable del capitalismo globalizado, se derivan apriorismos y consecuencias morales singularmente curiosas. E irresponsables. Tomemos el ejemplo del rescate financiero solicitado por el Gobierno portugués. Son terribles las consecuencias que para la vida cotidiana de la inmensa mayoría de los portugueses tendrá el rescate financiero a cuenta de la UE y el Fondo Monetario Internacional. Pueden mirarse en el espejo griego para hacerse una idea. ¿Y quién es el responsable? Pues los responsables, en buena lectura neoliberal, son los propios portugueses. ¿Por qué eligieron legisladores tan incapaces? ¿Por qué eligieron a Gobiernos que no hicieron su trabajo, es decir, romperles la crisma desde casa? Y así se cierra el debate. Es un estupendo argumento que exponerle a un campesino arruinado del Alentejo que es incapaz de situar Bruselas en el mapa o recordar una directiva comunitaria. Este neoliberalismo, anarcoide o no, solo admite concentraciones homeopáticas de democracia. Cerraré con otro ejemplo, realmente precioso, de las relaciones entre economía, democracia y ética que he encontrado en el blog de Jorge Valín, colaborador habitual de Libertad Digital y del Instituto Juan de Mariana y seguidor de la Escuela Austriaca, por lo visto, con mucha sachertorte en su caja craneana. Les invito que lean el articulito en cuestión sobre los anunciados despidos de Telefónica y la caña que le mete a Nacho Escolar por criticar el despido del 20% de la plantilla del antiguo monopolio, unos 5.600 empleados, pese a ganar más de 10.100 millones de euros en 2010. Nada, nada. Una futesa. Valín le explica a Escolar que no tiene derecho a criticar lo que deciden los accionistas, que la culpa es indirectamente de Zapatero, porque los de Telefónica debe aumentar su dividendo para tranquilizar a sus inversores en España y Latinoamérica, que lo que hace Telefónica, muy astutamente, es abaratar costes preparándose para un entorno futuro más competitivo. Escolar es un botarate, los parlamentarios son idiotas y la crítica, simplemente la crítica a este comportamiento empresarial, un acto de barbarie intolerable en una sociedad libre. Como corolario Valín, qué buen apellido, explica que el artículo de Escolar “es una oda al rencor, el odio y la envidia socialista, que toma como chivo expiatorio a los altos directivos de Telefónica, pintándolos como ladrones, cuando tener buenas ideas para hacer crecer una empresa y que obtenga buenos resultados, cobrando por ellos, no lo es”. En los tres últimos años, el sueldo de los directivos de la Compañía Telefónica se incrementó más de un 12%. El presidente César Alierta, el consejero delegado, Julio Linares López, y José María Álvarez-Pallete, responsable de Telefónica en Latinoamérica, se repartieron en 2010 unos veintiún millones de euros, entre sueldos, retribuciones en especie y fondos de pensiones. A las pocas horas de anunciar los recortes se convocaba junta general de accionistas, en la que se propondrán nuevos incentivos millonarios para premiar a sus directivos en los próximos años, incluida la concesión de paquetes accionariales. Ideólogos como el señor Valín son ferozmente incapaces de entender la legitimidad de la crítica a una empresa, porque se empecinan en considerar que solo cabe respetar los intereses de los accionistas, y jamás los de los trabajadores ni el de sus conciudadanos. Dicho en su tabernario lenguaje habitual: también está en juego mi dinero, porque a los 4.000 despedidos en España habrá que pagarles el subsidio de desempleo y no se les despojará de los servicios públicos de sanidad y educación.
La colección de babas efervescentes, impropias de una persona mayor de edad, que ofrece Valín en sus textos, representa un acabado ejemplo de la concepción de la sociedad del llamado anarcocapitalismo: la convicción propagandística de que el modelo político de una sociedad debe mimetizar organizativa, operativa y moralmente la estructura y el comportamiento del mercado capitalista. Ese es el subtexto real de la máxima reganiana: “La democracia no es la solución, la democracia es el problema”. Los que ganan casi siempre se lo merecen. Para los que pierden casi siempre puede quedar la caridad, nunca el odioso subsidio de desempleo, y una suscripción gratuita por seis meses al boletín de la Fundación Juan de Mariana.