“No fue sacrificado Isaac como se cuenta,/vivió muchos y venturosos años, hasta que la luz de sus ojos oscureció./ Pero a su progenie le transmitió aquel momento./Nace/con un cuchillo en el corazón”. Los versos pertenecen a un poema titulado Herencia. No los escribió un enemigo de Israel, sino un laureado poeta judío, Haim Gouri. El miércoles murieron en Gaza 119 palestinos más bajo las bombas y ayer Netanyahu llamó a 16.000 reservistas. El Gobierno de Israel sostiene y amplia su ataque despiadado. Las reacciones que leo en las redes sociales – muchos amigos, muchos compañeros – me espantan. Porque junto a la simpatía y la adhesión a las víctimas palestinas condenan la violencia organizada –la guerra – desde una judeofobia demencial, desde un antisemitismo desatado, grotesco, espeluznante, que se nutre satisfechamente de una ignorancia casi intachable sobre el oriente próximo. Mientras los más de 200.000 muertos en la guerra de Siria –entre los que abundan niños y ancianos — apenas producen algunos tuits somnolientos incontables ciudadanos españoles y europeos se desgañitan apasionadamente sobre la matanza en Gaza. Por supuesto que estoy contra esa guerra delirante y atroz que Israel no podrá ganar jamás ni los líderes políticos palestinos conseguirán rentabilizar nunca. Pero me asalta la incómoda sensación de que se instrumentaliza casi universalmente a los palestinos. Los palestinos son las víctimas perfectas. Sirven para clamar contra Israel, es decir, contra los Estados Unidos, o sea, contra el orden político y económico internacional. La solidaridad con los palestinos se convierte así en una santificación – bañada con sangre, por supuesto, ajena – de las convicciones propias. Y el crepitar de esas convicciones alimenta de nuevo un odio cada vez más exaltado. Se debería empezar, en cambio, por alguna evidencia. Por ejemplo que, tal y como escribió el maestro Sánchez-Ferlosio hace tiempo, el millón y medio de palestinos que habitan en la franja de Gaza son prisioneros simultáneamente de Israel y de Hamás. Y tal cosa no significa ni disculpar comprensivamente los atroces bombardeos del Gobierno de Tel Avi ni olvidar la soberbia criminal de la organización palestina. No se trata de refugiarse en ninguna equidistancia, sino de exigirse comprender lo que pasa en la medida en que se pueden entender dos pulsiones de destrucción en litigio que hunden sus raíces en intereses extraordinariamente complejos y yuxtapuestos, en la pestilencial bruma de las religiones, en el miedo de un Estado que no quiso ser reconocido por sus vecinos y ha terminado por envilecerse y un pueblo sometido por sus peores profetas armados. Naciendo todos, durante siglos, con su propio cuchillo clavado en el corazón.
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