Antonio Cubillo jamás entendió Canarias. Pero nunca se preocupó por ello. Le bastaba la Canarias que imaginaba y que no era otra cosa que un término adjetivo de su propia personalidad. Falsificó una patria –como tantos otros –para poder convertirse en un patriota. La patria canaria – más guanchinesca que guanche – era el galvanizador de un ególatra convicto y casi confeso, porque casi es una confesión psicoanalítica contar en sus delirantes memorias que, no solo en materia independentista, lo había inventado todo, incluso la rueda. Lo curioso es que durante cerca de veinte años llevó una vida realmente aventurera y conoció a líderes revolucionarios y seudorevolucionarios de media África y llegó a tomar café con el Che Guevara, quien endureció la expresión cuando le dijo que luchaba por la independencia de Canarias. Pero ese fabuloso tránsito que llevó a un mediocre y parlanchín abogado al cruce de caminos de las independencias africanas, a despachos ministeriales y a las oficinas de la UEA nunca le fue suficiente. En esa época de procesos emancipatorios y exaltaciones políticas, en la que pululaban voluntarios, espías, iluminados, déspotas en agraz y oportunistas hambrones, desde principios de los sesenta a mediados de los setenta, cualquiera que se presentara con un supuesto proyecto anticolonialista bajo el sobaco tenía una oportunidad para recibir simpatías, un pasaporte y hasta un currito de supervivencia. Cubillo, astuto y esquinero, aprovechó la oportunidad. Pero solo aprendió a barloventear felizmente por las burocracias del régimen revolucionario argelino, muy pronto petrificado y militarizado. De política, economía o historia, en cambio, no aprendió nada.
Y es que lo sabía todo. Sabía que, salvo en matices insignificantes, Canarias era como Argel, Mauritania o Túnez: colonias de metrópolis que se enriquecían con la explotación feroz de sus recursos naturales. Así que se limitó a aplicar el mismo rasero, la misma fórmula, el mismo diagnóstico. E inevitablemente terminó por acuñar un independentismo racista y una fantasía política basada en un régimen corporativista pero con moneda propia. Al final, tras un atentado criminal y reiteradas escisiones y excomuniones en sus minúsculos partidos, derivó en un icono inofensivo, pintoresco y televisable, no de los independentistas, sino de la clase política gobernante y de los medios de comunicación.