Uno de los aspectos usualmente menos considerados en el análisis crítico del régimen chavista en Venezuela es la degeneración de su sistema judicial. Como ocurre con casi todo en el chavismo la transformación del sistema judicial venezolano comenzó a desarrollarse bajo unas discutibles buenas intenciones y ha terminado en un inequívoco pudridero. Ya en agosto de 1999 se creó un denominado “régimen transitorio de reorganización de los órganos de poder judicial”, regido por una Comisión de Emergencia Judicial (posteriormente Comisión de Funcionamiento y Reestructuración del Sistema Judicial) que, en efecto, ejercicio sus poderes transitoriamente…durante casi doce años. A lo largo de dicho periodo fueron designados docenas de jueces en Venezuela sin convocar jamás concurso público de oposición: un mecanismo de nombramiento (y destitución) arbitraria de magistrados que violó cualquier garantía de estabilidad e inmovilidad de los mismos. En la actualidad más del 50% de los jueces venezolanos – nombrados a dedo por afinidades ideológicas, cuando no por una militancia activa en el PSUV o en alguna de sus organizaciones originarias — continúan en situación de provisionalidad. Por supuesto la naturaleza provisional de su cargo y sueldo es un estímulo para dictar sentencias políticamente correctas. Cuando no es así puede ocurrirte lo de la magistrada María Lourdes Afiuni, que tuvo la mala cabeza de liberar a un banquero porque, según el código penal, no podía prolongarse más su prisión preventiva. Hugo Chávez en persona, frente a las cámaras de televisión, la calificó de “bandida” y “canalla” y ordenó al fiscal general que solicitara una pena de treinta años, asegurando que hasta que se celebrara juicio “no saldría de la cárcel”. Pudo escapar un año después, maltrecha y enferma, pero expulsada al cabo de la carrera judicial sin mediar proceso judicial ni procedimiento administrativo por ningún lado. Mientras tanto, en la cúspide, fulge un prostibulario Tribunal Supremo –su presidenta fue dirigente y candidata del Movimiento V República — que jamás ha fallado contra ningún acto del Gobierno, y que se apresura a avalar sin una mueca cualquier decisión del Poder Ejecutivo: desde rumbosas leyes habilitantes hasta reformas constitucionales incrustadas a golpe de decretos presidenciales.
Así que es perfectamente comprensible el temor por la suerte del alcalde metropolitano de Caracas, Antonio Ledesma, detenido ayer a punta de pistola por la policía política venezolana en su propio despacho. Nicolás Maduro, ese cruce entre payaso acobardado y gangster de corazón de oro, insistió ayer en que él era el pueblo y Ledezma estaba involucrado en un golpe de Estado. Y si lo dice Maduro no hay discusión. Entre los jueces venezolanos, al menos, no habrá ninguna. En el momento de su detención Ledezma (como Leopoldo López) ya estaba sentenciado y condenado.