El magnífico anuncio de la apertura de una negociación pública entre los gobiernos de Estados Unidos y Cuba para el restablecimiento de relaciones diplomáticas, con la suspensión del bloqueo comercial que ha padecido la isla durante medio siglo en un plazo razonable, produjo una primera reacción sorprendente: Cuba había ganado y las izquierdas comunistas tiraban voladores. ¿Qué es lo que lleva a muchas izquierdas — e incluso a algún que otro socialdemócrata hiperestésico – a seguir defendiendo el régimen político cubano? Esta apología entusiasta tiene, en realidad, un único argumento poderoso: sin la Cuba moldeada por el castrismo (y entiéndase la actual Venezuela como un énfasis añadido) desaparece la única referencia alternativa al capitalismo. Es simplemente un asunto de legitimidad – y credibilidad – de una ideología, el comunismo leninista, pertinazmente refutada por la realidad de sus ruinosos resultados políticos y económicos. En Cuba también.
Porque Cuba, al filo del 2015, nada tiene que ver con el país que era hace apenas una década, no digamos un cuarto de siglo. Si Cuba estuviera gobernada por comunistas europeos (o argentinos) el régimen se hubiera hundido en los años noventa. Para su supervivencia, por supuesto, el petróleo venezolano ha sido singularmente valioso, pero no estratégicamente decisivo. El castrismo, todavía con Fidel en el poder, comenzó a liberalizar moderada y a veces titubeantemente la economía, a estimular la inversión extranjera, a abrir con timidez el consumo, a desestatalizar, siquiera muy parcialmente, la actividad agraria, a intentar racionalizar una administración ineficaz y parasitaria. Todas esas medidas y otras se han intensificado (administrativa y legalmente) bajo la dirección de Raúl Castro. El modelo – con todas las adaptaciones caribeñas que se quiera – es China: mayor libertad económica como única forma de salir de una miseria más o menos digna o trapacera bajo el férreo e indiscutible control del partido único y las Fuerzas Armadas. Remedando a Fidel, dentro de la liberalización económica y de una apertura prudente al capital y a la propiedad privada, todo, fuera del orden político, ideológico y militar, nada. Es la economía (la única economía realmente existente: el capitalismo, las inversiones del capital privado, el libre comercio) el motivo último y central que ha puesto de acuerdo a Obama y a Castro. El primero presionado por gobiernos y grandes empresas europeas y, en especial, latinoamericanas. El segundo a sabiendas que no le queda otra opción que arriesgarse a una hipotética inestabilidad política futura para conservar la estabilidad política presente en el delicado tránsito hacia un gobierno – y una gobernanza – que no dispondrá ya de las figuras míticas de Sierra Maestra. Aquí no ha ganado ni el socialismo, ni la dignidad, ni la honestidad, ni ninguno de esos pujos calderonianos a los que son tan extrañamente aficionados los comunistas. Ha ganado el sentido común sobre un montón de billetes crepitantes.