Al parecer el alcalde de Santa Cruz de Tenerife se encuentra particularmente interesado en que los habitantes de la capital se sientan orgullosos de su condición de chicharreros. Si habrá cosas de las que preocuparse, pero se conoce que un alcalde, como una divinidad menor y tutelar, debe estar en todo. Precisamente mi mala educación santacrucera, en cambio, me conduce al temor. Al temor de sumar a la diversión obligatoria de febrero y al pasmo bucólico de los bailes de mago de mayo el orgullo terruñero durante todo el año. No, hombre, no. Uno no debe estar orgulloso de hacer nacido en un sitio concreto en lugar de en otro. Es un accidente, digámoslo así, escasamente meritorio. Tampoco avecindarse en una ciudad por cualquier motivo puede ser raíz de un orgullo floreciente. Si cabe un orgullo, un orgullo silencioso, sólido y civilizado, un orgullo alejado de cualquier imbecilidad de campanario y que no entienda la crítica como una agresión criminal, es el que deriva de lo que hacemos o dejamos de hacer cada día. Del patrimonio acumulado de nuestros gestos y comportamientos individuales y colectivos. Las ciudades se construyen y destruyen cotidianamente entre todos. Esta ciudad de cadáveres bronceados, tachonada de cruces de martirio e ignorante de sí misma hasta la ataraxia de los gorrinos en San Martñín, ha sido urbanísticamente maltratada con un entusiasmo digno de mejor causa. Pero los que se mean en los portales, ponen comida a las ratas, escupen chicles en el suelo, chillan a los transeúntes, destrozan esculturas o grafitean paredes también le dan de patadas. También contribuyen a hacerla dulcemente inhabitable.
¿Y estos nuevos artífices de la identidad santacrucera? Qué espanto. La memoria que sirve de sustrato a la hipotética identidad urbana sería el sabroso perfume de las tiendas de perros calientes, la barra de un cine ya desmontada, dejar manco al inglés ese de la peluca, loco, un baile de salsa donde nadie bailaba salsa y que entró en un libro de record o eso dicen. En síntesis, la memoria de un chachón de barriada al borde de la oligofrenia y el medio siglo. Me parece que no, que nadie va a comprar eso. Sin memoria (y aquí se ha odiado y perseguido, incluso, a la memoria) no hay identidad y sin identidad (siempre ambigüa y nunca canónica) no puede existir el orgullo irónico, flexible y responsable que necesita esa ciudad moderna que improbablemente deberíamos ser. Yo confío siempre, finalmente, en lo que descubren y expresan los poetas, como Bruno Mesa: “La historia y la desidia se han puesto de acuerdo en esta esquina:/ somos como los sicilianos de Tomasi di Lampedusa,/que no pueden cambiar porque se creen dioses./ No es necesario contar los exilios o conjeturar una huida:/ el desmoronamiento es mudo como la gangrena”.
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