Canarias

Megalodón

Han descubierto restos de fósiles de megalodón al norte de Canarias, más concretamente, cerca de La Graciosa. El megalodón fue una bestia horrible que podría llegar a medir 20 metros y pesar varias toneladas: el mayor  depredador que ha conocido el planeta. Lo imagino, formidable y magnífico, recorriendo las aguas del Archipiélago – por entonces apenas unos cuantos islotes pelados – mientras se zampaba ballenas, tiburones y delfines que recalan en las cálidas aguas de la costa africana. Probablemente se equivocaron a la hora del diseño del escudo de esta maltrecha comunidad autonómica, y en lugar de perros, debieron colocar un megalodón. Porque aunque los científicos afirmen que la terrorífica bestia se extinguió hace al menos un par de millones de años de alguna manera la monstruosa criatura ha seguido presente en nuestro imaginario – los tenemos tan perfecta como resignadamente identificados — y en la praxis política y empresarial del país. El otro día escuché en una emisora radiofónica a un egregio constructor lanzando las habituales lloreras sobre la recesión económica, y la brutal interrupción de la inversión pública en infraestructuras, con su lamentable impacto en la destrucción del empleo y la caída del consumo. Se trata del mismo empresario que posee y gestiona muchas docenas, quizás varios cientos de apartamentos vacíos porque se niega a bajar el alquiler de los mismos por menos de 400 euros mensuales. Un megalodón que ocupa su lugar preciso en lo más alto de la cadena alimenticia y que es tratado con el respeto que demandan su fuerza, sus dimensiones ciclópeas  y su dentadura infalible.
Cuando un Gobierno autonómico, por ejemplo, se reúne para diseñar el reparto de un dinerito inesperado (pongamos unos 200 millones de euros) en pleno miserabilismo presupuestario,  los criterios megalodónicos están presentes, y tal vez por esa razón se termine produciendo una extraña asimetría entre los recursos destinados a paliar el sufrimiento social – fondos para hospitales públicos, renta de inserción, planes contra la pobreza y la exclusión social, alquiler de viviendas – y los inyectados a anillos insulares que invariablemente terminan por adornar las mismas manos o, si se quiere, las mismas dentaduras. El megalodón: un estómago insaciable y una maquinaría perfecta para el dominio de su medio. Qué invención formidable de la selección natural. En cierto sentido es una suerte que se haya extinguido hace miles de siglos. En la Canarias de los últimos treinta años hubiera desaparecido. Era apenas un pejeverde comparado con nuestros escualos actuales por tierra, mar y aire.

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Oportunidad y oportunismo

Se desaprovechará esta oportunidad. No es la primera vez. Contra lo que se suele promulgar en lamentos y discursos autocomplacientes, los canarios fueron durante siglos unos magníficos oportunistas. Muchos de los hábitos políticos y las culturas empresariales todavía en activo en este país tienen sus raíces en la condición de territorio fronterizo que disfrutó y padeció este archipiélago: el oportunismo quizás sea el rasgo más destacado. Se engañaba tributariamente a la Corona, se permitía la libre inversión de ciudadanos extranjeros, se negociaba con corsarios, se obtenían, a cambio de una laxa lealtad política a Sus Católicas Majestades, un conjunto de libertades monetarias y comerciales inimaginables en cualquier territorio peninsular. Fuimos la primera economía monetaria en el Atlántico porque las élites económicas (y al cabo políticas) supieron aprovechar las ocasiones y se pusieron astutamente al servicio del comercio internacional en la auroral división internacional del trabajo de los siglos XVI y XVII.  Pero el oportunismo no basta para construir un proyecto de país y, menos aun, para hacerlo desde los supuestos de un régimen democrático, una administración pública eficiente, una cohesión social aceptable, una capacidad competitiva abierta al mundo, una razonable aspiración de modernidad cultural y justicia social.
La catástrofe económica debiera ser una oportunidad para consensuar diagnósticos, reconocer excesos y poquedades, combatir prejuicios y miedos, generar un debate político y cívico realmente participativo, plural, eficaz. Para emprender, por ejemplo, una auténtica reforma de las administraciones públicas que cierre, además, el edificio institucional y normativo de la Comunidad autonómica y sus relaciones con cabildos y ayuntamientos. No lo será. Una miríada de intereses corporativos y particularistas, un furibundo e indecente fulanismo partidista, empresarial y sindical boicotea cualquier posibilidad de cambio transformador. Nuestro horizonte es el de un balnerario floreciente gracias a sangrientas guerras civiles en el Norte de África cercado por decenas de miles de desempleados a los que se mantendrá justo por encima del nivel de supervivencia gracias a la caridad de un Estado que se pauperiza en beneficio de una minoría privilegiada que seguirá jugando su voraz papel de élite extractiva. Pero ya no por astuto oportunismo, sino porque no sabe hacer otra cosa. Porque cualquier oportunidad para modificar — siquiera para ser viable al país en las próximas décadas — el actual status quo es sentenciada como inoportuna. Un capitalismo de amiguetes bajo el sol de una eterna primavera.


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Sesteando

Pongamos que el curioso pretende encontrar un estudio, uno sólo, que diagnostique, desde el ámbito de la economía, la sociología o el derecho, las características del mercado laboral en Canarias, su evolución histórica y sus razones causales. Es un asunto interesante: como ocurre en España (pero más intensamente) en años de prosperidad económica Canarias muestra una gran capacidad de creación de puestos de trabajo, y como ocurre en España (pero con más violencia todavía) en coyunturas de crisis e inactividad el mercado de trabajo se derrumba estrepitosamente. Aún resulta más llamativo que, en periodos de esplendor económico, el desempleo no descienda del 10% (un escándalo en cualquier país europeo), que la temporalidad alcance índices espeluznantes y que la redistribución de la riqueza, a través de los mecanismos y programas públicos, presente unos síntomas de rigidez e ineficacia impropios de una sociedad democrática de principios del siglo XXI.
Pues bien, no encontrarán ustedes un estudio de esa naturaleza por ningún lado. Podrán consultar, por supuesto, numerosas monografías, articulitos, ponencias y comunicaciones congresuales de carácter básicamente estadístico, cuantitativo, en el que el autor desliza a veces interpretaciones más o menos intuitivas, no hipótesis explicativas modelizadas y fundamentadas rigurosamente en la información disponible. Este desierto científico se atraviesa pagando un duro precio y la sociedad civil tiene todo el derecho a denunciar esta situación como intolerable. ¿A qué diablos se dedican los economistas, sociólogos y politólogos canarios? ¿Bajo qué mesa de qué tasca lagunera duerme la siesta y acumula trienios la investigación de las ciencias sociales en Tenerife y en Canarias? Estos profesionales, por lo general decentemente retribuidos, no parecen sentirse concernidos por lo que ocurre en su país y día a día están demostrando la dimisión cotidiana de su curiosidad intelectual, un desprecio satisfecho y bostezante que se orina sobre su deber como universitarios y como ciudadanos de una sociedad que agoniza. Nadie les pide que se pongan a firmar compulsivamente manifiestos contra este o aquel gobierno, contra las organizaciones sindicales o las patronales empresariales. Se trata de exigirles, simplemente, que hagan su trabajo. Porque uno de los índices de nuestra pobreza es, precisamente, el miserabilismo de las ciencias sociales en las universidades canarias, que contribuye a la ceguera, a la confusión, a la soberbia de un poder político y económico nulamente fiscalizado, a no saber ni cómo, ni cuándo ni por qué confundimos tramposamente los caminos entre el cielo y el infierno y viceversa.

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La excepción

En Canarias ha subido (de nuevo) el desempleo. Cabía sospechar que lo único que subiría no sería el CD Tenerife. A los flamantes desempleados (más de 500) no los ascienden a las alturas triunfales del Cabildo, quizás para evitar tentaciones suicidas,  pero quizás tengan la suerte de coincidir con jugadores y equipo técnico –junto a los comparsas políticos de rigor, tan populares, tan pueblerinos – en la visita a la Virgen de Candelaria, la más bonita, la más morena. Al minuto de conocerse los datos se escuchan los chillidos: las cifras del Instituto Nacional de Empleo se siguen, exactamente, como un partido de fútbol, con defensores y detractores del Gobierno. Testarudamente los datos demuestran – si uno de atiene a los porcentajes interanuales, a la evolución de los últimos meses, a la cifra de afiliados a la Seguridad Social – que se está frenando la destrucción de empleo en España. No se trata de una recuperación, ni siquiera del inicio de una recuperación del empleo, pero sí de la confirmación de una tendencia todavía germinal: la pulverización de los puestos de trabajo se está ralentizando apreciablemente. El empleo que se crea es inestable y de baja calidad: la hegemonía de los contratos temporales es brutal (un 93%) y los salarios más bajos que hace apenas tres años. Un comportamiento absolutamente normal y pronosticable en un país que atraviesa una recesión casi ininterrumpida desde hace un lustro.
Canarias es la excepción. En Canarias se sigue destruyendo empleo. No es únicamente que la construcción esté paralizada – el 75% de la mano de obra que acumulaba la construcción en 2008 se encuentra desempleada – o que los empresarios turísticos expriman a sus trabajadores antes de aumentar su oferta de trabajo ante las mediocres perspectivas del año en curso. No es, tampoco, aunque deba considerarse el dato, que el comportamiento de las contrataciones en las islas sea tradicionalmente malo o menos bueno en mayo y junio, un bimestre situado en la vaguada entre la alta y la baja temporada. Es que ha desaparecido la acción del más potente asignador de recursos en el sistema económico canario durante veinte años: la administración autonómica. Ni obra pública, ni fondos de cohesión, ni planes de empleo, ni apoyo a las pymes, ni patrocinio a programas y proyectos públicos o privados en un ámbito de pequeñas empresas de baja capitalización y de astutos agentes que materializaron la RIC en ladrillo, ladrillo y más ladrillo.

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De lo necesario hoy

No sé lo que es Canarias, pero no ignoro que las controversias identitarias suelen conducir a una melancolía embrutecedora. A propósito de la festividad oficial de la Comunidad autonómica he encontrado dos tesis, por llamarlas de alguna manera: las que señalan que no hay nada que celebrar, salvo la propia indignación, y las que, astutamente, proponen aprovechar la jornada para contraponer al discurso oficial una reivindicación crítica y alternativa. Es bastante aburrido. En ambos casos, curiosamente, no se deja de rendir pleitesía al calendario político-administrativo. No se me alcanza por qué debe uno indignarse hoy más que el próximo jueves, y proponer una alternativa crítica al discurso oficial – si es que tal discurso oficial no es otra cosa que un conjunto de sintagmas osificados y eslóganes publicitarios – es cosa que, supuestamente, debería practicarse a diario.
Dudo mucho que esto que nos ocupa o desocupa sea o deba ser una nación. Un viejo filósofo nos advertía que todas las naciones se ríen las unas de las otras y que a ninguna le faltan razones para hacerlo. No se equivocaba. No necesitamos nación, banderas, himnos, días conmemorativos, mártires, estatuas ecuestres ni sellos de correos. Es urgente que conozcamos mejor nuestra historia, pero no para convencernos de que tenemos razón  — la historia, una retratista despiadada, suele descubrir cosas desagradables de los individuos y los colectivos – sino para curarnos de nuestras propias estupideces y mezquindades e intentar no repetir viejos, persistentes, sacralizados errores y fingimientos. La historia debería servirnos, en fin, para cuestionarnos cruelmente, no para conseguir un argumento favorecedor de nuestros prejuicios, anhelos o fantasías. Y con unos límites. Un país que se pasa la vida intentando saber quién es devine un lugar inhabitable, una dicharachera tribu de charlatanes, una colección de pretextos hastiantes, una retórica fantasmagórica que se persigue inacabablemente por los pasillos de sus malolientes obsesiones. No necesitamos una nación ni una sempiterna apelación furiosa o entristecida de la identidad, sino la reivindicación y construcción de una comunidad democrática de ciudadanos libres e iguales que comparten principios de participación política, convivencia y justicia: exactamente lo que hoy se está intentando demoler. Yo estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por mi país, salvo convertirme en un patriota.

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