El estremecedor retrato de la pauperización de la sociedad canaria que refleja el estudio de Foessa, una fundación de Cáritas, corresponde a un país inmerso en una crisis estructural a la que no se vislumbra ninguna salida. Un país que juega tramposamente a que su futuro solo puede ser la recuperación del pasado inmediato convertido en espejismo. Pero el informe de Foessa nos recuerda, sobre todo, que siempre se puede estar peor. Se escuchan martingalas y ocurrencias de políticos, empresarios o periodistas y se podría colegir de las mismas que hace diez años surfeábamos sobre olas de leche y miel. Nunca ha sido así y ya se harta uno de recordar que en estos peñascos jamás se ha descendido del 10% de desempleo y que las diferencias salariales, así como la distribución de la renta en el Archipiélago en el año 2004 ya diferían sustancialmente de la media española: salarios más bajos y mayor concentración de la riqueza. Simplemente partíamos de una situación peor cuando se abrió el abismo de la actual recesión en 2008. Todas las debilidades de la economía canaria (la dependencia de la construcción y el negocio inmobiliario y al mismo tiempo de las rentas que suponían los fondos, inversiones y subvenciones procedentes del Estado y la UE, la baja cualificación en materia de formación profesional y la mediocridad generalizada de nuestras universidades, el peso asfixiante de la administración autonómica como asignadora de recursos, la modestia de un Estado de Bienestar cuyo diseño redistribuye poco y mal, la productividad mengüante, el raquítico mercado regional, la selvática producción legislativa y reglamentaria que no impide, acaso pasa lo contrario, la actividad de una reducidísima élite empresarial extractiva) han quedado brutalmente al descubierto.
Y como consecuencia de ello – de nuestra ubicación en un sistema económico cuyo crecimiento se basaba en la construcción, la excepciones fiscales y las rentas de fondos públicos bajo el paraguas europeo, ahora casi reducido a un palo con el que impone la austeridad presupuestaria– no solo el desempleo alcanza un nivel inusitado y ahí, en la cumbre más alta de la miseria, se congela. Es que el ascensor social en Canarias ya solo circula hacia abajo. Las clases medias se empobrece y la miseria salarial consigue que en una familia de seis miembros los inestables curros del padre y la madre no rompan el amargo cascarón de la pobreza. La pobreza ya no resulta una situación coyuntural más o menos prolongada, sino una condena perpetua para toda la familia. Una alta desigualdad – leáse a Joseph Stiglitz – no consiste únicamente en cientos de millares de vidas desgraciadas que supuran sufrimiento cotidiano. La desigualdad creciente y crónica fomenta una economía menos eficiente y menos productiva, desgarra la cohesión social y amenaza el propio sistema democrático. En Canarias miles de personas se acercan paso a paso a la frontera de la inanición, pero también las democracias se mueren de hambre. Se mueren cuando hay hambre.