Carlos Alonso

Canarias desde la cruz

Junto a las jeremiadas de los obispos de la Diócesis Canariense, Francisco Cases, y de la Diócesis Nivariense, Carlos Alonso, se ha colado otra forma sibilina de censurar la utilización de elementos de iconografía religiosa en la Gala Drag de Las Palmas de Gran Canaria. Consiste básicamente en señalar, en un supremo alarde de astucia, que el concursante que usó vírgenes y cruces para su perfomance “estaba provocando”, que todos hemos caído lamentablemente en la planificada  provocación, que por eso mismo, en definitiva, este episodio se agota en la insignificancia de un concursante con voluntad de escandalizar y un público entregado al deseo de escandalizarse. En realidad es una manera de escurrir el bulto. Casi prefiero la ranciedad mísera y sincera de un obispo que equipara un espectáculo con la muerte de decenas de personas en un accidente de aviación (por supuesto, lo primero es mucho más amargo, quizás porque la drag no se mató) que la tontería de acusar a un concursante en este tipo de certámenes de querer escandalizar. Pues claro, hijito. ¿Qué crees que busca una drag? ¿Difundir desde el escenario las obras completas de Cicerón?

Ocurre aproximadamente lo contrario. Las reacciones a una provocación pueden ser muy útiles para entender una situación social o una sensibilidad cultural o (si se prefiere) los verdaderos límites de tolerancia de una fiesta que se disfraza de carnaval, pero que apenas lo es. El carnaval – como escribió Julio Caro Baroja – es un hijo pródigo del cristianismo, aunque sus múltiples manifestaciones locales se encuentran a menudo relacionadas con símbolos y rituales de origen pagano. Las carnestolendas se caracterizaban por la suspensión temporal  de prohibiciones y tabúes sancionados y fiscalizados por una moral eclesiástica. Y evidentemente ese significado central ha quedado abolido por los procesos de transformación social. Nadie necesita esperar al carnaval para emborracharse, para bailar hasta pulverizar los pies, para mearse en la calle, pillar cacho, destrozarse las pituitarias o llegar a su casa cumplido el amanecer. Nadie se escandaliza por hombres vestidos de mujeres o por mujeres que prescinden de cualquier autorización masculina para divertirse. Por eso aquí los límites carnavaleros  — los límites que se pretenden marcar con explosiones de indignación de ensotanados y encorbatados– son precisamente los que existen en la vida cotidiana. El carnaval, en nuestras ínsulas baratarias, a menudo fue burletero y a veces osado, pero nunca transgresor, de la misma manera que la sociedad canaria jamás se ha distinguido por su tolerancia. No se destierra a nadie a lugares gratos, ilustrados y tolerantes y esto fue una tierra de destierro hasta anteayer. En este país lo que se llama tolerancia es apenas una forma artera de la indiferencia.

Y uno de los límites, por supuesto, es el religioso. No se puede hacer burla de la sacrosanta religión católica y romana, ni siquiera utilizar burlescamente sus símbolos. En la sociedad canaria declararse ateo – o más modestamente, agnóstico – suele ser percibido como un gesto de mala educación, una grosería superflua, una impertinencia desaseada. Los curas, obispos y papas del Entierro de la Sardina se limitan a bendecir el desfile y tomar cubatas y, sobre todo, son inidentificables. Si a esta circunstancia se le suma la escasísima educación democrática de los ciudadanos y de nuestros próceres – a los que la aconfesionalidad del Estado se las pela – y ese matrimonio entre el Trono (democrático) y el Altar (posconciliar) en el que ambos cónyuges se legitiman mutuamente, una Gala Drag termina siendo escandalosa: cartas, manifiestos, mitrados babeantes, políticos que acuden raudos al rescate de la madre de Dios. Es Canarias. Basta con subirse a unos tacones de cuarenta centímetros, o con ser crucificado, para descubrirla.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

Qué querrán

Es una anécdota que he escuchado en muchos sitios, yo la oí por primera vez en boca de Gilberto Alemán, que me definió una vez el insularismo como “un delito de lesa patria canaria” o algo así. A principios de los años cincuenta dos chicharreros bajaban en el viejo tranvía a Santa Cruz y en el horizonte se dibujó, nítida, la silueta de la isla de Gran Canaria, y uno de los amigos le dijo al otro: “Carmelo, que clarita se ve hoy Gran Canaria”, y el otro, frunciendo el ceño, declaró: “Sí. Qué querrán”. Si confío en que el insularismo ya no forma parte de la dinámica real de la vida pública de Canarias, y ha quedado reducido a un (peligroso) recurso propagandístico de partidos y líderes, es porque hoy no escucho en el tranvía conversaciones tan ocurrentes como esa, y porque para miles de adolescentes y jóvenes Gran Canaria (o Tenerife) es una prolongación de su propia isla, de sus experiencias y sus expectativas vitales.
El insularismo tienen su explicación histórica, como el cáncer tiene su explicación médica, pero es una patología política sumamente dañina y sus restos incandescentes contribuyen aun a dificultar la construcción de una comunidad unitaria con capacidad para dedicarse enteramente a sus problemas estructurales: su modelo de desarrollo y conexión en un mundo globalizado, ferozmente competitivo y en mutación continua; su declinante productividad y escasa cualificación profesional; su altísimo desempleo, la rampante desigualdad social, su insuficiente (y deficiente) sistema de servicios públicos y la baja calidad de su democracia. “La ideología dominante”, escribió Marx, “es la ideología de la clase dominante”, y este aserto se cumple escrupulosamente con el insularismo, ideología de combate entre las oligarquías tinerfeñas y grancanarias durante más de siglo y medio que terminó contaminando con sus ridículas miasmas hasta a las clases más humildes, especialmente en la isla occidental. El insularismo no deja de ser una manifestación doctrinal (y una estrategia política en su momento) de la tesis del enemigo exterior. Si algo marcha mal – advertía el bloque de poder isleño en uno u otro territorio — la culpa es de los de fuera. Que los de fuera sean zarrapastrosos como yo que viven a cien kilómetros de la costa no tenía apenas importancia. Tenerife impedía el crecimiento de Gran Canaria. Gran Canaria amenazaba el futuro de Tenerife. En un espacio físico y mental tan diminuto – el parterre de nuestra estupidez idiosincrásica – incluso tuvimos ocasión de construir estereotipos. El grancanario era un negociante capaz de vender a su madre al mejor postor y el tinerfeño un gandul presuntuoso con ínfulas de grandeza insoportables que hablaba del Teide como si fuera producto de su esfuerzo personal.
Las élites de las islas centrales no actuaban irracionalmente desde la óptica de sus intereses a corto y medio plazo. Tal y como señala el historiador Antonio Macías “la vía de acceso al capitalismo decimonónico fue la isla, no el Archipiélago; de ahí que las élites insulares rivalizaran por el control de los recursos externos que podían maximizar sus estrategias productivas, y de ahí que no fraguara un movimiento nacionalista potente en este periodo histórico”.  Para la captación de recursos externos devenía imprescindible la capitalidad, y más tarde, la provincia propia, es decir, el control de la administración local, la vía para un diálogo autónomo con Madrid,  una palanca política y burocrática para la presión, la influencia y la innovación, y en eso se volcó el bloque de poder de Gran Canaria, mucho más lúcido, proactivo y ambicioso que el tinerfeño durante la Restauración canovista, y que tuvo además un inteligente paladín en la figura de  Fernando León y Castillo. Después de un breve periodo de distensión  signado por la Ley de Cabildos de 1912 se recrudeció la batalla política y periodística hasta que un decreto de Primo de Rivera vino a crear la provincia de Las Palmas en 1927. Después de la guerra civil, el insularismo quedó congelado durante los casi cuarenta años de dictadura franquista, pero las fiebres pleitistas arreciaron de nuevo en la creación de la Comunidad autonómica. El insularismo redivivo fue el caldo de cultivo de las Agrupaciones Independientes de Canarias y sin duda influyó notablemente en que se eligiera como circunscripción electoral la isla y no la provincia.  El último episodio embadurnado de insularismo fue la reclamación de un nuevo colegio universitario residenciado en Las Palmas de Gran Canaria en 1989.
El insularismo como praxis política no puede prosperar en la Comunidad autonómica: el partido que lo practique tenderá a suicidarse en el plazo de pocas legislaturas.  Pero el insularismo sigue funcionando como mecanismo propagandístico y como método de descalificación política. Cuando Carlos Alonso o Antonio Morales adoptan posturas insularistas están dedicándole carantoñas a su parroquia, sin prejuicio de que lleven encriptadas mensajes a sus socios de coalición, sus superiores jerárquicos o sus propias ambiciones. Alonso lo emplea sobre todo para coagular su liderazgo todavía demasiado líquido y Morales busca a la vez ser el supremo defensor de Gran Canaria y el guardián de las esencias de la izquierda frente a un Gobierno autonómico que, pese a la presencia socialdemócrata, considera básicamente conservador.  Por ese camino, por supuesto, se corren riesgos innecesarios. Alonso puede juguetear con la estabilidad del Ejecutivo regional. Morales y sus compañeros de partida hablar del Cabildo de Gran Canaria como un “contrapoder” frente a las instituciones controladas por “la vieja política reaccionaria y enemiga del cambio”. Pero los cabildos no son instrumentos de contrapoder, sino instituciones de la Comunidad autonómica, y pervertir su naturaleza política y administrativa a favor de un proyecto político concreto supone todo un aldabonazo antidemocrático.
El pleitismo es, en definitiva, un viejo y reconocible fantasma que todavía nos visita cuando arrecia una crisis, fracasa la voluntad de diálogo o se busca fidelizar electoralmente a los tuyos o conseguir titulares martirológicos. El mismo Fernando Clavijo es acusado de insularista porque “enfrenta a las islas menores con las mayores”. Es difícil entender en qué puede beneficiar a Clavijo y a Coalición tan maquiavélico designo dentro o fuera de las urnas.  Todo el que llega al glorioso matadero de la Presidencia del Gobierno sabe que su supervivencia política pasa por la multiplicación infinita y agotadora de equilibrios y los dirigentes de CC son agudamente conscientes de que su debilidad político-electoral en Gran Canaria es el principal problema para la continuidad en el poder del proyecto nacionalista y que esa debilidad no puede ser sustituida por nada. En todo   caso, cada vez que veo a responsables políticos mostrarse como desaforadas víctima del recalcitrante insularismo ajeno siempre pienso lo mismo: “¿Qué querrán?”.

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Grandes titulares de la visita de Merkel

A Merkel se le cura un resfriado al aterrizar en el aeropuerto internacional Reina Sofía.  Esta redacción ha podido saber que la canciller alemana había pillado en pertinaz resfriado en Stuttgart y que desapareció prodigiosamente en cuanto pisó suelo tinerfeño y pudo respirar el aire salutífero de las brisas marinas que acarician nuestra costas. El presidente del Colegio Oficial de Alergólogos de Canarias señaló hoy que casos como los protagonizados por Merkel demuestran “la excepcional calidad de nuestra atmósfera, porque tenemos atmósfera propia, no se vaya usted a creer”. El vicepresidente del Cabildo de Tenerife, Efraín Medina, anunció que, a raíz de este incidente,  tomará la iniciativa de proponer a Ángela Merkel como hija adoptiva de la Isla “porque ningún alemán ha sabido respirar tan sincera y hondamente en el sur de Tenerife como la señora canciller”.  “Y como hija adoptiva”, agregó Medina, “no podrá negarse a visitarnos en Carnavales y a bailar con Los Joroperos por las calles de Santa Cruz en Carnaval, porque yo te digo desde ahora que ese huevo quiere sal, y mira, te lo suelto en verso porque estoy en racha, cucaracha…”

Merkel como pescado fresco en Los Abrigos. Ha causado honda impresión que la comitiva de la canciller alemana, integrada por unos 30 agentes de seguridad, dos secretarios personales, un traductor y su marido se detuviera en Los Abrigos para comer pescado fresco, cuando es sabido que la gente cuando pasa por dicha zona se detiene en Astorga y pide fabada y, de postre, arroz con leche. Nuestra redacción ha podido hacerse, después de un arduo trabajo de investigación, con la factura del almuerzo, que rezaba tal que así:
“Cuatro platos de lapas”.
“Seis platos de chopitos”.
“Seis cazuelas de gambas al ajillo”.

» Dos chernes».
“Cuatro chocos con mojo cilantro”.
“Siete viejas asadas”.
“Catorce bandejas de papas fritas”.
“Dos platos de congrios”.
“Una docena de morenas fritas”.
“Otras seis bandejas de papas fritas”
“San Marcos a discreción”
“Dos cafeteras, un bote de leche condensada y una botella de Jägermeister”.
Los escoltas, los secretarios y el traductor se abstuvieron de almorzar. El esposo de la señora Merkel solo pidió un vaso de agua del grifo.
El presidente del Cabildo de Tenerife ha transmitido su malestar institucional al alcalde de Granadilla por no invitarle al almuerzo con la señora Merkel. “No importa que el alcalde no supiera nada”, apuntó Alonso, “lo grave es que no lo supiera yo”.

Merkel practica en senderismo por las pistas forestales de La Gomera y se rumorea que le gusta el potaje de berros. Una señora de cierta edad ha sido identificada como la canciller de Alemania mientras caminaba, dando sorprendentemente un paso tras otro, por una pista forestal de La Gomera. Se rumorea que a la señora Merkel le encanta el potaje de berros, lo que ha provocado lágrimas de emoción de todos los gomeros que votan a Casimiro Curbelo, quien ha desvelado que fue él quien convenció a Merkel para que acudiera a La Gomera de vacaciones. “Sí, lo hice un verano, justo después de inventar la rueda y antes de construir la nueva sede del Cabildo”, explicó.

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Sermoneando

Cuando arreciaron los motines en Madrid contra el marqués Esquilache, su ministro, Su Majestad Carlos III, quizás esbozando una sonrisa indulgente, no pudo menos que decir: “Mis súbditos son como los niños, que lloran cuando se les lava”. Esta severa benevolencia desde el poder sigue practicándose hoy, ahora mismo incluso, en este centelleante lodazal que está a punto de convertirse en una crisis de Estado. En un sistema democrático lo que cabe exigir a los gestores públicos son diagnósticos precisos de los problemas políticos, económicos y sociales que nos acucian y propuestas concretas para resolverlos. Pero sobrevive el concepto y la praxis del poder como tribuna moral desde la cual impartir enseñanzas y decálogos: un préstamo retórico, a buen seguro, de los felices días de la alianza entre el Trono y el Altar. Y los relatos que vertebran discursos e intervenciones de los responsables políticos se infectan así de advocaciones al espíritu de sacrificio, al imperativo de la innovación, a las virtudes de la disciplina, el servicio y el esfuerzo, que se verán recompensados en un futuro promisorio y feraz, porque si todos somos honrados, ¿qué nos puede ocurrir?
Hace unos días leí en la prensa tinerfeña un artículo que llevaba al delirio este viejo hábito del sermoneo porque yo lo valgo. Bajo el título de Juego limpio, el presidente del Cabildo de  Tenerife, Carlos Alonso, encontraba a través de una prosa escolar la clave fundamental de un problema tan grave como la corrupción política: lo mal que educamos a nuestros hijos. Sí, como lo leen: “¿Hemos educado -o lo estamos haciendo- a nuestros hijos en los valores de la austeridad y la rectitud? No. ¿Les estamos dando los ejemplos adecuados para que sean el día de mañana ciudadanos responsables? No” A partir de esta dramática constatación, el señor Alonso extrae lo que, a su juicio, resulta un inevitable corolario: si los niños ven a sus padres gritándose, si los descubren saltándose malévolamente un semáforo, si disfrutan de programas violentos en televisión, si se llevan los bolígrafos desde el colegio, estamos creando un corrupto en potencia. Luego lo nombras, con la mejor intención, director financiero de Simpromi, o gerente de Bodegas Insulares, y pasa lo que pasa. Afortunadamente el consejero de Agricultura y la gerente de Simpromi disfrutaron de una espléndida educación que hace totalmente innecesaria la ordinariez de sus ceses.
Alguien debería explicarle a Alonso que no se le paga por enseñarnos a educar a nuestros hijos ni por lanzarnos filípicas infantiloides. Ya que evidentemente no está dotado ni para el articulismo legible ni para el análisis político o sociológico, que se dedique a gobernar. Si no es molestia.

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Pisotear religiosamente la Constitución

El presidente del Cabildo de Tenerife, Carlos Alonso, ha asistido a la Semana Santa Sevillana para estar presente en la procesión de una Hermandad que venera a la Virgen de Candelaria. En uno de sus habitualmente emocionantes tweets Alonso proclamó desde la capital andaluza que se sentía orgulloso de representar a Tenerife. No me resistí a preguntarle por qué un cargo público asumía la representación de todos sus conciudadanos en un ceremonia litúrgica de una organización eclesiástica y el señor Alonso, cortésmente, respondió que por tradición, por haber sido invitado, por hermandad (sic). La respuesta no resulta muy satisfactoria, pero es sintomática, y sobre todo revela la nula comprensión – cuando no una indiferencia ligeramente artera – sobre lo que significa la expresión Estado aconfesional y su calado constitucional y político.
Por supuesto que existe –en este como en otros casos – una tradición, pero se trata de una tradición religiosa de un culto determinado. Excluir la participación o el posicionamiento en asuntos religioso por parte del Estado y de sus representantes públicos no es una opción que se le presente a un dirigente político, sino una obligación constitucional que en estas ínsulas baratarias pisotean cotidianamente presidentes, consejeros, diputados, alcaldes y concejales. Es francamente difícil imaginar a Carlos Alonso o a José Miguel Bravo de Laguna asistiendo a ceremonias protestantes, budistas, mahometanas o de los hare krishnas aunque se cursaran primorosas invitaciones a sus respectivas secretarias. La mayor raigambre de una u otra confesión religiosa en un territorio determinado ninguna relación tiene con asumir y aplicar el principio normativo de la aconfesionalidad del Estado, que obviamente no está sometido a estadísticas. Si lo hacen es, simplemente, y al margen de sus respetables convicciones personales, por los réditos de imagen que obtienen entre los creyentes – desde los más activos hasta los más tibios –  a través una suerte de reverdecida alianza entre el Trono y el Altar, adaptada a nuestra débil y flatulenta democracia representativa.
Cabe temer que con motivo de la proclamación vaticana de José de Anchieta como flamante incorporación al santoral católico decenas de cargos públicos de Canarias acudan en tropel a Roma sin atormentar a sus propios bolsillos, por supuesto. Escucharemos entonces falsos pero muy parecidos argumentos entre orgullos terruñeros y gruñidos de emoción. Claro que no lo harán para tocar al santo. Lo harán para que les toque la televisión.

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