En la mañana del pasado viernes ocurrió de nuevo. Un auto del juez de la Audiencia Nacional, Pablo Ruz, que instruye el llamado caso Gürtel sobre la hipotética financiación ilegal del Partido Popular, tardó cinco minutos en llegar a las agencias informativas y ediciones digitales de todos los diarios. El titular básico o más común venía a decir, poco más o menos, que el magistrado “confirmaba que el PP había utilizado una cuenta B (es decir, opaca e ilegal) a lo largo de años”. A partir de ahí colgaban otros floripondios llameantes, por ejemplo, que el PP no había pagado impuestos. A media mañana ya ardían las redes sociales y poco después los dirigentes políticos competían con tertulianos todólogos en múltiples charlatanerías hermeneúticas. Finalmente el PSOE anunció con gran fanfarria que pedirían la comparecencia urgente del presidente Mariano Rajoy para explicar semejante escándalo, al mismo Rajoy que había reiterado tajantemente, hace apenas mes y medio, que el PP jamás se había financiado de manera ilegal. Rajoy había mentido. Que se marchara. Que dimitiera. Oh, indignidad, tienes barba, eres gallega y ocupas la Presidencia del Gobierno por una desdichada mayoría absoluta en las Cortes y solo por eso.
Pero todo es falso. El juez Pablo Ruz no ha corroborado nada ni considera probada la financiación ilegal del PP. Porque, a saber:
1) Los delitos no se presentan ni argumentan en los autos, sino en las sentencias.
2) Un juez no está juzgando mientras instruye. Está investigando, precisamente, si existen pruebas de la comisión de un delito que puedan conducir a una imputación, y luego a una acusación formal y, llegado este caso, al consecuente procesamiento de sus autores.
3) El magistrado dispone en el auto un conjunto de actuaciones y plazos y para motivarlo y justificarlo utiliza varios informes policiales (especialmente uno, que recibió hace pocos días) de los cuales pueden derivarse indicios de una correspondencia entre pagos e ingresos ajena a la contabilidad presentada por el PP al Tribunal de Cuentas y reflejados, siquiera parcialmente, con las anotaciones entregadas al tribunal por Luis Bárcenas, extesorero nacional del Partido Popular.
Eso es todo. Puede considerarse interesante, espeluznante o esperanzador, según la sensibilidad política o ideológica de cada cual, pero lo que es palmariamente falso (o grotescamente inexacto) es que el magistrado Ruz haya confirmado que el PP se haya financiado ilegalmente en un pasado inmediato. Y sin embargo la marejada de comentarios, opiniones, artículos, tuits, titulares y análisis de baratillo creció abrumadoramente durante las horas siguientes y todavía no ha descendido. Es indiferente que no esté basada en ninguna realidad fáctica. Y si alguien se atreve a señalar una obviedad tan impecable como la arriba descrita (se trata de un auto, se está en periodo de instrucción, el magistrado no ha concluido nada) la respuesta va desde el anatema hasta el encogimiento de hombros. Ha ocurrido algo similar que con la sentencia sobre el caso Prestige, en el que se transformó una decepción judicial en una crítica política que abría causa general contra el sistema político e institucional. Decepción, irritación, desconfianza y, en los casos más extremos, un singular empecinamiento en que tal sentencia dejaba muy claro que no existía justicia, es decir, que no existía separación de poderes, en último término, que se trataba de una prueba más de que el Estado de derecho y la propia democracia poco menos había desaparecido del país. Pero la sentencia de la Audiencia de La Coruña muestra una excelente base argumental, equilibrada y plenamente ajustada a derecho, a la que solo se puede achacar ser el resultado de un proceso indebidamente extendido en el tiempo. Es incomprensible que los que, al parecer, buscaban una condena política, se enfurezcan o decepcionen porque solo se tratara de una sentencia judicial. Como si, por lo demás, ni quedaran abiertas vías de apelación para demandar sanciones por los daños causados ni tuvieran ninguna responsabilidad en el mismo las estrategias y tácticas procesales de los demandantes ni la propia y endiablada complejidad del hecho juzgado (con expertos testigos incapaces de ponerse de acuerdo en casi nada).
Y es que si la cultura democrática del país se demuestra enclenque y penosa día a día – entre los que mandan y entre los mandados – la cultura jurídica es prácticamente indetectable. Y las relaciones entre el Derecho y la Política ya son un terreno virginal para la clase dirigente en particular y la ciudadanía en general. Los derechos, fundamentados normativamente, son el objeto del Derecho y la práctica judicial. En cambio, el objeto de la política son pretensiones y expectativas articulados y dinamizados por valores socialmente deseables y acreditados: la igualdad, la libertad, el bienestar social, la misma justicia. Los derechos y las expectativas no siempre guardan ni deben guardar una simetría perfecta. Desde luego, los jueces emiten sus sentencias ateniéndose no solo a un sistema normativo (leyes y antecedentes judiciales) porque en la práctica del Derecho también operan principios e ideales que condicionan las decisiones de los magistrados. Pero esta autonomía valorativa no es discrecional y el valor fundamental está en determinar los hechos y aplicar la legislación vigente con la máxima precisión y pertinencia.A menos que se quiera aniquilar el Derecho positivo y regresar a la situación jurídica de hace 300 años, eliminando cualquier independencia entre Derecho y moral.
Cabe pensar en que las leyes deben cambiarse. Sin duda el sistema judicial del país – basta con comprobar lo que ha pasado esta misma semana con la elección de los magistrados del Consejo General del Poder Judicial – necesita urgentemente reformas que no son, precisamente, las del Ministerio de Justicia de Ruiz-Gallardón. Quien quiera puede soñar con la dulce pesadilla de juzgados populares levantando horcas en las esquinas. Pero tanto la sentencia del Prestige como el auto del juez Pablo Ruz son exactamente lo que son y no lo que, desde la pasión política, el amarillismo periodístico o los catecumenismos ideológicos se pretende que deban ser.