Cataluña

La fanfarria triunfal

Habrá que conservar en formol algunos tuits emitidos ayer por egregios cargos y excargos públicos de Coalición Canaria a propósito de la votación celebrada en Cataluña, mensajes cargados de admiración, arrobamiento e incluso sana envidia por el formidable valor cívico de los descendientes de Gifré el Pilós (en español imperial, Wifredo el Peludo) en una jornada histórica. Habrá que conservarlos, digo, para una historia universal de la estupidez política, porque expresarse casi literalmente embrujado ante la patochada organizada por entidades inequívocamente proindependentistas, una convocatoria que careció de cualquier garantía política, jurídica y administrativa, resulta una insuperable señal de oligofrenia e irresponsabilidad. Toda esa nauseabunda estupidez de un pueblo reclamando su derecho a decidir en una caricatura de referéndum debería repugnar a cualquier ciudadano que se respetara democráticamente — ¿desde cuándo son tolerables un Gobierno y unos partidos que burlan la ley y se dedican a semejantes mascaradas? – pero no pueden resistirse al encantamiento de la épica de metacrilato y subvención de un pueblo en marcha. Por la noche Oriol Junqueras – el caballero más estólido que ha presidido jamás ERC, y tiene su mérito – sonreía, mofletudo y feliz, y repetía por enésima vez esa indecencia de que la ley no podía oponerse a los deseos de toda una sociedad. Estoy harto de esta gemebunda y autosatisfecha histeria. De este fanfarria infantil y victimista, de sus putas banderas –  las banderas y las lenguas son putas por naturaleza – y de la arrasadora sentimentalización de la política. Claro que la ley puede oponerse a los deseos. Las leyes son un mecanismo de mediación gracias al cual no nos matamos. Si en una pequeña ciudad como esta en la que escribo 10.000 sujetos se empecinan en palpar todos los culos femeninos que se encuentren por la calle no cabe respetar sus deseos, sino arrastrarlos a comisaría. Y lo mismo ocurre si son 10 o 100.000. La mayoría de los independentistas catalanes, y en especial los que controlan los presupuestos públicos en su comunidad, viven en un país con unas cotas de autogobierno con poco parangón en el resto de Europa, pero quieren seguir magreando como si no hubiera mañana. El máximo nivel de magreo consiste en tener su propio Estado.
En Canarias Paulino Rivero hará una encuesta. Rivero es otro demócrata incomprendido y hasta sojuzgado por España. Quiere preguntarnos nuestra opinión  y mientras tanto deja a los hospitales del Norte y el Sur de Tenerife sin una perra e incrementa en cuatro millones el presupuesto para la televisión autonómica para 2015. Cuatro millones más. Para la televisión autonómica. En año electoral. Con la que está cayendo por las contrataciones estratosferícas de Willy García. Es que ha perdido la última partícula de vergüenza.

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Un respetito al delincuente confeso

La tarde de ayer fue muy curiosa. De la misma forma que todo el mundo recuerda o pretende recordar dónde estaba el 23 de febrero de 1981 o el 11 de septiembre de 2001 sería justo y necesario que, en el futuro, pudiéramos precisar nuestra anecdótica ubicación durante la comparecencia de Jordi Pujol en el Parlamento de Cataluña. Un acontecimiento excepcional. Un dirigente político que había gobernado un país rico y culto durante cerca de un cuarto de siglo, fundador de su principal partido y símbolo del nacionalismo catalán,  había confesado recientemente un delito. Una fortuna de millones de euros oculta en un banco andorrano y que no había regularizado fiscalmente porque no había encontrado jamás tiempo para hacerlo. La mayor parte de sus hijos y su esposa estaban sometidos a investigación policial – cuyos primeros informes apuntaban a indicios vinculados a sobornos, mefíticos entramados empresariales, cuentas en paraísos fiscales, inversiones multimillonarias – y ya se habían celebrado los primeros interrogatorios en sede judicial. El Parlamento quería saber la verdad de Pujol. Pero en realidad ofreció la suya.
Para empezar el delincuente confeso recibió un trato reglamentario exquisito. Nada de obligarle a contestar individualmente a las preguntas que se le formulasen. El delincuente confeso contestaría a las preguntas en bloque en un turno de media hora y sin posibilidad de réplica. Exactamente igual a cómo se celebraron tantas de las sesiones parlamentarias en las que el delincuente confesó se aburrió desdeñosamente durante su largo reinado. Tanta indignidad fue digna de verse. El portavoz de su partido practicó un dadaísmo baboso que parecía remitirse a un cataclismo volcánico en una lejana era geológica. La portavoz del socio parlamentario – tan republicana, tan de izquierdas – declaró sentirse desolada mientras su jefe de filas se ausentaba cobardemente de la Cámara. Al portavoz socialista la situación se le antojó “incomprensible”, pero no preguntó nada, por si acaso la comprendía. El portavoz de CUP, un perfecto idiota político, encontró la explicación del comportamiento del presidente en su condición de traidorzuelo burgués al servicio de los intereses españolistas sin encontrar necesidad de entrar en mayores detalles. Cuando los únicos diputados que censuraron su conducta y le exigieron información hablaron (PP, Ciudadanos e IC) el octagenario caudillo descompuso el gesto. Y en su contestación sin respuestas el delincuente confeso les espetó una bronca. Los descalificó brutalmente. Les mostró su ira y su desprecio. Como en los viejos tiempos. Como si nada hubiera cambiado.
Pero algo sí ha cambiado. Ayer, en Cataluña, a la democracia parlamentaria se le meó larga y cálidamente en la cara.  Y no fue Pujol, sino la inmensa mayoría de los diputados los que orinaron con entusiasmo melancólico. Pujol se limitó a cagarse en ellos. Que tomen nota los que ya vislumbran el paraíso democrático y social tras la independencia.

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Democracia y Estado de Derecho

Uno de los hábitos recientes de la izquierda hispánica (y canaria) es escandalizarse porque a los catalanes no les dejan celebrar su anhelado referéndum sobre la independencia. Es sorprendente que miles de personas adultas que se consideran progresistas sucumban a la épica de las banderas y a la fantasía de la aurora promisoria de una república que tendría como referentes políticos a Artur Mas y Oriol Junqueras. El origen de la indignación hunde su raíz en la convicción de que nada puede ser más democrático que el pueblo catalán decida su propio destino. Por tanto cuestionar el derecho a un referéndum es, directa y explícitamente, un atentado antidemocrático, un escupitajo a la voluntad popular, un ejercicio cínicamente autoritario. Un escándalo inconcebible –según he leído en alguna parte –en un país civilizado.
Sin embargo, en los países civilizados en los que rigen constituciones democráticas, precisamente, las consultas secesionistas, las urnas exigidas para votar una independencia política destinada a la creación de un nuevo Estado no son procesos sencillos, coyunturales o dotados con garantías legales y normativas definidas solamente por una u otra parte. La deleitosa obsesión de ciertos sectores de la izquierda que traducen la negativa de las Cortes españolas en conceder a la Generalitat la competencia de convocar una consulta en un síntoma más de una pseudodemocracia ruin y miserable resulta un ejercicio fascinante pero pueril. Adornarlos con mentiras e inexactitudes extraídas con forceps de experiencias como las de Québec o Escocia no les concede mayor respetabilidad política o intelectual.
La cerril e irresponsable actitud del PP y las actitudes sin freno y marcha atrás del Gobierno catalán y su base parlamentaria parecen encantadas en mantener, atascar y exasperar un conflicto de legitimidades. Ciertamente es difícil exagerar la estúpida responsabilidad de la derecha política española en la desafección catalana hacia el Estado y el crecimiento de la demanda independentista. Pero ningún gobierno español concebible estaría dispuesto a conceder a un gobierno autonómico el derecho de independizar su territorio unilateralmente y en las condiciones y plazos que le plazca. Tampoco en Canadá, tampoco en Escocia. Aquí lo que falta, precisamente, es política. La negociación de una reforma constitucional y, posteriormente en su caso, la convocatoria de un referéndum cuyo contenido sea pactado ineludiblemente entre ambos gobiernos y que, desde luego, exija una supermayoría – algún politólogo ha propuesto con tino un voto a favor de la independencia superior al 60% en las tres provincias catalanas – para tomar una decisión de semejante envergadura y de una trascendencia no plenamente mensurable. Exigir democracia no debería ser incompatible con conocer y reconocer el funcionamiento de un Estado de derecho.

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Metáforas encadenadas

Pocas cosas más estomagantes que la admiración idolátrica que despierta en sectores nacionalistas (y de izquierdas) canarios las reivindicaciones independentistas en Cataluña. Esta babosa estimación la comparten desde dirigentes políticos momificados desde hace veinte años en despachos oficiales hasta pibitos con siete estrellas verdes tatutadas en el esternón, pasando por venerables, quejicosos izquierdistas para los que cualquier manifestación de más de 300 personas, si se realiza contra un Gobierno, sobre todo si es de derechas, queda inmediatamente bendecida por la razón democrática, aunque la apoye otro Gobierno cuyo principal partido esté enfangado hasta la barretina  en la corrupción política, un Gobierno, por cierto,  que se ha dedicado con adusta eficiencia a obviar políticas sociales y estrangular servicios públicos. La fascinación que despiertan los desafíos a lo establecido – en este caso, nada menos que a la integridad política y territorial de un Estado – deviene irresistible para cualquiera, y si se trata de un cualquiera que deplore lo establecido, mucho más.

Dudo mucho que en una Cataluña con un 10% de desempleo y un PIB que creciera anualmente un 2% la opción independentista se hubiera extendido tanto. La baja participación en el referéndum de la reforma del Estatuto de Autonomía, hace apenas unos años, no parecía señalar precisamente una inflamación nacionalista. La independencia ha devenido, para muchos miles de catalanes,  una suerte de prodigioso horizonte de superación de todos los problemas de su país. El procedimiento consiste en escapar del supuesto foco de tales problemas, que es el Estado español.  De la protesta más que razonable por el drenaje de sus finanzas públicas en la maquinaria de los sistemas de financiación autonómicos que se han sucedido durante lustros se ha transitado, en poquísimo tiempo, hacia una condensación de expectativas, irritaciones y malestares. La independencia es al mismo tiempo republicanismo, desprecio triunfal sobre una derecha casposa y cañí, ensueño de recursos propios disponibles, corte de mangas al capitalismo mesetario, la selección catalana de fútbol ganando todos los partidos en Europa y en el mundo. Es un objetivo político social e ideológicamente transversal y ahí reside su fuerza y su atractivo abismal.  La independencia es, casi literalmente, lo que tú quieras que sea, como ocurre con los niños la víspera de los Reyes Magos.

Pudibundamente los auspiciadores de la gran manifa prefieren hablar solo de libertad. Queremos ser libres en 2014, decían ayer en las calles y en las plazas los manifestantes.Ningún catalán es menos libre que un alemán, un francés o un británico. Pero es lo que tienen los movimientos nacionales en sus fragores épicos. La autonomía política de los ciudadanos no cuenta. Lo importante es la nación y el resto de las metáforas que encadenaron ayer fraternalmente a los catalanes bajo la sonrisa de Mas. Junquera y compañía. Un economista tan inequívocamente proindependentista  (y poco dado al laconismo) como Xavier Sala i Martín responde «no lo sé» cuando se le pregunta si los catalanes vivirán mejor en un Estado independiente, pero ni las matáforas, ni los mitos, ni la reducción de la política al sentimentalismo se ven afectados por dudas tan tontas como esta. Ni siquiera afecta al propio Sala i Martín.

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