El discurso de la escritora Cecilia Domínguez en el acto de entrega de los Premios Canarias estuvo muy bien. Una pieza bien construida, elegantemente sencilla, con el punto justo de emotividad. Claro que ocurre algo: todo el mundo lo celebra. Estoy convencido que líderes políticos y sindicales, el presidente y los expresidentes del Gobierno autonómico, consejeros, directores generales, dirigentes de las organizaciones empresariales, inversores de la RIC, los jueces de primera instancia y los magistrados del Tribunal Superior de Justicia de Canarias, los profesores de bachillerato y los desempleados con un diploma universitario bajo el sufrido sobaco lo compartieron, lo aplaudieron, lo refrendaron una empatía irreprimible. Más o menos lo que se espera en esta escenografia simbólica es eso: que un representante del Espíritu — el Espíritu se encarna exclusivamente en gentes como novelistas y autores de sonetos — se levante y diga tres o cuatro cosas terriblemente críticas, y lance algunas severas advertencias, y recuerde máximas tan incuestionables (mejor dicho, tan escasamente cuestionadas) como esa tremenda, pero tremenda, que afirma que un pueblo que no tenga acceso a la cultura será un pueblo manipulado y manipulable. En fin, tras la expresión serena, pero firme, de algunas obviedades pronunciadas con anterioridad miles de veces en ceremonias similares, cae una lluvia eucarística de aplausos, se entregan los galardones y medallas y se sirven los canapés.
Sinceramente no me parece mal el discurso de Domínguez, pero lo leo y releo y me asalta una vaga pero persistente sensación de anacronismo: es un ejercicio semiótico procedente de la época en la que se suponía que la lucidez, cuando no la hiriente y dolorosa verdad, estaba en boca oracular de los poetas y escritores, que pastoreaban las palabras hasta llevarlas a un sacro lugar incontaminado de intereses espúreos, bajas pasiones, manipulaciones arteras del significado. Y eso se contradice en realidad con lo que profunda y urgentemente necesitamos para articular procesos de transformación política y social. Escribo rodeado de una biblioteca que, en su mayoría, está compuesta por libros de poesía, novelas, comedias y cuentos, soy un ejemplo escasamente empeorable de letraherido amamantado por una cultura básicamente literaria, y quizás por eso sé perfectamente que el análisis, la descripción, la comprensión y la denuncia de lo que ocurre no está en manos de poetas y escritores, sino de economistas, sociólogos, politólogos, urbanistas o psicólogos sociales, que son los que cuentan con instrumentos para interpretar (y no meramente expresar) las actuales dinámicas sociales y proporcionarlos modelos, alternativas, respuestas. Después de más de 200 años (cuando en el siglo XVIII Voltaire inventó esa institución, el intelectual) el testigo ha cambiado de manos. Necesitamos perentoriamente en este país insular a científicos sociales que, sobre la base de metodologías rigurosas y evidencia empírica disponible, nos cuenten, que no nos canten, lo que está ocurriendo y lo que puede ocurrir, nuestros errores laberínticos y nuestras opciones razonables. Y entonces caigo en que (por supuesto) no existen Premios Canarias para las ciencias sociales.
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