Cachondearse de los caídos es un deporte nacional hasta tal punto que encuentras a gente capaz de trenzar amables apologías de un cargo público investigado por un fiscal, pero que elige como un inmejorable objeto de crítica burlona a algún destituido. El diputado tinerfeño Héctor Gómez no ha llegado a cumplir un año como portavoz del grupo parlamentario del PSOE en el Congreso de los Diputados. Sin mayores miramientos el presidente Pedro Sánchez lo ha fulminado para sustituirlo por Patxi López, uno de los políticos más mediocres y encamastrado que ha soportado el socialismo vasco. Que López haya sido – por una carambola irrepetible –lehendakari y Txiki Benegas, Mario Onaindia o Ramón Jaúregui no se antoja un chiste –no demasiado gracioso – de la historia.
Los más viejos del lugar –siempre que su sueldo no dependa de Sánchez –recordarán cuando el secretario general no imponía sin más al portavoz parlamentario. Bajo el hiperliderazgo de Felipe González, en los años noventa, se llegó incluso a un enfrentamiento directo, cuando González quiso que la portavocía recayera en Carlos Solchaga – exministro de Economía y de Industria – y se encontró con la resistencia de los todavía numerosos guerristas y de los residuales de Izquierda Socialista, que apoyaban la continuidad de Eduardo Martín Toval. Se votó y Solchaga – un magnífico portavoz, por cierto — ganó por los pelos. Hoy esa situación ha devenido inimaginable. Felipe González guardó siempre un respeto básico a la organización – aunque reclamaba y practicaba una fiera autonomía desde y para el Gobierno – y el partido, maltrecho y burocratizado, todavía estaba vivo. Ahora mismo el PSOE se ha visto reducido a instrumento propagandístico al servicio del Gobierno y, en última instancia, del propio Sánchez y de una estrategia que no consulta con nadie y para nada. Los últimos cambios – entre los que estuvo la salida de Gómez – intensifican la gubernamentalizacion del PSOE, con la invención de un comité de dirección trufado de ministros y que convertirá a la comisión ejecutiva federal en un ágora de ilustres bustos más o menos parlantes.
El nombramiento de Gómez – cuya experiencia parlamentaria era bastante limitada — fue realmente una temeridad de la que el propio diputado no pareció demasiado consciente. Gómez es un hombre que pierde el sueño y el pellejo trabajando, ordenado y sistemático, exquisitamente educado y de una lealtad pétrea al presidente. Hace tiempo que no se expresa habitualmente en español y se limita a pronunciar con mucho convencimiento los argumentarios de Ferraz. Pero nada de eso ha sido suficiente para una legislatura en minoría siempre pendiente de negociaciones, ajustes, reajustes, renuncias, apuestas y zancadillas. Hace un año todo parecía felizmente encarrilado y las dificultades pactateras más o menos controlables. Gómez podía utilizar la portavocía como un duro pero apasionante aprendizaje para seguir escalando en el cursus honorum psocialista. Todo ha cambiado abrupta y dramáticamente y ahora las relaciones parlamentarias no son un terreno para el que baste un sonriente y laborioso hortelano que sale de su casa antes del amanecer y llega con todas las luces ya apagadas. Mantener a Gómez es como sostener a un interlocutor que se presentase en casa de un sicario con una flor en una mano y una caja de bombones en la otra. De hecho en las últimas semanas eran otros – ministros precisamente – los que llevaban las intranquilizadoras conversas con Ezquerra Republicana, Bildu y otras congregaciones espirituales. Gómez asentía y culminaba algún fleco. La política siempre ha sido dura, sórdida y miserable, pero en la España poscovid y en el psocialismo ensanchistado lo es más que nunca.