La agonía final y muerte de Alfonso Suárez llega, precisamente, cuando el relato canónico de la Transición se ha cuarteado y comienza a desprender un aroma a naftalina más nauseabundo que nostálgico. La Santa Transición (como la llamó Umbral) ha jugado un importante papel ideológico en la legitimación simbólica de la monarquía parlamentaria española, e incluso, de legitimación de sus deficiencias democráticas. Ahora muchos la maldicen o ridiculizan y en sus entrañas sitúan todas las patologías políticas, institucionales, económicas y sociales que hoy nos agobian. Esta última posición, que defienden actualmente muchas fuerzas y personalidades de izquierda (y algunas liberales) no deja, sin embargo, de estar asentada en una curiosa moviola histórica. No se investigan los actores y dinámicas de la Transición; simplemente se la juzga como si en la segunda mitad de los setenta se hubiera diseñado un sistema político desde la voluntad de producir determinadas situaciones y rentabilidades. En definitiva se suplanta lo que pudo ser por lo que debió haber sido. Así se suele caer en contradicciones y dislates curiosos. Es muy gracioso, por ejemplo, el reverdecer republicano de IU, cuando su núcleo básico (el PCE) pidió el voto favorable a la Constitución de 1978.
El gobierno de Adolfo Suárez (julio de 1976) representa inicialmente la etapa de recuperación de la iniciativa por parte de los sectores reformistas del franquismo, a costa de la separación de los seguidores de Fraga Iribarne y la constitución de Alianza Popular. En un libro de lectura obligatoria, El mito de la Transición, de Ferrán Gallego, se explica muy bien: “La iniciativa política (del Gobierno de Suárez) se logró haciendo propias las demandas de la oposición que no ponían en peligro el control del proceso de cambio por la derecha, pero que constituían una demanda social que desbordaba los márgenes de los partidos de izquierda”. La Transición constituyó un pacto – con frenazos, trampas, zancadillas, renuncias, oportunidades perdidas y oportunismos indecentes — entre los reformistas de un franquismo inviable y una izquierda (para variar) dividida. Es grotesco afirmar que nada cambió con la Constitución de 1978, entre otras razones obvias para los que conocieron la dictadura franquista, porque dicha Constitución fue aprobada muy mayoritariamente por las fuerzas políticas parlamentarias, a izquierda y derecha, y refrendada por los propios españoles. Simplemente, en las postrimerías del franquismo, la relación de fuerzas entre un régimen moribundo, pero ferozmente armado, y una izquierda débil y fragmentada, resultaba muy desigual. La ruptura era imposible y en la reforma las fuerzas democráticas –mayoritamiente las izquierdas — cedieron quizás en algunos puntos (el sistema electoral, por ejemplo) que hubieran debido defenderse. Que se le va a hacer. La historia – la historia política – no se construye con materiales nobles ni con albañiles angelicales.
Aunque parezca muy chusco, a Adolfo Suárez, en realidad, no le gustaba la política. Le gustaba el poder y sus años previos a la llegada a la Presidencia del Gobierno (admirablemente narrados y documentados por una biografía cruel y exacta escrita por Gregorio Morán y publicada en 1980) representan la larga escalada de un joven de provincias en el que encanto personal y ambición efervescente eran las dos caras de una misma moneda. Cuando Suárez, apoyado por el Rey y tutelado por Torcuato Fernández Miranda, termina el complicadísimo y arriesgado proceso de democratización del Estado español – en definitiva, cuando se aprueba la Constitución de 1978 – se queda literalmente sin proyecto político. Suárez tenía un poderoso carisma, pero, formado en una organización piramidal y paraestatal como era el Movimiento franquista, no sabía dirigir un partido democrático. Suárez era el presidente de la Unión de Centro Democrático, pero la UCD no era un partido, sino una colección de facciones, camarillas y fulanismos cuya única argamasa consistía en la conservación del poder y en el reparto de cargos y prebendas. Cuando, después de su salida del Ejecutivo, Suárez monta el CDS, cae en los mismos errores pero, sobre todo, repara, después del éxito inicial, en que nunca volverá al poder, que era su placenta, su imán irresistible, su pulsión vital. A lo que hubiera podido aspirar un pequeño partido como el CDS era en apoyar a gobiernos del PP o del PSOE, en influir en la orientación política o incluso en el programa de gobierno de conservadores o socialdemócratas, pero jamás en convertirlo, de nuevo, en presidente del Gobierno.
Adolfo Suárez no fue un condotiero del franquismo ni la simpática marioneta de un catedrático de Derecho. Producto inequívoco de un régimen dictatorial y su burocracia, es un caso axiomático de comenzar a perder cuando, finalmente, se alcanzan los máximos objetivos personales. Al cabo de dos años y medio frente al Gobierno, ya estaba solo, y suyas no eran las conexiones privilegiadas con las élites financieras y empresariales del país. Cuando el 23 de febrero de 1981 se enfrenta a los golpistas, a pecho descubierto, en el Congreso de los Diputados, alcanza en un mismo instante la máxima condensación de soledad y la más dramática representación de la voluntad popular al borde mismo de una nueva guerra civil. Por eso, aunque no solo por eso, Suárez, un político que jamás se soñó en semejante brete, un político que mintió, manipuló, conspiró y puteó como todos, un político que alcanzó la grandeza a contrapelo de sus traiciones, sus incoherencias y su voluntad de poder, merece la admiración – y el agradecimiento—de todo un país.
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