Respecto mucho a los que defienden que la única salida del atolladero político-electoral que nos amarga y amenaza eternizarse es un gran gobierno de concentración de las tres principales fuerzas políticas del país, a las que suele caracterizarse como constitucionalistas, es decir, Partido Popular, PSOE y Ciudadanos. El apelativo, por supuesto, es algo tramposo. El principal deber de los valedores de la Constitución de 1978 consiste, al mismo tiempo que en reclamar y defender sus principios, en abordar su reforma consensuada, inteligente y parcial y, con franqueza, ni la derecha española parece estar por la labor ni los socialistas ni los seguidores de Albert Rivera han presentado propuestas de cambios constitucionales concretos y pormenorizados. Servidor, en cambio, es partidario de que se permita la investidura de Mariano Rajoy con un tranquilo y sombreado bosque de abstenciones. Después vendria lo interesante.
Los que no son militantes, simpatizantes o votantes del PP se horrorizan ante otros cuatro años de marianidad estanca, porque siguen reteniendo en las neuronas un dato desaparecido en combate: los conservadores han perdido la mayoría absoluta. En un régimen parlamentario es practicable, en cambio, un interesante experimento, que consistiría en que la mayoría del Congreso de los Diputados pudiera rechazar las leyes propuestas por la derecha, sacar adelante un programa mínimo de reformas legales, impulsar comisiones de investigación o imponer al Gobierno una verdadera negociación sobre los presupuestos generales del Estado para 2017. Por supuesto, la condición imprescindible para que esta iniciativa se materializara es un amplio acuerdo que abarcaría desde los montescos del centro derecha hasta los capuletos de la izquierda verdadera. Algo difícil y arriscado, pero perfectamente factible para una legislatura de un par de años. Me resulta extremadamente dudoso que Rajoy admitiera este entrenamiento. Incluso podría estimular procesos de transformación regenerativa en el tejido político del Partido Popular y, desde luego, engrasar las vías de diálogo para reformas ya ampliamente debatidas y aprobadas para la legislatura siguiente.
El consagrado por la Constitución de 1978 no es un régimen presidencial, aunque lo haya parecido a lo largo de décadas de un bipartidismo imperfecto, sino un régimen parlamentario. Envueltos en las sudadas banderas del todo o nada, del poder y la gloria o la oposición obtusa y sesteante, las organizaciones políticas, atravesadas por estratagemas cortoplacistas y crasos intereses personales, no se deciden a hacer lo que debe hacerse: pactar. Y si no es posible pactar para gobernar, se puede pactar para legislar y atormentar suave o brutalmente, según lo exijan las circunstancias, a un gobierno en minoría que no sabe pactar ni consigo mismo, y si no, fíjense en esa víctima estremecedora, José Manuel Soria.