cultura canaria

Identidad, rap y Spotify

Un joven canario (aunque nacido en Madrid) llamado Pedro Domínguez Quevedo es el autor, junto a un productor argentino conocido como Bizarrap, de la canción más escuchada (o al menos oída) en todo el mundo según testimonia Spotify. La canción, como cabía sospechar, es horrenda, pero su éxito es portentoso. No tanto, sin embargo, como la reacción un fisco asirocada de algunos isleños cuando este superventas no ha sido debidamente aclamado en periódicos y emisoras radiofónicas. Incluso cuando algún que otro crítico musical ha puesto la canción a parir nuestra policía espiritual ha detectado resabios colonialistas, desprecios a la canariedad talentosa o delitos morales aún más repugnantes.

Que Spotify, una simple aplicación informática que reproduce música  vía streaming, sea ahora un instrumento de medición del mérito artístico de la creación cultural en Canarias se me antoja sorprendente. Sobre todo por parte de gente que la denuncia hasta el hartazgo como correa de transmisión comercial de productos como Shakira y que sin embargo se entusiasman cuando encuentran un canario en lo más alto de la lista durante unas cuantas semanas. Spotify mantiene acuerdos con Universal Music, Sony, EMI Music y Warner Music, entre otras grandes compañías discográficas (las cuatro compañías mencionadas ocupan el 80% de las horas de streaming) pero no descuida cierta atención a cantantes y productores independientes para mantener la verosimilitud de una oferta abierta. Lo que me intriga, sin embargo, es la asombrosa capacidad de encontrar una supuesta sensibilidad canaria en una música cochambrosa y una letra penosamente adolescente. La canción Quédate es una insignificancia muy bien hecha que podría haber siso emborronada en Canarias, en Málaga o en Valparaíso. Y eso podría ser un mérito tal vez, pero no precisamente un indicio de una portentosa autoría canaria que debe defenderse desde la dignidad de un pueblo ninguneado o alguna tontería por el estilo.

Por supuesto, en el fondo de esta charlatanería apologética está la obsesión identitaria o lo que Kwane Anthony Appiah llama “las mentiras que nos unen”. La mentira que articula todas las mentiras identitarias es que tu identidad deviene un sino fatal –somos mar, salitre, lava y lo que se le ocurra al  pirado o inspirado de turno — y se sintetiza en un patrimonio perfectamente etiquetable que debes metabolizar, defender y transmitir. “Nuestras identidades culturales más amplias”, explica Appiah, “tienen el poder de liberarnos solo si reconocemos que debemos construir sus significados juntos y por nosotros mismos”.  El canarismo está muy bien como expresión de una voluntad política de unión, cohesión y autogobierno, pero toda deriva identitaria debe ser escudriñada como un peligro potencial para cualquier proyecto de convivencia democrática y libertades públicas, que resulta incompatible con “la insistencia en una pureza imaginaria, el apego a una esencia irreal, la defensa de un significado único para unas etiquetas cuyos significados deberían mantenerse abiertos y en discusión”. Porque me temo que existen modos distintos de ser canarios y, más aun, anhelo que esas diferencias convivan y prosperen juntas. Canarios que no son independentistas, que no son ecologistas, que no son de izquierdas o de derechas, canarios a los que no les gusta el gofio y a los que les interesa mucho la historia pero poco la prehistoria, canarios vegetarianos o canarios aficionados al jazz a los que les espanta una folía, por ejemplo. Canarios y canarias que no ven nada interesante en la música de Domínguez Quevedo o que les gusta mucho ese tema suavemente raperístico, pero no por encontrar ningún elemento identificablemente isleño en él. Como lo ocurre a la piba de la canción, dejen de pintar los morritos de la identidad con sus copas como espejos.  

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Patria

La patria no es el mundo, la patria no es Europa, la patria aun no es esto o quizás no lo sea jamás, estés bajo el sol o a la sombra, porque el almendro se secó cuando muy cerca inauguraron un complejo turístico perfectamente respetuoso con el medio ambiente, o quizás nunca sea otra cosa que un amuleto de recuerdos reunidos por una cuerda cada vez más tensa y más gastada, la primera vez que se divisa el Teide en el horizonte del mar mientras el barco se acerca a este exilio con las mejores temperaturas del mundo, esta cárcel luminosa bendecida por los alisios que se cuelan entre los barrotes, y el asombro de las olas cuando te seguían de niño en la playa para retirarse y volver de nuevo, como ocurrió después mientras las mirabas muertas de risa creyéndote eterno, el mar amigo y enemigo, el mar próximo pero inconquistable, el mar que sobrevive en los charcos y que lleva impreso en su destierro el ser la pura soledad de nadie, el resumen de todas nuestras soledades — las islas son una forma de estar solos —  y esa manera de reírse de uno mismo para subterráneamente reírse de los demás, al revés de lo que ocurre con la gente honrada y las comunidades más o menos sanas, y lo bien que sabe atardecer aquí el día después de practicar en Oriente y en África el sol sabe ponerse como en ningún sitio, los primeros y últimos besos, un timple que ya es del Colorao o de José Antonio Ramos para siempre, Santa Cruz intentando salir desesperadamente de sí misma por las laderas de Anaga, Luis Feria suicidándose tragando bandejas y bandejas de dulces, las noches de los años ochenta en el kiosko La Paz ay, qué patsa, la madrugada en que la vida dejó de ser una esperanza ilimitada, la lluvia mezquina y ruin de los inviernos paralíticos, las pieles oscuras y doradas, el sabor explosivo de peces y lapas, no, yo creo evidente que no sé lo que es la patria.

Pero quizás sepa lo que no es la patria. La patria no es un paraíso que necesita cancerberos, la patria no es un acento poco o mucho neutral, no es una región ultraperiférica, no es un régimen económico y fiscal y ni siquiera un estatuto de autonomía. La patria no es un destino, ni una inspiración, ni una teolología, ni una forma de ser feliz con legítimos propietarios, ni un altar para sacrificar diferencias, ni un estilo de redención, ni una orden que  hay que cumplir pese a quien pese, ni un código sentimental ni unas tablas de la ley que alguien bienaventurado bajará de las montañas sagradas, ni una colección de momias, ni una romería ni unos carnavales, ni siquiera un sueño o una pesadilla, un camino o un acertijo, una verdad a medias o una mentira para sobrevivir. La patria no es eso, o quizás lo sea, pero yo no puedo defenderlo, argumentarlo, priorizarlo en una vida individual o colectiva, tomarlo como un juramento o un destino. La patria no puede ser una abstracción que se lanza a la cabeza o al corazón del otro como un dardo lleno de venenoso amor o de venganza infecta.

En cambio, como aquel otro poeta nacido al otro lado del mar yo, que no amo a mi patria, creo que mataría, creo incluso que ya he matado y me han matado más de una vez, creo que daría la vida y la sigo dando, por una docena de lugares de estas islas, por algunas personas que me han convertido en una persona, por puertos, por bosques, por playas de arena y de callao, por una ciudad deshecha y sin entrañas, por algunos poetas, algún músico, cuatro  cinco pintores, o por José Murphy, muerto de asco por pura decencia y por decoro agusanado en un pueblo mejicano sin un átomo de piedad o de agradecimiento de sus compatriotas, por algunos barrancos que van a dar a la mar, por el mismo mar de todos los veranos, por tu rostro en la batalla, por un cielo azul perfecto que nos resucita a diario, por el viento salobre o montuno que ahora entra en esta habitación y tira, merecidamente, algunas hojas llenas de garabatos al suelo.

Canarias,  cuanto amor para algo que me gusta tan poco.

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Arte, pasado, misoginia

Las protestas (supuestamente feministas) ante la exposición Poesía y pintura. La tradición canaria del siglo XX, financiada por el Ejecutivo regional y comisionada por Andrés Sánchez Robayna y Fernando Castro Borrego, rezuman confusión y trivialidad. Habría que empezar señalando que una exposición es, al mismo tiempo, una interpretación. Las exposiciones – y en especial aquellas que se definen programáticamente desde un principio – son siempre interpretaciones más o menos argumentales de sus promotores o sus comisarios. Y esta no es, estrictamente hablando, una exposición historicista. Su objeto no consiste en reunir a los mejores talentos literarios y plásticos de la modernidad canaria sino registrar valorativamente, tal y como señalan Andrés Sánchez Robayna y Fernando Castro Borrego, a aquellos poetas y pintores que articularon un imaginario simbólico compartido a través de una red de relaciones a veces sólidamente evidentes y otras sutiles y esquivas. Para los profesores Sánchez Robayna y Castro Borrego solo tres mujeres artistas han compartido ese repertorio simbólico, basado en un concepto (y una praxis) moderna, modernista y luego vanguardista de la imagen: Maribel Nazco, María Belén Morales y Maud Bonneaud. Sospecho que es una decisión excesivamente limitativa incluso desde sus premisas, pero se me antoja disparatado tachar la muestra como una deplorable exhibición de misoginia. Otra cosa es que a uno le guste o no. Personalmente estimo que es una muestra bastante desafortunada, conceptualmente endeble, precipitada y al borde de la irrelevancia. Pero la ausencia y presencia de mujeres entre las figuras convocadas nata tiene que ver con este pequeño desastre.
En realidad es necesaria una verdadera inmersión en la más profunda ignorancia para lanzar semejante acusación a ambos catedráticos. Sin entrar en excesivo detalle, basta recorrer las brillantes páginas que le ha dedicado Sánchez Robayna a Sor Juana Inés de la Cruz o a María Zambrano para evitar el ridículo charloteo sobre la misoginia de uno de nuestros principales poetas y críticos literarios. Porque la embobada polémica sobre la exposición  Pintura y poesía es una manifestación más de esa ideología de género que, con un espíritu imperialista satisfecho de sí mismo, pretende infectar cualquier espacio público e imponer una absurda, pazguata y desinformada jerarquía valorativa. El hecho de que la Dirección General de Cultura del Gobierno autonómico se haya apresurado a afirmar que se trata de una situación “que será corregida de inmediato” solo se entiende desde la ignorancia común entre altos cargos y escandalizados críticos. ¿Quién la va a corregir? ¿Se echarán a un bombo una veintena de nombres de escritoras y artistas para que el azar elegida a las más meritorias? ¿Qué porcentaje de mujeres debe alcanzar la exposición para que la misoginia se disuelva en la buena voluntad de género? ¿Quizás un mínimo del 50%?
Los criterios que informan la muestra importan un bledo a los escandalizadores. Deberíamos entender que nuestra sociedad, la sociedad canaria, ha sido pobre, muy pobre, y que todavía en los años sesenta más de un 30% de los isleños padecía analfabetismo. Los escritores, pintores y escultores de la vanguardia histórica en Canarias – para no hablar del romanticismo o del modernismo – eran una exigüa minoría dentro de una minoría social compuesta por las élites agroexportadoras y las muy estrechas clases medias urbanas. Y como nadie ignora en esa ínfima minoría cultivada que se dedicaban a la creación artística en una sociedad azotada por la hambruna, las enfermedades, la ignorancia y el caciquismo la presencia de las mujeres – sometidas a una vida dependiente y subalterna en lo político, lo jurídico, lo social y lo cultural – resultaba casi irrelevante. Esa es la otra clave de su escasa relevancia numérica en una exposición como la que se ha podido ver en el TEA: no  un imaginario supremacismo machista de los comisarisos, sino las atroces injusticias del pasado que transformaba casi siempre a las artistas y escritoras en figuras estrafalarias y esquinadas.

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Que no venga de Miami

En un poema titulado Durante la invasión  — tal vez el poema más explícitamente político de toda su obra – Jaime Gil de Biedma pide un poco de esperanza “que no venga de Miami”. Era abril de 1961,cuando algunos cubanos, con apoyo militar y logístico de Estados Unidos, o quizás fuera al revés, intentaron comenzar una invasión de Cuba por Bahía Cochinos y fracasaron miserablemente. Por entonces Gil de Biedma –como todo el mundo – era de izquierdas y defendía la revolución cubana. ¿Quién quería entonces no defenderla?
En estos extraños días de un otoño asfixiante y repleto de acechanzas se celebra en Miami la II Semana de la Cultura Canaria o algo así, supuestamente organizada, financiada o eructada por la Viceconsejería de Relaciones Institucionales del Gobierno autonómico. El rótulo de la tan lejana y tan próxima guatatiboa implica que anteriormente ya se había celebrado una semana cultural canaria en la auténtica capital de Florida, y en efecto, así ocurrió el año pasado. En Miami la repercusión de este gorgorito es mínima; en Canarias, la inmensa mayoría de los ciudadanos, incluidos los que se dedican a la expresión artística o literaria, ignoran hasta su fugaz existencia.

¿De dónde sale esta ocurrencia de celebrar una semana cultural (sic) en una ciudad cuya historia, al contrario que otras muchas en América, apenas registra una huella canaria? ¿Cuáles son sus objetivos? ¿Qué criterios se eligen para definir su programación y la lista de artistas invitados y, sobre todo, quién es el responsable de valorar su interés y decidir sobre su continuidad? Vaya usted a saber, o lo que es lo mismo en lenguaje administrativo isleño, vaya usted al carajo. No se enterará jamás de esos pormenores. Miami es una de esas zonas de sombra de la administración autonómica en la que ni los más bregados o experimentados pueden dar respuesta. ¿Existe en esa ciudad una oficina del Gobierno regional? ¿Es una dependencia de Proexca? ¿Tiene personal propio y, por mera curiosidad, cómo estos esforzados servidores públicos se abanican el ombligo por allá? ¿Guarda alguna relación con la II Semana Cultural Canaria o solo con la I Semana Cultural Canaria? ¿A cuanto asciende esta puñetera broma? ¿No sienten ustedes un poco de vergüenza sonrojante cuanto se lee que los conferenciantes en esta magna convocatoria son Pedro Rodríguez Zaragoza, viceconsejero de Acción Exterior y expresidente de la Autoridad Portuaria, y Aurelio González, ese perejil político en tantas salsas y nóminas culturetas, ahora viceconsejero de Cultura, que al parecer disculpó su asistencia en el penúltimo momento? Ya puestos a organizar el sarao identitario, ¿a qué vendría invitar a profesores, a críticos o a escritores teniendo tan a mano a los titulares de ambas viceconsejerías para pronunciar sendas conferencias y proyectar una imagen original y vibrante de la creación canaria contemporánea?
Gil de Biedma insiste en su poema “busco en las noticias un poco de esperanza/que no venga de Miami”.  Las noticias, sin embargo, no dejan demasiado sitio para el optimismo después de tantos años de estupidez, de improvisación, de ocurrencias, de mangoneos, de clientelismos, de cutrerío, de gasto manirroto y de miseria presupuestaria, de servilismo fantasmal y de pacata indiferencia, de dirigismo oligofrénico y de improvisaciones genialoides. Vengan de Miami o de cualquier otro sitio.

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Un canario que razonaba

Fernando Estevez acaba de morir, víctima de una enfermedad veloz y cruel, y esa noticia, que apenas ocupará unas líneas en los periódicos, es una pésima y amarga noticia para este pequeño y ababiecado país atlántico. Fernando Estevez, profesor titular de Antropología Social de la Universidad de La Laguna y coordinador del Museo de Historia y Antropología de Tenerife, era, en su modestia y en su prudencia, una cosa muy rara y bastante chocante en este archipiélago de mendrugos, Fernando Estévez era, y lo seguirá siendo en sus libros, artículos y ponencias, un canario que razonaba. Si uno reparaba cuidadosamente en una conversación suya descubría un espectáculo insólito bajo esta luz demasiado pura: era un hombre que escuchaba a su interlocutor, que ofrecía razones y argumentos, que jamás interrumpía al otro y que siempre, en cambio, disponía de una reflexión sugerente, un dato más que curioso, una bibliografía útil que aportar.
Sobre lo que más y mejor razonó Estevez como intelectual cuyo único y hermoso compromiso lo mantuvo con la lucidez fue  sobre el pasado de Canarias en una espléndida labor de deconstrucción de las mitologías y leyendas –campesinas y urbanas – sobre los primeros habitantes de las islas y las sociedades indígenas. El profesor Estevez analizó críticamente, en un discurso que integraba varias disciplinas y perspectivas teróricas, el desarrollo del peculiar indigenismo canario que se fundó  en el guanchismo, y cómo el guanchismo ha sido, en realidad, un producto de la sensibilidad cultural propia del pensamiento colonialista europeo del siglo XIX. Una operación cultural que transformó una mirada exterior y ajena a la realidad en una seña de identidad profundamente arraigada en el imaginario de los isleños, incluso de los jóvenes isleños de hoy, que siguen manteniendo en el estereotipo del guanche la principal referencia del pasado de su colectividad y clave identitaria de la misma, como si durante cinco siglos no hubiera pasado absolutamente nada.
Pese a su devastador padecimiento,  Fernando Estevez fue el entusiasta secretario general del I Congreso de Museos de Canarias, un proyecto hermoso e imprescindible impulsado por el director general de Patrimonio Cultural del Gobierno autonómico, Miguel Ángel Clavijo, y que se celebrará en La Orotava el próximo mes de noviembre. Porque Estevez era, igualmente, uno de los pocos museólogos solventes de estos peñascos. Algún día los canarios nos adentraremos decididamente en nuestro pasado, deshaciendo brumas demasiado espesas y bromas demasiado pesadas, y allí, en la orilla de nuestros comienzos como pueblo, encontraremos a Fernando Estevez, y reanudaremos un diálogo donde el siempre ha sido, comedido y razonable, la voz más ordenada, más perspicaz y más valiosa.

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