democracia

Los límites democráticos

El proceso de idiotización política avanza imparablemente. Un ejemplo. En un reciete comunicado, Nueva Canarias consideró “todo un éxito” que la transmisión del último pleno parlamentario por parte de la televisión autonómica – no prevista inicialmente – superase ligeramente el 6% de la audiencia. Cualquier programa de En Clave de Ja sobrepasa semejante porcentaje, pero eso no es lo importante. Lo importante es que Nueva Canarias, que llamó dramáticamente la reunión de la cámara regional “el pleno de la soledad de Clavijo”, intentaba, con un par de juegos verbales, relacionar el éxito de la audiencia (sic) con el rechazo al Ejecutivo coalicionero, sí, por sus santas gónadas. Esta agotadora memez  llega a casos de amnesia realmente creativa, como la practicada por relevantes militantes del PSOE que ocuparon los únicos cargos públicos que han ostentado en su vida en el Gobierno autonómico o en los ayuntamientos isleños gracias al pacto entre coalicioneros y socialistas. Paulino Rivero –que fue secretario general de ATI durante doce años — era un verdadero regionalista y José Miguel Pérez – tan denostado, incluso públicamente, en otros momentos – un socialdemócrata cabal e insobornable bajo cuya severa mirada jamás se practicaron recortes en los sistemas públicos educativos y sanitarios.

Los partidos tradicionales han terminado por asumir la metodología de la superchería, el adanismo y la desmemoria que practican los partidos emergentes, y singularmente Podemos y sus satélites, aliados y enemigos íntimos. ¿Y por qué no hacerlo, si les ha dado tan buenos resultados? La verdad deviene irrelevante: lo prioritario es construir un decorado narrativo y sentimental en el que los extras – llamados en otro tiempo ciudadanos, ahora saqueados por los bancos, estafados a diario por los gobiernos y vacilados ahora por la nueva izquierda – se sientan emocionalmente cómodos. Para la bulla ya no es ni siquiera necesaria una fotocopiadora o una manifa. El activismo low cost de twitter y facebook simplifica y banaliza cualquier causa, justa o injusta,  evidente o confusa, porque basta con pulsar una tecla para cumplir: se trata de una estructura de comunicación tecnológicamente renovadora, pero política y moralmente muy poco horizontal.  Se utilizan las redes sociales que se presentan obscenamente como cristalina expresión de la voluntad popular: un tuit resulta casi equivalente a un voto. Miles, cientos de miles, millones de votos caen del cielo electrónico gracias al incansable trabajo de los bots y los gestores de redes sociales de partidos y organizaciones afines, pero luego, en el entusiasmo mesiánico se convoca una rueda de prensa y los periodistas son más numerosos que los convocantes.

Lo más intranquilizador de la supuesta nueva política, cada vez más y peor mimetizada, es su apuesta delirante por la transformación instantánea de políticas, presupuestos, instituciones y procedimientos técnicos. Los límites de la democracia representativa, las insuficientes y contradicciones de la democracia directa, los compromisos financieros y fiscales contraídos por el Estado español y el Gobierno autonómico, las severas limitaciones presupuestarias, las complejas y delicadas relaciones con la Unión Europea, las fragilidades estructurales de la economía canaria, todo esas enojosas y arteras circunstancias, en definitiva, no se tienen en consideración en los flamantes (y casposos) discursos, más propios de los bares universitarios de hace treinta años que de un país maduro, una sociedad plural y unas fuerzas políticas responsables. Les da exactamente igual. ¿Por qué no iban a trampear los buenos si el objetivo es acabar con los malos? Mira, ahí tienes un tuit. Cualquier cosa es un tuit, un mensaje, un discurso, un programa  si estás en contra del mal y a favor del bien.

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Procura recordarlo

La nueva política consiste en que un mocoso con un corte de pelo de sesenta euros y una cultura de solapas mal leídas te sintetice la historia de España –y del PSOE — como algunos ya tenían la amabilidad de hacértelo en  el bodegón Tocuyo en 1980. La máxima narratológica consiste en que todo es mentira, y no solo el color con que se mira. Hace algún tiempo conseguí en una librería madrileña un librito bobalicón de Juan Carlos Monedero en el que nos describía lo estúpidos que éramos al tragarnos el cuento de la Santa Transición, porque los tipos como Monedero son así y parten de la obviedad de que los demás somos irremediablemente idiotas y el intelectual progresista se reserva el deber heroico de devolvernos el fuego de la comprensión liberadora. Tanto los cuentos del viejoven de Monedero como las necedades rufianescas están en la peor tradición de las izquierdas: la que se nutre de una charlatana filosofía de la sospecha. Una sospecha cada vez más degradada: Marx sospechaba del orden capitalista, Monedero sospecha de la transición y de las camisas de manga larga de Errejón, Rufián sospecha de los editoriales de El País. Todo es sospechoso salvo, por supuesto, ellos mismos, que se entienden como preclaros sujetos de estudio pero que jamás tolerarían que se les tratara como objetos a estudiar.

Lo de la cal viva, por ejemplo. Los GAL fueron una realidad atroz que hundía sus raíces en el terrorismo de Estado del posfranquismo. El otro día escuché a un joven concejal en la oposición de un ayuntamiento tinerfeño que después de año y medio comenzaba a entender lo que ocurría en esa administración. Los equipos socialistas que llegaron al Gobierno español a finales de 1982 tenían una media de edad que no llegaba a los cuarenta. Apenas el año anterior un golpe de Estado había estado a punto de aniquilar la democracia parlamentaria. Ni los mandos militares ni los jefes policiales habían adquirido los hábitos de una sociedad democrática ni era imaginable –ni quizás eficaz — una purga en el generalato. En esos años de plomo ETA mataba a más de cien personas anualmente, secuestraba, extorsionaba, tiroteaba, se festejaba a sí misma con la ferocidad de un matarife al que nunca le faltaban cuellos que rebanar. Los GAL, que tuvieron una incontestable anuencia desde el Ministerio del Interior, acabaron en 1986, y la opción de la guerra sucia, practicada desde las cloacas del Estado, fue abortada. Pero lo fue por quien gobernaba, no por aquellos que actuaban a sangre y fuego contra el orden constitucional a través de comandos armados bajo la premisa de socializar el sufrimiento. Olvidar la saña criminal e inmisericorde de ETA en los años ochenta para presentar los asesinatos de  Lasa y Zabala como sendas atrocidades que estallan de repente en el cuadro en blanco de la memoria de los rufianes y así condenar la ejecutoria del PSOE en el Gobierno español es muy estúpido, pero también resulta particularmente miserable.

El hombre que presentó en el Congreso de los Diputados la ley que universalizó la sanidad pública en España vio como se le acercaba la pareja de terroristas que le voló los sesos. Ernest Lluch abogó incansablemente en sus últimos años por el diálogo para acabar con la masacre terrorista y la patología moral que –aun hoy — sigue carcomiendo al País Vasco. Lo hizo hasta que lo mataron como a un perro. Procura recordarlo, pequeño, mezquino e ignorante rufián. Procura recordarlo.

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Tomar nota

Que dice el Timonel de la Dulce Sonrisa que Podemos “tomará nota” de los dirigentes regionales del PSOE que apoyen o respalden una eventual abstención de los socialista en el segundo intento de investidura de Mariano Rajoy.  Aunque Pablo Iglesias no fue mucho más concreto, probablemente, no necesitaba serlo. Está a punto de comenzar  — si Rajoy logra ser investido finalmente – la labor de oposición a la oposición que los dirigentes de Podemos creen necesaria para que culmine la pulverización del PSOE. Lo más gracioso es que la amenaza poco velada de Iglesias, que se refería implícitamente a los gobiernos autonómicos y locales en los que Podemos permite que gestionen los socialistas, es una contradicción muy estúpida, porque si Podemos da la espalda a los socialistas, en dichos ayuntamientos y comunidades autonómicas pasaría a gobernar el Partido Popular. Es decir, que Pablo Iglesias, para castigar a los malignos barones socialistas por permitir gobernar al PP, está dispuesto a aumentar el poder territorial del PP.
Por el momento, nadie en el PSOE ha anunciado que tomará nota de la actitud de Podemos en el Congreso de los Diputados ni ha amenazado (por ejemplo) con retirar el apoyo de los concejales socialistas en los ayuntamientos de Madrid o Barcelona, donde son imprescindibles para mantener las mayorías que sustentan, respectivamente, a los gobiernos de Manuela Carmena – su plataforma obtuvo el año pasado solo 20 de los 57 concejales — y Ada Colau – logró apenas 11 de 41 ediles en disputa. Y no lo ha hecho – por no mencionar el sentido común – porque nadie toma notas en el Congreso de los Diputados para basar las políticas de alianza en las corporaciones locales y las comunidades autonómicas. Apuesto que el señor Iglesias tampoco. Pero necesita interpretar el papel de fiscal extraordinario de la izquierda patria para repartir por enésima vez los carnets de decencia e indecencia política.
Lo que realmente es indecente es afirmar con ruin desparpajo que numerosos diputados socialistas – por no mencionar a dirigentes regionales y cargos orgánicos – conspiran activamente para que el PP se mantenga en el Gobierno. ¿Qué saldrían ganando en semejante operación? ¿Entrarían todos antes de fin de año en el consejo de administración de Endesa?  El PP ha ganado las elecciones por segunda vez consecutiva y unos nuevos comicios, muy probablemente, ampliarían esa ventaja. Es imposible construir una mayoría alternativa sólida y verosímil. Rajoy y los suyos no disponen de mayoría absoluta y no podrán gobernar como antes. Un líder verdaderamente preocupado por deshacer las contrarreformas de la brutal derecha española y suavizar el trance que nos depara Bruselas estaría ya negociando una estrategia parlamentaria común con el PSOE y otras fuerzas de izquierdas. No amenazando. No tomando nota. No pensando únicamente en su coleta.

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Dejar las viejas trincheras

Un amigo, extrañado, me llama para preguntarme como no escribí nada sobre el aniversario – unos redondos ochenta años – del golpe de Estado y el estallido de la Guerra Civil y le contesté que la culpa la tenía el buen tiempo. No, no es que el calor te devuelva a la feliz condición de ágrafo. Sucede que en las vísperas, durante unos segundos, recordé el aniversario inminente mientras veía a mis hijas jugar en la playa e inevitablemente lo pensé. Pensé que esa guerra, definitivamente, ya no era su guerra. Que todavía pudo serlo minúsculamente la mía, porque la sufrieron – en mi caso la perdieron – mis abuelos y bisabuelos pero, de ellas, bajo el feliz sol del verano y riendo mientras chapoteaban,  para siempre y jamás no. Que urge dejar viejas trincheras imaginarias y ocupar las nuevas. Seguir viviendo una guerra como propia ochenta años después – por mucho o poco que se haya perdido en ella – es una imbecilidad intelectual y moral.  Es apenas una maloliente nostalgia por el horror del exterminio o una excusa ideológica para practicar el resentimiento. No es nada más.

Y, sin embargo, desde hace algunos años, el golpe militar y la Guerra Civil son festejados todos los julios por algunas izquierdas que no se resignan a prescindir del antifranquismo como una de sus señas de identidad. Es extremadamente curioso. Han transcurrido cuarenta años desde la muerte de Franco – más tiempo que el duró su dictadura – y todavía algunos ciudadanos de izquierdas y organizaciones políticas siguen actuando como activistas antifranquistas, vale decir, como cazafantasmas fascistoides. Para justificar esta carnavalada estas buenas gentes hablan y no paran de franquismo sociológico, de metamorfosis de la dictadura en una democracia vigilada, de la pervivencia de una oligarquía financiera y empresarial y otros sintagmas que funcionan únicamente como eslóganes porque no resisten una comprobación empírica. Y al mismo tiempo, por supuesto, agitan la nostalgia por una II República y glosan fotos de milicianos comunistas o anarquistas, a los que describen como “luchadores por la democracia”. En absoluto luchaban por la democracia republicana. Luchaban por la revolución socialista o anarquista y el régimen republicano se les antojaba un medio, no un fin, hacia una rápida e implacable transformación social.  En la España de julio de 1936 los defensores de una república moderna y reformista basada en una democracia parlamentaria se reducían a una minoría casi insignificante. Optar ahora mismo por la república exigiría una revisión crítica de la república que presidieron  Niceto Alcalá Zamora y Manuel Azaña.

No estaría más que alguien estudiara este tan zoquete revival del guerracivilismo que perturba las entendederas de muchos miles de ciudadanos españoles.

Sacudí la cabeza. Las niñas me llamaron, riendo y saltando, y me lancé al mar, el hogar líquido de todos los recuerdos, de todos los olvidos.

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Un vaina

Reconozco que pese a conocer ya la naturaleza mefítica de las redes sociales y mi propia y avanzada edad, que me lleva a una progresiva resignación afásica, no puedo resistirme a veces cuando un soplagaitas se dedica ferozmente a insultarme o a insultar a otros. No, no me refiero a los simpáticos trolls, a los que hay que tratar con la resignación con la que el coronel Aureliano Buendía soportaba los golondrinos, sino a individuos que firman con su nombre y apellidos y acumulan fotos y machanguitos y, sobre todo, calumnias, mezquindades, atropellos y agresiones. Uno de estos sujetos, que fue elegido hace ahora un año como consejero del Cabildo, se ha dedicado básicamente a basurear en twitter y sobre todo en facebook – es lentito con el cerebro y con los dedos — día a día, nocha a noche,  durante estos doce meses.
En las últimas elecciones autonómicas y locales, y a través del éxito de partidos emergentes como Podemos y Ciudadanos, se incorporaron a la política institucional muchas decenas de ciudadanos que carecían de experiencia previa en el ámbito público. Salvo excepciones no creo que sea sustancialmente peores o mejores políticos – les haya tocado gobernar o no – que los del resto de las siglas, pero muchos de ellos han advertido que la distancia entre sus suposiciones – más o menos teñidas de fervor  ideológico – y la realidad eran considerables. Han aprendido, se han estudiado los papeles y no son pocos los que han empezado a comprender la diferencia entre el eslogan y la gestión, entre las heroicidades electorales y las heladas entrañas de un presupuesto financiero. Otros, como el individuo al que me refiero y al que no daré el gusto de citar, se han mostrado incapaces de cualquier transformación y siguen haciendo el imbécil de manera incansable y con el firme propósito de no aprender absolutamente nada. Este vaina comenzó sus pasos como consejero gloriosamente al descubrir, el día de la constitución del Cabildo tinerfeño, que CC, PSOE y PP  habían abierto una cafetería en el primer piso para regalarse diabólicamente con opíparos desayunos. Cuando se le advirtió que tal cafetería funciona hace más de treinta años como una concesión administrativa y que en ella beben café y toman bocatas políticos, funcionarios y visitantes, por supuesto, no se corrigió. El necio jamás se corrige. Está demasiado ocupado vomitando sus pringosas necedades sobre quien le da la gana. Por ejemplo, uno puede estar en contra legítimamente de la venta de los casinos que son propiedad del Cabildo Insular y exponer sus razones. Otro puede estar en contra de que las administraciones públicas deban gestionar casinos y exponer las suyas. Lo que resulta intolerable es que un cargo público actué como un hooligan encochinado  y se dedique a vilipendiar y zaherir en las redes sociales a organizaciones y personas que no compartan su punto de vista y/o el de su partido. Y es particularmente grotesco que persista en esta práctica un individuo cuya contribución profesional previa a la sociedad isleña sea perfectamente desconocida por inexistente. Lo que antes se llamaba un caballero sin oficio ni beneficio.
Y no se engañen: no se admite el diálogo. El debatees signo de debilidad y, por lo mismo, está prohibido, aunque eso no impide que se reclamente permanentemente a todo tolerancia hacia su  sulfurada mentecatez. Para gente como este vaina el que discrepa es, sencillamente, un malnacido, un corrupto, un canalla que no merece más que desprecio y una nueva tanda de insultos. Gente como esta ni enriquece la vida política de una institución ni contribuye con sus babosos denuestos a una democracia más activa y saneada, ni colaborará para una mejor gestión pública porque custodian con cariño su enciclopédica ignorancia. Creen que ser de izquierda es la única forma de ser decente; creen que ser de izquierdas es no saber dar una a derechas.

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